viernes, 30 de julio de 2010

100%

viernes, 30 de julio de 2010 5
Hacia fines de la década del 80 con mi amigo Mario Contreras (ahora dueño de una radio en Reconquista) inventamos un mini argot, con el solo fin de divertirnos. Influenciados por Anthony Burgess y su Naranja mecánica, en su formación nuestro idiomita contaba con palabras como “drugo” por amigo, “moloko”, en vez de leche, o el simpático “unodós” para referirnos al acto sexual.

De nuestra propia autoría no recuerdo muchas expresiones, tal vez por su medianía. Pero rescato una que, creo, era ingeniosa. Decíamos que alguien estaba “diluido” cuando no se mostraba tal cual lo conocíamos. Cuando aparecía desdibujado. En nuestro pseudodiccionario era quien “no estaba al 100%”. De ahí, diluido.

De aquellos años pasó un tiempo casi eterno hasta que comprendí que una totalidad a veces no significa un 100%. En diseño y en infografía hay parámetros y pequeñas reglas a cumplir. Por ejemplo, hacemos un gráfico torta (un círculo dividido en partes) cuando en cada una de sus divisiones ubicamos un porcentaje del total y ese total es, precisamente, el 100%. Y en la conformación de los colores para la impresión, sabemos que un color pleno es el que tiene ese porcentaje.

Sin embargo, hay hechos y personas que tienden a desmentir estos supuestos:

► JL, un secretario de redacción, alguna vez porfió sobre la intensidad de un azul en un título de tapa del diario. En una desigual pelea por imponer lo que mandan la realidad, la coherencia y el buen gusto, un diseñador –a su pedido- llevó al máximo posible ese color. Pero JL le sugirió más fuerza. “Ponelo al 130%”, le dijo. El “No se puede” por respuesta no desmoralizó al jerárquico, que finalmente desistió en su intento, aunque tal vez con el íntimo convencimiento de que le estaban mintiendo.

En épocas de elecciones muchas encuestas sirven para representar una tendencia al voto. No siempre las mediciones son tan científicas como podrían parecer. Hay encuestadoras serias, poco serias e inexistentes.

► Una jornada completa nos llevó a Maglione y a mí armar el rompecabezas que significaba traducir en gráficos un muestreo de una consultora (pongamos Chuleta-Puchero) sobre la intención de voto de Reutemann en unas elecciones para gobernador. Ocurría que en algunos de los gráficos el candidato obtenía más ventajas de las debidas.

Tal vez porque los encuestados no sabían sumar, o porque respondían dos veces “Sí” ante la pregunta “¿Votaría a Reutemann?”. Lo cierto es que en una de esas tortas el Lole no sólo ganaba, sino que la suma de los votos de todos los postulantes daba cerca de 108%.

Dispuestos a enmendar el error, sacamos todas las cuentas posibles (calculando porcentajes a partir de números de votantes) y logramos llegar al ansiado ciento por ciento.

Felices por la tarea al día siguiente no tuvimos una recompensa, sino un enojo. Apenas llegué al diario varias voces me advirtieron que en Secretaría me buscaban a mí o a Maglione. El motivo era previsible. Nos presentamos con todos los papeles a mano y las explicaciones más racionales posibles. Nuestro interlocutor abrió fuego con “Esta mañana a las 7 me llamó el Lole diciéndome que bla bla bla (cosa desagradable) y que bla bla bla (cosa desagradable)”. Nuestro descargo pareció convencerlo. No obstante, levantó la mirada y nos dijo “¿Y ahora cómo podemos hacer?”.

► Alguna vez Norberto Nicotra fue una figura mimada por cierto propietario del matutino. Y en su intento por ser intendente (en las épocas de la campaña con los afiches con el logo de Nico, el programa de Repetto) fue apoyado incondicionalmente para lograr ese fin. De ese entonces eran las encuestas de una empresa fantasma.

Una tarde, mientras preparaba uno de los primeros gráficos pro Nico, sentí que una mano se apoyó en mi hombro izquierdo. Era uno de los dueños del diario, acompañado por el jefe de redacción.

“Hola Juan” (me dijo el jefe con inusual simpatía). Acá estoy con OV, que quiere ver cómo marcha eso que te pedimos.

Eso que te pedimos sonaba a mensaje en clave de tipo mafioso. Pero nada que ver… estaba con el dueño del diario.

En la encuesta Nicotra arrasaba pero parecía que tenía que arrasar más aún. Y OV me mostró la ubicación del candidato con un gesto que interpreté como “Subilo” (elevaba una manito y se sonreía). Ingenuamente aclaré que si hacía eso, la suma daba más del 100%.

Nadie me contestaba. Giré la cabeza y el jefe de redacción me clavó una mirada de la que pude leer “Callate y hacé lo que te dice el viejo”. Para finalizar esos agradables minutos pregunté quién había hecho la encuesta. Es decir qué fuente aparecería al pie. Y OV me dijo “Mac… Mac Info” ponele. El “ponele” podía significar “Agregale” o “Suponete, es un decir”.

