lunes, 30 de agosto de 2010

Réquiem para las notas perdidas

lunes, 30 de agosto de 2010 20
Había que ponerle una funda al lavarropas porque quedaba al aire libre y se mojaba con la lluvia. Para encargarse vino a casa una criatura extraña. Un ser muy bajo, con los brazos pegados al cuerpo y la cara rosada. Usaba una camisa a cuadros con pantalón ombú que le daban el aire de un leñador en miniatura. Tenía 85 años.

Empezó a tomar medidas con un centímetro de hule amarillo, moviéndose como los futbolistas veteranos, despacio pero sin desaciertos. Cada tanto preguntaba algo y hacía unas anotaciones en una libretita. Noté su acento extranjero y le pregunté dónde había nacido. Contestó que era alemán. Pregunté de qué parte. Dresde, dijo.

No hacía mucho había terminado de leer Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut. Dresde fue blanco del ataque aéreo más devastador en Alemania al final de la Segunda Guerra Mundial, una tormenta de fuego aliado que se extendió dos días y mató a 35 mil civiles. Vonnegut era soldado norteamericano en Dresde y esa jornada doble en que cayeron cuatro mil kilos de bombas lo dejó insomne para siempre. Matadero Cinco fue el intento que hizo treinta años después para extirpar a sus demonios. Un libro raro que alterna pasajes para llorar de angustia y otros para explotar en carcajadas y que deja sin cerrar preguntas poderosas sobre la violencia humana.

Le pregunté al tapicero si estaba en Dresde en la época de los bombardeos. Se sonrió. Contestó que había venido a Argentina unos cinco años antes. Era judío y si no se las tomaba la historia que estaba a punto de oír probablemente se la contaría a Montoto.

Sigmund Waissman, tal su nombre, relató con simpleza en ese ratito sus prodigios de desterrado. Llegó en 1938 totalmente solo, con su familia hecha harapos y se estableció en una colonia alemana en Entre Ríos. Tenía 17 años. Se puso a trabajar en oficios diversos y conoció a una chica criolla de su edad con la que se casó. Mientras hablábamos sonó un celular que sacó de su camisa leñadora y mantuvo una charla cortita en alemán. “La patrona”, dijo al cortar. Pero cómo, le dije, no es que ella es argentina. “Sí. Pero en la colonia aprendió alemán. Usa muchas más palabras que yo y no tiene ningún acento”.

Me entraron ganas de entrevistarlo. De preguntarle por su escape cagado en las patas, por su soledad de transmigrado, por el armado de su nuevo mundo, por los casi 70 años de historia de amor con esa mujer que hablaba en alemán mejor que él, por averiguar cómo se entreveraba todo eso hasta formar la sonrisa pálida y tristona que tenía en la cara.

Cuando Sigmund volvió a traer la funda verde que hasta hoy cubre el lavarropas le propuse que me contara su historia con más detalles en una entrevista. Dijo que sí y le dije que lo llamaría la semana siguiente para combinar. Era el otoño de 2006. De más está decir que no lo llamé nunca.

Eso de las ocasiones perdidas me quemó en las manos el domingo pasado al abrir el diario y leer que se había muerto Fogwill. Las veces que una nota me pasó por delante y la dejé ir por vergüenza, estupidez, o pereza. Ninguna pérdida para el mundo, sólo para mí.

Leí a Fogwill por primera vez en 1984 en esa revista distinta de todas que fue Cerdos y Peces. Fue como correr una maratón con un cuerpo prestado: no me moví de lugar pero me quedé sin aire. Era una historia donde él acompañaba a un rastreador guaraní en el límite entre Paraguay y Brasil a buscar a un cazador de su tribu que se había perdido en la selva. El baqueano seguía al indio perdido mirando las copas de los árboles. De repente elegía un árbol, iba hasta el pie y encontraba mierda humana reseca. Entonces el tipo decía cuántos días habían pasado desde la cagada y quién era el autor.

