martes, 22 de junio de 2010

Con ojos ajenos

martes, 22 de junio de 2010 0
"Bueno, no hay drama. Pero decime dónde hay un bar por acá así lo voy a ver". Son las 15.24, en seis minutos empieza Argentina-Grecia y la calle está convulsionada. El tipito que habla por celular quedó varado en la puerta del edificio, el dueño de casa seguramente se fue a ver el partido a otro departamento.

Parece un buen plan ver cómo se comporta el mundo con ojos de extranjero, de marciano. Ya lo tengo decidido: no me importa lo que pase en Argentina-Grecia. Voy a ver la gente pasar, sufrir, festejar, alentar, saltar, enarbolar banderas, soplar cornetas.

La rubia baja de un salto de la moto y sale corriendo. Tendrá 25, 26 años y lleva vuvuzela en mano, una bandera argentina a manera de poncho y gorrito celeste y blanco. El novio se apura a buscar un lugar para estacionar; la rubia va a apoyar su culo en una silla del bar y sólo va alentarlo con los goles argentinos que ya van a llegar. Van a hinchar por el equipo de Diego como parte integrante de las hordas mundialistas.

Me cruza un vecino que apura el paso. "Vamos, vamos que no llegamos", me avisa con una sonrisa, como si ambos estuviésemos obligados a compartir el partido en el living de su casa.

Se escuchan cornetas, un petardo a lo lejos, cornetas por todos lados. La gente es feliz, vive una alegría genuina.

Son las 15.29 y ella parece ajena a la efervescencia general. Con esas botas negras hasta la rodilla, calzas del mismo tono y su saco largo y elegante es un clon de todas las mujeres, ahora todas se visten igual, todos los días, a la tarde y a la noche para ir a bailar. Pero debajo del saco lleva una camiseta argentina, muy probablemente de esas truchas compradas en la calle. Los vendedores ambulantes también van a festejar los goles de la albiceleste, tienen más motivos que el resto.

15.30. Sería el fin del mundo en una película de Hollywood si no fuese porque se escucha acelerar un auto a lo lejos y otra corneta. Soy un loco, un imbécil sin identidad, un ofuscado renegado social que escribe en un papelito mientras camina por las calles desiertas mientras, cruzando el océano, un árbitro uzbeko sopla el silbato apuntando con el dedo en pose "allá vamos".

Ya sé cómo es, sólo hay que estar apenas atento: si se escucha un grito de gol cuadrado, de frecuencia latosa, será el relator anunciando al unísono por todos esos parlantes de las TV que hizo un gol un señor llamado Papastathopoulos u otro de apellido Papadoupolos. A ese sonido habrá que agregarle alguna puteada a media voz de un hincha vestido de celeste y blanco. Si se escuchan gritos infinitos, (otra vez) cornetas, aparece gente saltando en las veredas y revoleando sus ponchos argentinísimos como emulando a Soledad Pastorutti, entonces será gol de algún apellido más familiar, quizás Tevez, Messi o, ¿por qué no?, Palermo.

Pero no se escucha nada. Apenas alguna que otra corneta cada tanto, seguro que empuñada por una mujer; ellas suelen alentar en el momento equivocado del partido, cuando no están hablando de la novia de Demichelis o del parecido de Maxi Rodríguez con Ben Affleck.

En la cuadra de los electrodésticos se escucha "aahhh" y tres segundos después "uhhhhh". En el bar de la otra cuadra resuena un "ffff" y también un "¡no!" en siete tonos distintos, como si un director estuviese coordinando una absurda orquesta gutural.

El mundo revive, es el entretiempo. Un viejo empuja una bici mientras silba "Yellow submarine" y no puedo hacer otra cosa que imaginarme a un hincha inglés en Manchester, que seguramente ahora no está tarareando una canción de los Beatles.

Voy camino al diario: ¿cuánta gente hoy entrará a trabajar a las 14.30 en Argentina? El vendedor de garrapiñada ensaya un grito de gol pero los escasos transeúntes ni levantan la cabeza; sus ocasionales compañeros festejan la supuesta humorada.

En el diario los televisores funcionan como aglutinadores de hinchadas de lo más heterogéneas. Son las 17.02 y el grito explota. Se escuchan más voces de mujeres que masculinas, quizás sea porque el gol fue del bombonazo de Demichelis, que se despeinó para cabecear pero terminó empujándola de prepo, a los apurones. La tele muestra a Palermo charlando con Mancuso. ¿Va a entrar El Loco?

Palermo es un hombre de suerte. Lo pienso incluso cuando el goleador ensaya una de sus típicas piruetas risueñas. Y ahí le quedó el rebote para poner la patita bien abierta y buscar el segundo palo. Nadie consigue domar a la Jabulani, ni Cristiano Ronaldo ni Kaká, ni Özil ni Rooney, ni Distéfano ni Harry Potter. Pero Martín abre la patita, busca el segundo palo y allá vuela la pelota, para embolsar la red y que todo el diario festeje de nuevo, y afuera suenen más gritos y cornetas y ponchos à la Soledad.

Sí, me olvidé del mundo y, sin darme cuenta, me metí en el partido. Ni siquiera estoy seguro de querer que Maradona levante la copa, pero la alegría genuina es tan emocionante como contagiosa.

POR HERNAN MAGLIONE
 
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