Nunca supe si Mac Info existió, si Nicotra u otros candidatos obtenían lo que decían las encuestas, si hay azules más intensos o si lo que dicen los manuales es 100% cierto. A veces la realidad aparece un poco diluida.

POR JUAN CARLOS ESCOBAR

ilustración: Juan Carlos Escobar

Lapsus Cálami

Sonreía. Nos esperaba, chocho, enfundado en un jogging de algodón y zapatillas en un gimnasio de su barrio, un mediodía de julio de 2001.

Allí, entre aparatos y pesas con las que había comenzado a familiarizarse, Máximo nos contó sus penas y pesares. Las dos cosas como parte de lo mismo. Es que él, un hombre por entonces de 46 años, con dos hijos y enfermero, había llegado a pesar 220 kilos. Era un obeso mórbido a ojos de la ciencia; un gordo para todos los demás.

La nota se dio siete meses después que la balanza le arrojara sin clemencia su pesaje. Máximo recordó durante la entrevista que todos los kilos que había tenido encima también los tenía de tristeza. Daba ternura oírlo pero, cuando lo entrevisté, la pena corría por mi cuenta. Máximo sonreía, era otro tipo. Se había sacado de encima 61 kilos a pura dieta y empeño. Y contaba con entusiasmo todo lo que había recuperado a medida que perdía volumen: desde tener sexo a andar en bicicleta.

Apenas nombró esto último, la Chipi -mi amiga y fotógrafa en esta nota- resolvió la foto. "¿Podemos hacerla en el parque de enfrente andando en bici?", le sugirió. Y él, en un día nublado, con un frío maligno, accedió sin vueltas.

La foto es hermosa. Salió grande, a dos columnas, en vertical. Ahí quedó estampado Máximo, sonriente, periférico y ágil, al lado de su historia de vida que impactó mucho, les aseguro. Porque al otro día y por varios días más fueron muchas las personas que decían ser gordas o conocer a alguien en crisis por su gordura y quisieron contactarse con él para que les cuente más.

Entre todos esos llamados no faltó el de Máximo. Todo aquel que escribe en un diario sabe qué se siente cuando llama un entrevistado: puede estar muy conforme o muy disgustado con lo que quedó finalmente en el papel. Pero a Máximo se lo oía feliz aun cuando me dijo casi con pudor: "Lástima que salió mal el apellido".

-¿Cómo que salió mal el apellido?, le pregunté y me pregunté indignada.

Entre el revoltijo de cosas que tenía al lado de la computadora manoteé el diario que, encima, ya había leído.

"¿Qué mierda habré puesto?", me preguntaba. Fui directo a la página (Máximo aguardaba en silencio del otro lado del teléfono). Y ahí, en la bajada de la nota, desde una de las cuatro líneas, como gozándome y logrando una de las cosas que más me avergüenzan de mí, estaba el degradante lapsus cálami.

"Máximo Garcano" había escrito yo en la nota, cuando en mi cuaderno borrador y durante la charla había quedado claro que Máximo se llamaba de apellido Gargano.

"Garcano", leí y releí e irremediablemente asocié la palabra "garca" al fallido (que llevé a mi sesión de análisis y ya no recuerdo en qué terminó).

No podía salir del bochorno. Me odié y también a él por su templanza, por entender cuando le dije que había sido un "error, involuntario... sin querer" (qué frase idiota, ¿a quién cuernos le fascina cometer errores?). Me enojé conmigo pero también con su paciencia ante mi explicación de que "había leído y releído la nota, pero no me había dado cuenta".

Una torpeza que él comprendió pero que no pude perdonarme más, menos ahora, cuando acabo de enterarme por el Pato Mauro que Máximo murió.

El otro día, al recordar esta anécdota paródica fui al archivo. Traté de darle pistas a Monono para que encuentre la nota. La hallamos por tema: "Obesidad". Y claro, no podía ser de otro modo si yo nueve años antes me había dedicado a vilipendiar el buen nombre de Máximo. Me pregunté: si se hubiera querido archivar la nota por su onomástico, ¿qué debió haberse leído en la tarjeta del fichero, Gargano o Garcano?

Tal vez haya que abrir una carpeta en el archivo del diario con una carátula que diga: "Notas con errores o con lapsus cálami". Luego se podrían hacer subdivisiones: "Errores importantes", "Errores vergonzosos", "Errores de enfoque", "Errores sin querer", "Errores graves", "Errores sencillos", "Errores numéricos", "Errores porque había otros problemas que distraían", "Errores con mala leche", "Errores repetidos", "Fe de erratas de errores" y... vaya a saber cuántas carpetas más. No importa. En alguna de ellas seguro que debería rearchivarse esta nota, junto a otras tantas mías que, como los lapsus, aún recuerdo con vergüenza.

POR LAURA VILCHE

foto: Silvina Salinas

miércoles, 28 de julio de 2010

Sin ir más lejos

miércoles, 28 de julio de 2010 15
Tengo alguna contradicción con ciertas políticas de preservación urbana. Pienso que es justo pedir la intervención del Estado para defender de la piqueta fácil ciertos bienes considerados de interés común. Pero opino también que a los cines se los defiende yendo a ver películas y a los bares, militando la copa.