La deducción no venía de un don sobrenatural sino de un código: los cazadores que se alejan mucho de la aldea tallan su caca como si fuera una firma, de manera que si la muerte los encuentra en el bosque la mierda se convierta en un mensaje para encontrar los huesos y devolverlos al poblado. Una sofisticación con el menos sofisticado de los elementos, el hecho de cagar vuelto acto simbólico.

No lo largué más. Lo seguí en El Porteño y en Tiempo Argentino de Timerman. Pese a toda su erudición académica me parecía un genio deslumbrante en estado salvaje. En Los Pichiciegos, que escribió en tres días durante la guerra de Malvinas, había un soldado que cavaba trincheras muerto de frío diciendo que lo que más quería en el mundo era culear y ser brasilero. Hace poco a propósito de un escritor que también se parecía a él y que también murió -Roberto Bolaño- el periodista que lo entrevistaba decía que cuando prendió el grabador se le vino la idea de que tenía enfrente un ave rapaz, de esas que tienen una visión privilegiada y pueden cazar presas mucho más grandes que ellos mismos. Eso mismo vale para Fogwill.

La única vez que lo vi fue en el Festival de Poesía del año 2008. Después de un panel lo divisé solo a la salida del Bernardino. La repentina idea de acercarme casi me hizo doblar las patas. En eso Eliezer Budasoff, periodista enterriano, vino a conversar conmigo. Y resulta que cuando Fogwill lo ve a Eliezer se arrima, le regala un libro y le dice que le encantó el reportaje que le había hecho semanas antes. Así que eso que yo veía como un dragón resollando llamas se había transformado en un abuelito tierno.

A los dos minutos estábamos los tres sentados en una mesa del bar de la plaza Montenegro. En ese rato le contó a Eliezer la historia de los judíos en Entre Ríos, me dio lecciones para nadar crol con un solo brazo hasta alcanzar un óptimo de dieciocho brazadas en veinticinco metros y recitó un poema de Vallejo interminable y buenísimo que decía:


Voluntario de España, miliciano
de huesos fidedignos, cuando marcha a morir tu corazón,
cuando marcha a matar con su agonía
mundial, no sé verdaderamente
qué hacer, dónde ponerme; corro, escribo, aplaudo,
lloro, atisbo, destrozo, apagan, digo
a mi pecho que acabe, al bien, que venga,
y quiero desgraciarme;
descúbrome la frente impersonal hasta tocar
el vaso de la sangre.

Todo lo conservo en el diminuto grabador digital donde registré todo clandestina y cobardemente.

Al día siguiente a mediodía Fogwill leía en el Museo Estévez. Fui a escucharlo y, si me atrevía, a pedirle una nota. No me animé y me fui después de que leyera un poema genial que se llama La Prensa Matutina y que desde entonces cuelga en un transparente atrás de mi escritorio. Mientras esperaba el 145 noté que salía a la calle, espigado como era y vestido de blanco de pies a cabeza. Me vio y se vino al humo. “Vas a nadar con un solo brazo o vas a ser tan pelotudo de no intentarlo y perdértelo”, me dijo. Le contesté que tenía los brazos cortos, que nunca iba a alcanzar una pileta con 18 brazadas. Pero ya no me prestaba atención. Adelante, en la parada, había una mujer a la que le calculé 50 años. “Ese culo me habla”, dijo. En un instante atómico, como si fuera un mago, estaba en charla franca con ella. Le hice señas a mi bondi y sentí al subir: “Che, vení al hotel a la tarde y seguimos hablando”.

Las notas que no hice sobreviven para torturarme con una tenacidad que jamás tendrán las que a duras penas hice. Al inicio de una tarde estábamos solos con Ariel Etcheverry escribiendo uno frente al otro en la Redacción y Oscar Moro pasó al costado nuestro. Con Ariel nos miramos con la boca abierta. A mí se me vino encima mi lejana vida en Buenos Aires, un emocionado viaje en el 29 de La Boca a Núñez para un show de Serú Girán en Obras Sanitarias en 1980.