Le adeudo esto último a La Capilla, al menos en los últimos veintipico de años. Deuda grande, que acaso pide un pequeño jubileo: salvar a todos los bares del mundo de esta forma es hepáticamente insostenible.

La noble patriada del Che Che no funcionó, y el bar cierra. Sobreviene la culpa pero, sobre todo, toma cuerpo la sensación de que parte de la propia historia baja con él las persianas. Uno viene a descubrir, como un salame, que la nostalgia por los bares muertos no era sólo un curro de otros periodistas para escribir crónicas melosas.

De hecho, las paradas en La Capilla eran bien concretas en los tempranos años 90, cuando en Avellaneda y San Juan funcionaba la vieja FM AZ93. En ese momento no era vieja. Por el contrario, era una broadcasting que estaba bien en la pomada. Su dueño era un reconocido disc jockey que peleaba la punta del mercado de los bailes adolescente. Y pibes y pibas escuchaban con devoción la música pegajosa e indescifrable que les entregaba como un solo y largo tema corrido eternamente en una cinta de Moebius.

Eso no era lindo, pero sí trabajar con gente como Verónica, Victoria, Gustavo, Cachete o el propio Fabio Nakamatsu, hijo del dueño de La Capilla y notable comentarista deportivo.

Mejor todavía se puso cuando armamos “Sin ir más lejos”, un informativo tan fuera de contexto en esa radio, como intenso en la forma de vivirlo. Casi en la prehistoria de nuestra profesión, con el pelado Schwarzstein, Hernán Lascano, Walter Palena, Florencia Crende, peleábamos el prime time de barrio Echesortu a las seis de la mañana. Norma López cubría la información del Concejo, con tanto interés que se quedó a vivir allí. Los columnistas: Mauricio Maronna, Osvaldo Bazán y Reinaldo Sietecase.

Era un programa gauchito y querible. Juro que parecía un noticiero de verdad. Había gente que hoy juega en primera. Y yo, puedo ufanarme, jugué con ellos en el potrero. Eran buenos tiempos. Al final, todos a La Capilla. Entre viejos de la edad que hoy nos ocupa, que jugaban al billar y atendían la quiniela, nuestra mesa se estiraba en charlas que, como la música de la AZ, son más o menos las mismas que veinte años después.

Un par de veces, casi de turista, volví. Hace poco fui a una de las convocatorias que se hicieron para intentar frenar su cierre. Otros tendrán más derecho a la nostalgia. No pasé toda la vida allí pero sí un par de buenos e inolvidables años. Lo suficiente como para necesitar escribir unas líneas que, lejos de cualquier originalidad, gracia e interés público, sólo buscan apropiarse humildemente de un rincón del pasado.

Es que en un mundo que odia a los piquetes pero venera a las piquetas, la orgía inmobiliaria podrá demoler ladrillo por ladrillo La Capilla y levantar en esa esquina un shopping, un casino, una torre, un estadio de ludo o un cosmódromo para que despegue la nave espacial de Menem que llega a japón en media hora. No importa. Ya no se quedará con mis recuerdos.

POR ALVARO TORRIGLIA

foto de Silvina Salinas

domingo, 25 de julio de 2010

Un diario de película

domingo, 25 de julio de 2010 1
Daniel Briguet escribió alguna vez que "la verdadera trascendencia" para el periodista de diario pasaba por descubrirse "en el papel con que el verdulero envuelve un kilo de papas o media docena de naranjas de ombligo".

Durante años, los que trabajé en diario de papel -el digital tiene sus limitaciones-, jugué el juego de Briguet: busqué, con mayor o menor suerte, el fruto de mi trabajo como envoltorio de verdulerías, cobertura de vidrieras a punto de ser inauguradas, protección para pisos donde hay trabajo de pintor.

Pero ninguna de las veces en que efectivamente encontré en esos lugares alguna nota en la que haya tenido algo que ver estuve cerca de sentir lo del viernes, cuando vi la tapa de una de las primeras ediciones memorables de La Capital en la que participé -en realidad de refilón- en el documental Muertes indebidas, de Rubén Plataneo.

Es el diario del 29 de diciembre de 1990, al día siguiente de que el entonces presidente Carlos Menem anunciara el indulto a los jerarcas de la dictadura militar, punto cúlmine de la política de impunidad que empezó Alfonsín con el punto final y la obediencia debida.

Ocurre muy de tanto en tanto: hay diarios que merecen ser guardados. Y en los que participar se vuelve un privilegio.

Es raro porque, por ejemplo, en el caso del indulto, esa noticia que estaba destinada a convertirse en histórica dolía. Pero, al mismo tiempo, producía una adrenalina, una excitación y, al mismo tiempo, una necesidad de buscar enfoques adecuados que hizo que el aprendiz que era en aquel momento -en rigor, mi lugar fue casi de espectador- sintiera que por primera vez participaba en algo periodísticamente importante.

Un viejo compañero que hoy anda haciéndose escuchar con su voz afónica en una redacción porteña solía decir en este tipo de situaciones: "Ahora me siento periodista".

Aquel diario generó, además, toda una conmoción interna en La Capital. Fue un click para un recambio generacional que se precipito desde entonces. Es que los viejos secretarios de Redacción, sobrevivientes justamente del diario de la dictadura, estaban paralizados, sin saber para dónde correr. Y esa edición quedó, entonces, en otras manos, las de los jóvenes integrantes de la sección Nacionales, aquel día con el Nene Casali a la cabeza.

El enfoque fue radicalmente diferente al que cualquier lector de La Capital hubiese esperado. Había una fuerte carga editorial contra la medida presidencial a favor de los genocidas, que empezaban a ser tratados como tales en el decano. Un título, que se ve en la película de Plataneo, marcó fundamentalmente esta línea: "Un abultado prontuario de actividades delictivas", decía, y la nota mencionaba uno por uno los crímenes por los cuales esos feroces asesinos que recuperaban la libertad gracias a la floja lapicera presidencial habían sido condenados a pasar el resto de vida que les quedaba en la cárcel tras un inédito y trabajoso juicio. Al día siguiente una bomba explotó en el busto de Ovidio Lagos frente al parque Independencia.

No lo hubiera recordado si no fuera por Muertes indebidas. Es una película que necesariamente moviliza, que emociona, que revela otras tramas de una historia que creíamos ya contada. Que explora en el dolor concreto de las familias de los desaparecidos y que, a la vez, ahonda justamente en las incertidumbres que eso genera: es fantasmagórico tener un desaparecido, no un muerto. Y convivir con fantasmas, muestra el relato, no resulta nada fácil. Aun así, se vive, y la memoria es un antídoto que ayuda a intentar ser feliz y construir futuro. Todo lo contrario a la impunidad.

Qué bueno que Plataneo haya puesto ese diario en su maravillosa película y no lo haya usado para envolver vasos en alguna mudanza.

POR DAMIAN SCHWARZSTEIN

sábado, 24 de julio de 2010

Después les cuento

sábado, 24 de julio de 2010 3
No estoy segura. Es algo que me suele pasar.

No estoy segura de escribir en este blog. De escribir en blogs (¿será ese el plural?).

El que invita dice que se puede escribir de cualquier cosa, que no hay obligaciones ni rutinas. El que invita es como el dueño del blog, no del cabarute, creo. Eso es lo que me da inseguridad, lo del cabarute, y encima con cinco lucas. ¿Si yo tuviera cinco lucas iría al cabarute?

No sé, admito que me produce intriga, que más de una vez escuché con insana curiosidad anécdotas al respecto. Recuerdo que una vez en el diario me “mandaron” a hacer una nota sobre los cabarutes y whiskerías (¿cómo mierda se escribe?). Y yo pensé: “¡Qué bueno!”. Era feliz, corrían épocas de cronista. Dos minutos después, dudé, más o menos como ahora. Era mina, ¿cómo carajo hacía para ir a un cabarute a ver qué onda sin que se dieran cuenta que era periodista?

El que mandaba era hombre y jefe. No abundaban las mujeres en la redacción, por entonces. Tampoco l@s cronistas. Habrá sido por eso. ¡Qué cabeza dura el tipo! No había manera de hacerle entender la complicación. “Buscate alguno que te acompañe”, me recomendó, sin dejar de preguntarme si ya había hecho la recorrida.

Y no había cinco lucas. Sí cabarute.

Primero le pedí a un amigo de fierro, me dijo que sí, arreglamos para encontrarnos, me dejó plantada. El lunes siguiente mi jefe la emprendió otra vez. “¿Y, fuiste?”, preguntó, mientras yo le ofrecía notas exclusivas por doquier. Pero nada, quería la del cabarute. “Ese es un tarado no puede sostener nada en la vida”, me dijo cuando le conté el plantón de mi amigo. Ese tenía un cargo en el diario, diríamos, importante. Era mi amigo, además.

Cada vez tenía menos ganas de ir al cabarute. “Buscate alguien serio”, dijo. ¿Alguien serio para ir al cabarute, tipo pareja swinger a ver qué onda? Busqué alguien más o menos serio. Y fuimos. Empezamos por las whiskerías. Era temprano, mi compañero quedó anonadado con las chicas en la barra. “Che, parecen de la facultad”, comentó.

Creo que no tenía mucha barra encima. O estaba lleno de prejuicios, no sé.

Algo de ambiente pude hacer y mínimas charlas con los tipos que atendían las barras. Encima mucha guita no teníamos para consumir. De eso hablábamos hasta que cuando íbamos a encarar el tercer boliche en el recorrido nos llamó la atención un señor en una mesa rodeado no sólo de un par de chicas sino de un par de caballeros a su alrededor. La cosa se estaba poniendo pesada. ¿Cuántos pasos más íbamos a dar antes de encontrarnos con algún “conocido” empresario y/o político? Un par, y lo constatamos.

Pegamos la vuelta. Y no hizo falta explicar mucho en la redacción.

Ahora ya entré a este cabarute, miro y después les cuento qué descubro. Mientras, voy pidiendo alguna copa, total con cinco lucas alcanza, ¿no?

POR LISY SMILES

foto: Sterling Ely, Creative Commons share-alike 2.0

jueves, 22 de julio de 2010

Qué hacer con cinco lucas, o con lo que no ponemos en las notas

jueves, 22 de julio de 2010 7
En una de mis primeras notas en La Capital me mandaron a cubrir el Tedéum del 25 de Mayo. Era 1993. En la Catedral hacía un muy pertinente frío de iglesia. Las autoridades estaban en los primeros bancos y los periodistas estábamos discretamente atrás, todos juntos. La misa tediosa como todas las misas tuvo su pequeño acontecimiento: se desmayó un monaguillo. Binner, que era secretario de Salud de la Municipalidad, se aproximó dando elegantes pasos de funcionario público y se reclinó al lado del pibe para asistirlo.

Al lado mío estaba Hugo Mario Melo. Por dos recientes obituarios que escribí alguien me dijo un poco burlonamente que yo abuenaba a los muertos. Aprovecho entonces para un descargo: con Melo, no way. Todo lo jodido que puede tener un tipo en este oficio él lo llevaba como un escudo heráldico. Era taimado, egoísta, mal compañero y de una mediocridad asombrosa. Pero con treinta y pico de años en Canal 3 el guacho tenía mas calle que un semáforo. Para moverse en un oficio donde las exigencias no son desmedidas eso le resultaba suficiente. Y además podía ser muy gracioso.

Al arrimarse al altar Binner quedó arrodillado a la altura de la cintura del monaguillo, que seguía nocaut y tumbado de espaldas. El obispo había parado la homilía y todo el mundo estaba en silencio siguiendo esa parte imprevista de la ceremonia. Ahí Melo nos miró a los que estábamos al lado y, envenenadamente, dijo.

-¿Saben por qué Binner se inclina de esa forma? Porque ahora, muy despacito, le va a soplar el culo como se hace para revivir a los canarios y van a ver que el pibe reacciona.

En ese momento dramático y solemne los que estábamos al lado empezamos a dar alaridos de risa. El arzobispo agarró el micrófono y dijo algo así como que estábamos en la casa de Dios y que nos retiráramos si no íbamos a guardar el respeto debido. Como pudimos, con esfuerzo, nos callamos la boca. Con la receta del canario el monaguillo se levantó y todo siguió su curso.

Volví al diario. Mi jefe, mostrando la expectativa caníbal de un feriado en que no pasa nada, me preguntó qué tenía. Le dije que todo había sido el bodrio previsible salvo la anécdota del desmayo. Cuando conté lo que había dicho Melo los que oían largaron la carcajada. Mi jefe pareció decepcionado, me dijo que escribiera 20 centímetros de la ceremonia y se fue.

Yo me quedé pensando que lo de Hugo Mario había sido lo mejor del día. Y me preguntaba si algo así debía morir aplastado por las boludeces invencibles que dice un cura en el sermón de un acto municipal. Todavía no lo tengo resuelto. Pero lo único que recuerdo de ese día de hace 17 años fue la anécdota del canario y no lo que terminé escribiendo.

Muy a menudo en cosas con destino de basurero que ocurren en el medio de las notas hay mayor sustancia humana que en ladrillos publicados en nombre del interés público. Hechos subsidiarios de la información en los que están vivos los sentimientos y las pasiones que reconocemos y nos identifican. Y, en vez de escribir de esas cosas, las ponemos a morir convirtiendo este laburo, a veces, en algo serio. En el sentido más burocrático y menos interesante de la palabra serio.

El juicio por el secuestro extorsivo de Axel Blumberg fue algo lo suficientemente serio como para que no se jodiera. Por eso, tal vez para no trivializar algo serio, de lo que sin embargo salió la reforma menos seria al Código Penal de la Argentina, un pasaje del juicio que armó un quilombo descomunal, y del que robamos el nombre para el blog, quedó sin prensa.

A la banda del Oso Peralta, que terminó con perpetua, la integraban otras diez personas. Uno de ellos era un pibe de 18 años que se llamaba Carlos Saúl Díaz. El Oso y los suyos habían estado implicados en otros secuestros. En una de las audiencias estaba declarando Díaz y el presidente del tribunal quería saber qué hacían con la plata de los secuestros. El pibe se hizo el otario y dijo que no se acordaba pero, advertido por el juez, empezó a contar que se compraban ropa, autos, celulares. Después se embaló y agregó que solían ir a burdeles del conurbano.

-A veces los cerrábamos sólo para nosotros, dijo.
-Explique más, le dijo el juez.
-Me acuerdo que una vez fuimos a uno y teníamos cinco mil pesos para gastar, dijo el acusado.

Pasado un instante, la repentina emoción que le trajo el recuerdo pareció superarlo. Miró al juez con una sonrisa golosa, como suplicando entendimiento para sus sensaciones, y dijo. “Su señoría, ¿usted sabe lo que es tener cinco lucas en el cabarute...?".

Fue un desmadre. La sala entró a corcovear, los periodistas se cagaban de risa, el juez gritó que desalojaba el recinto. Y eso no salió casi en ningún lado.

Aunque seguro que los que estuvieron ahí es lo único que recordarán de ese día.

POR HERNAN LASCANO

foto: Mrexcel, Creative Commons share-alike 3.0

miércoles, 21 de julio de 2010

En remís

miércoles, 21 de julio de 2010 1
"¿Adonde vamos? ¿A Vía Onda? Uh, pero ese lugar es jorobado... y a esta hora...".

Se notaba a las claras que el señor había lustrado con el mismo esmero el coche y sus mocasines. Las camisa planchada con apresto, la corbata a tono con el chaleco escote en V y las medias de lycra, la fragancia a pino dentro del vehículo y la cortesía de salir a abrile la puerta a la periodista y al fotógrafo: todo era parte de un mismo combo. Y una tenía el tupé de sentar su traste en el asiento trasero a las seis de la tarde cuando ya empezaba a oscurecer y así, sin más, decirle al señor: "Vamos a Avellaneda al 3700".

El señor me odió desde el retrovisor: sintió que su remís se le transformaba en calabaza, se arrepentía de haberme hecho subir tan galante a su auto, deseaba no haber recibido el llamado de ese viaje desde la base y definitivamente pensaba que, más que una periodista, yo era una chiruza que le había cagado la tarde.

Le importaba un carajo que yo le explicara que también para nosotros eran lugares díficiles pero debíamos ir porque era nuestro trabajo y que allí me esperaba un grupo de mujeres que peleaban contra el paco y por sus hijos.

Una mierda le importaba: el paco, la villa y mi discurcito reflexivo por la desigualdad social.

El sólo quería dejarme en una esquina y coordinar otra donde esperarnos a mí y al fotógrafo; un lugar cerca de ahí, en una avenida iluminada y transitada, donde poder esperarnos seguro (él y su remís). "Este es mi celular, apenas termine llámeme que vengo a buscarla", me dijo con desprecio.

También había querido que el fotógrafo que me acompañaba le saque la suela de la bota con la que le pisaba la puerta de su lado, y se lo dijo: "Poné el piecito en la alfombra pibe... ¿No ves que me ensuciás el tapizado?". (Hay que tener en cuenta que Celoria a veces es menos fácil que los remiseros).

Casualmente con Celoria fuimos otra noche, también en remís, hacia zona sur. Y sucedió algo similar. "¿A la 16? Jodida la zona...", dijo otro remisero cuando le pedí que fuéramos a la seccional de policía enclavada en barrio La Tablada.

El chofer dejó de ser amable instantáneamente cuando supo cuál era el destino y comenzó a hacer comentarios despreciables, pero aún escucharlos valió la pena. La escena que presenciaría luego en la comisaría era el regalo de esa tarde de laburo y no había palabras de remisero que pudiera empañarlas.

Entramos a la seccional donde telefónicamente me acababan de confirmar que estaban declarando el portero de una escuela y un alumno. La criaturita le habia encajado una trompada al señor y lo había amenazado de muerte. Pero no estoy escribiendo esto por ese episodio así que vuelvo a la comisaría.

Mientras esperábamos en el ingreso (luz mortecina, paredes celestes tirando a turquesa y olor barato como a creolina) una agente rubia, apretada en su uniforme y extremadamente amable con nosotros (tras ver al fotógrafo entrar) atendía el teléfono sin dejar de aclarar que estaba "como loca" con tanto trabajo y de sobreactuar manoteando el handy y el fijo al mismo tiempo.

A un costado de ella, el sumariante: un muchachito obsesivamente rapado. Con letra de primaria y tapando lo que escribía con el brazo izquierdo llenaba un libro de tapas duras y me decía, no sé si de mala manera o con obsecuencia, que no podía contestar a mis preguntas, que hablara con su superior, que entendiera que él cumplía órdenes, que debía retirarse a las 19 y que eran las 18.50 y no había terminado (todo esto, sin punto y comas, mientras me señalaba un reloj de pared).

A los dos, a la rubia y al sumariante, les cebaba mate una chica jovencita y agradable que hablaba de Ricardo Fort. No sé cual era su papel allí pero tampoco importaba.

En en ese lapso entraba y salía gente de la seccional pidiendo certificados de vecindad e información de las más diversa. A todos les decían que volvieran al otro día porque no daban "abasto" con tanto trabajo.

Un agente gordo y bajo, tal vez el subcomisario, era el vocero de esta situación. Y con él, precisamente, se dio este diálogo:

-Buenas noches, vengo a hacer una denuncia.
-¿Ah, sí? ¿De qué?
-Perdí la patente de mi auto.
-¿La perdió o se la robaron señor?
-Bueno, no sé. Me desapareció... La tenía debajo del asiento porque se me había caido y no la tengo más.
-Bueno, mire, eso puede esperar hasta mañana, no es urgente, nosotros ahora estamos muy ocupados, pero lo importante es que usted sepa si se le perdió o se la robaron...
-Le digo que no sé...
-¿Cómo no sabe señor? Si se le perdió radica la denuncia acá pero si se la robaron es distinto, eso es del orden de lo penal... Bueno, vaya a su casa, piense y vuelva mañana... Estamos desde las 7.

El señor se fue, nosotros también y sin poder hablar ni con el alumno ni con el portero golpeado y amenazado. La declaracion se demoraba y todos ahí dentro estaban muy ocupados. Y se venía el cierre, y la nota no era de tapa ni mucho menos... y algo había que poner. "Vení con lo que tengas", se suele escuchar en estos casos. Y una volvió con lo que tenía: frío, una foto mala (sin los protagonistas de la historia), no más datos que los que había dado la gente de prensa de la policía, el diálogo de la comisaría, y las quejas del remisero: una fija.

POR LAURA VILCHE

domingo, 18 de julio de 2010

Las remeras azules

domingo, 18 de julio de 2010 0

Hace muchos años, un oyente extrañamente convencido de atesorar un secreto ancestral le preguntó al aire a Osvaldo Bazán qué opinaba de los homosexuales. Usó el tono zumbón de la ironía pedorra, esa que pretende astucia, convencido quizás de estar arrastrando del fondo del placard a quien en rigor nunca ocultó sus preferencias ni detrás de una mesa ratona.

No le salió. La respuesta fue: “No opino nada, como tampoco opino nada sobre los que usan remeras azules”. Una afirmación tan limpia y clara, que no parece necesitar demostración. Sin embargo, por esas cosas de Dios, fue puesta a prueba una y otra vez.

El propio Bazán, que no opina nada de la homosexualidad, escribió uno de los más brillantes libros de historia sobre el tema, clave además para entender por qué hay que consagrar el derecho a que no sea materia opinable la decisión individual de hacer de cada culo un pito. Si quiere, claro está.

Pero como lo más difícil del mundo es pensarlo, la evidencia se vio forzada a ser discutida y convertida en categoría. Lo concreto pensado, diría Marx, a quien, como anotación al margen, no le gustaban los putos. (Tampoco consideraba que los habitantes nativos de las colonias fueran sujetos racionales pero echémosle la culpa a los prejuicios del momento y sigamos con los nuestro).

La semana pasada, felizmente, lo inopinable se institucionalizó con la votación favorable al matrimonio gay al cabo de un histórico debate parlamentario.

Hay un compañero de redacción y copas que sigue la transmisión de los debates parlamentarios con la misma pasión con la que mira el fútbol para todos. Un yeite, cabe decir, que se extiende en estas buenas épocas en las que la discusión política volvió a tener rating.

Pero, como él mismo confesó, no se enganchó en este partido como para aguantar la madrugada frente a la TV. Comulga (perdón) con la causa y saludó enfáticamente su victoria. Pero como espectáculo de esgrima argumental, el debate lo aburrió tanto como una discusión sobre remeras azules. Como debería haber sido desde el principio.

POR ALVARO TORRIGLIA

jueves, 15 de julio de 2010

Si Evita viviera

jueves, 15 de julio de 2010 0
Ninguno de los medios “serios” que cubrió con decenas de páginas la ley de matrimonio igualitario se animó a poner “putos”. Alguno tuvo la osadía de citar a la Agrupación Putos Peronistas, pero nadie escribió la palabrita letra por letra, sin comillas, a lo sumo eran homosexuales, señores homosexuales, aunque en todas las redacciones del país los chistes sobre esos señores homosexuales incluían la palabra puto. Que alguien se anime a afirmar lo contrario.

Aunque dudo de su veracidad (Google no me lo pudo corroborar), dicen que dijo Andrew Graham-Yooll que para hacer buen periodismo hay que tener una dosis de modestia, mucha paciencia, una cuota de cinismo y la convicción de que sólo vale la pena la honestidad. Y al cinismo le agrego: sentido del humor, si es humor negro mejor. Solamente con la ligereza del chiste fácil, la liviandad de la burla y la superficialidad de la procacidad se puede sobrevivir con cierta sanidad mental (poco frecuente en las redacciones) a la marea cotidiana de noticias terribles.

No era una noticia terrible la de anoche, era uno de esos escasos momentos en que todo suena a justicia y verdad. Pero igual, el chiste fácil, el doble sentido procaz: “Esta noche nos entierran los putos”. En una redacción, “enterrar” es sacar el diario más tarde de lo previsto por algún acontecimiento imprevisto. Y los putos son los que, en la crónica del día siguiente, serán los homosexuales. “Las minorías” dirá mañana el diario, y nosotros anoche les decíamos putos.

Solamente encontré en internet un periodista que en estas veinticuatro horas escribió la palabrita puto: Emilio Ruchansky, en Página/12, en una nota a María Rachid, de la FALGTB. La anécdota de Rachid es genial: dice que los anarquistas siempre estuvieron a su lado en la lucha por los derechos de los homosexuales. “Hace cinco años, cuando se supo que los neonazis iban a hacer lío a la Marcha del Orgullo, los anarquistas vinieron a enfrentarlos. Los neonazis les tiraban piedras y botellas. ¿Sabés lo que les gritaban los anarquistas?: putos de mierda”.

La Nación puso a dos periodistas a twittear desde el Congreso durante el debate de la ley de matrimonio igualitario. @msolamaya destrozó con total naturalidad el perfil moderado del diario. “Si Evita viviera sería tortillera”, dijo que cantaban en la plaza.

Me quedé en la redacción de La Capital hasta las 4.20 de la madrugada para subir a la web lo que estaba pasando en el Senado. En estas ocasiones, soy un tipo feliz, agradecido de tener este laburo: me encantaban los cierres en el diario impreso porque no hay nada mejor que las corridas de última hora, los cambios violentos, páginas que fueron escritas pacientemente durante todo el día y que desaparecen en cinco minutos, secretarios de redacción que apenas contemplan la escena y terminan balbuceando “mandala a filmar” cuando el trabajo sucio y desprolijo ya fue perpetrado. Estoy feliz con un poquito de adrenalina (la que debería tener este trabajo todos los días), saber que hay cinco tarados leyendo a esa hora, saber que algún día me voy a acordar de esta noche como me acuerdo del día que se murió Carlitos Menem junior, del atentado a la Amia, de Lapa, del 11 de septiembre, de la noche de Cobos...

Fue otro día de esos en que uno está convencido de que son históricos pero que si lo escribe en el título o en la volanta queda feo, muy feo, horrible. Los putos festejaban en el Congreso con la genuina y contagiosa felicidad de la reivindicación. Está buenísimo, que cada cual haga lo que más le guste con lo que más le guste. Fue un día histórico.

POR HERNAN MAGLIONE
foto: Rafael Anderson Gonzales Mendoza, Creative Commons share-alike 2.0

miércoles, 14 de julio de 2010

Pacino, Diego Armando

miércoles, 14 de julio de 2010 0
La continuidad de Maradona la debatimos todos pero sabemos que la democracia depende sólo del ferretero de la calle Viamonte. El problema con el Gordo es que el espíritu de tiempo parece poner al mundo en la abrupta elección entre defenderlo en bloque o africarlo sin compasión como los defensores de Camerún en el 90. Con tanto en el diome la opción es un tanto indigesta. Pero es irresistible quedarse un poco en ese toma y daca, en ese balanceo de todo o nada. ¿Por qué? Porque en esas opciones brutales aparece lo argento en máxima pureza. Lo que nos molesta de Diego es lo que nos molesta de nosotros mismos.

En las conferencias de prensa en Pretoria aparecía esa versión espontánea, autóctona e insuperable de la arrogancia argentina. Cuando el chabón mandaba esas de “hablaremos en la cancha”, “qué te pasa Schwainsteiger”, “tengo 23 fieras”, la idiosincrasia nacional quedaba marcada en lacre. Por lo menos aquella por la que nos reconocen y nos desprecian afuera. Se entiende la intención de preparar el alma para el combate, macerar el orgullo del atleta, pero por favor, uno suplicaba un freno de los cielos. No fue ninguna alegría la milonga con Alemania, pero chocar contra esa Luftwaffe que nos fumigó el orto en el segundo tiempo viene bien para que la bravuconada berreta no quede marcada como un camino para hacer escuela.

Sin embargo hasta en ese ámbito, en la canchereada y en la parte más gritona de Diego, no puedo dejar de reconocer lo que más me gusta de él. Que no es exactamente eso, sino lo que eso produce en los millones de tipos que sólo despreciando la parte más plebeya del Gordo pueden sentirse elevados, reconfortados, a salvo de su propia mediocridad. La clase de gente que escucha al diputado Fernando Iglesias y dice “que bien que piensa este muchacho”, los que odian todo lo que huela a gremialismo, los que esperan que la redención nos llueva de tipos como Biolcati.

Esa parte de Diego desafiante, jetona, de tipo que siempre a pesar de sí chapotea con su debilidad en la cañería en la que estuvo hundido me planta siempre en una de las tomas más impresionantes de Pacino en Scarface. Es cuando todo empieza a irse al carajo. Tony Montana cena con su mujer en un restaurante de lujo, discute con ella, arma un escándalo. Desde las mesas empiezan a darse vuelta y a mirarlo en silencio. Entonces Tony, nublado de merca y alcohol, intuyendo el fin que se le viene, tambaleando, tanteando el fondo de la ciénaga, les habla a todos.

“¿Qué miran? Ustedes no son más que una banda de cretinos. ¿Saben por qué? Porque no tienen huevos para ser lo que quisieran ser. Necesitan a tipos como yo para poder señalarlos con el dedo y decir: ése es el malo. Y eso, ¿en qué los convierte a ustedes? ¿En los buenos? No son buenos… Simplemente saben esconderse… Saben mentir. Yo no tengo ese problema. Yo siempre digo la verdad, incluso cuando miento”.

Como hacia todo, son contradictorios mis sentimientos hacia el Gordo. Pero ese me rompe el corazón. A ese lo quiero. Al malo que tantos necesitamos ver para asomar del sótano de nuestras vidas y sentirnos buenos. En esa escena de Pacino lo vi siempre a Maradona. Y a muchos de nosotros.

POR HERNAN LASCANO
 
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