No había casi nadie en el diario en ese momento. Moro había venido a Rosario a dar una clínica de batería. Estaba con su hijo y otro músico. Pasó de vuelta llevando en los ojos la expresión acuosa que descubre a los tipos que se zamparon muchas copas durante demasiado tiempo y ya no encuentran escondrijo. Yo temblaba como un boludo. Muy trabado, le dije desde mi asiento que todas las semanas de mi vida escuchaba el solo de “A los jóvenes de ayer”.

El hizo un gesto amable y pudoroso con la cabeza. Pero lo que nunca se me irá es la sonrisa sostenida de su hijo al escuchar eso. En esa mueca capté una señal de amor y orgullo hacia el crepuscular momento de su padre. Dijeron que se iban al bar que estaba al lado de la disquería Utopía y que si tenía ganas me esperaban ahí.

No fui. Después los de Espectáculos contaron que tuvieron que hacer una vaca para que el rey del rim shot, el campeón mundial vestido de carnicero en la tapa de La Grasa de Las Capitales, que se moriría en ese mismo 2006, reuniera los cincuenta mangos que salió alquilar la batería para dar la clínica.

Lo que no pudo ser hecho o no quisimos hacer son acciones concretas y están ahí como las marcas que enroñan las paredes cuando baja el agua de la inundación. Será porque lo pendiente aprieta que, con una sensación augusta de miedo, hace unos minutos agarré el teléfono y marqué un número. Atendió una anciana que de muy joven se las arregló para aprender alemán en una colonia entrerriana. Me contó que el mes pasado la persona por la que yo preguntaba, Sigmund Waissman, había muerto de una disfunción coronaria. Fue el 17 de julio. Tenía 89 años.

Quiso saber para qué lo llamaba. Mencioné la funda del lavarropas de hace cuatro años, la charla sobre Dresde, mi curiosidad retardada en más de un sentido. Me contó que Sigmund le había dejado una carta en alemán que ella encontró al volver del sepelio. El tenía una caligrafía redonda pero como no estaba bien los trazos le habían salido torcidos y por eso debió pedirle ayuda al nieto para descifrar qué le decía.

Dijo que era una carta muy hermosa y que me la podía mostrar. Y que si me interesaba podía también contarme muchas cosas sobre Dresde, porque había ido allí dos veces con Sigmund. Quedamos en vernos este viernes, a las cinco de la tarde.

POR HERNAN LASCANO

foto de Fogwill: Matías Fernández con licencia Creatice Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 2.0 Generic
foto de Moro: robada de Kamaka's Blog

sábado, 28 de agosto de 2010

Papel, papel: el que lo encuentra es para él

sábado, 28 de agosto de 2010 7
Con esto del revuelo en torno a Papel Prensa, una interesante discusión se generó en El Desgano. En el pasillo, por supuesto.

Primera contradicción: ¿justo ahora el papel de diario va a estar más barato, cuando a algunos medios medios se les ocurre ver si pueden encontrar el negocio en el periodismo digital? Con lo cual las mentes creativas -que, reitero, sólo aparecen en el pasillo- comenzaron a lanzar los mil y un usos posibles del papel de diario.

— Envolturas varias, verdura, huevos, ferretería, etc.

— Gorrito de papel para pintar.

— Votos y más votos.

— Aparición con vida de los periódicos barriales.

— Papel moneda, pero con papel de diario.

— Para paliar el frio.

— Para hacer abanicos descartables ante la ola de calor que seguro vendrá y provocará apagones múltiples.

— Papel picado para la cancha y cuanto acto ocurra, incluso para las piñatas de los cumpleaños.

— Pasta base.

— Producción de papel mâché a gran escala con el cual se pueden realizar múltiples objetos, desde simples bandejas a muebles, y lo que se imaginen.

— Limpieza de vidrios.

— Para recoger basura.

— Para emparejar las patas de una mesa.

— Para recoger las deposiciones de mascotas o para enseñarles a hacer sus deposiciones.

— Para envolver vajilla en desuso o durante una mudanza.

— Para tapar muebles o pisos cuandos se pinta.

— Para matar moscas u otros insectos, o para ser usado para aplicar correctivos.

— Contra la humedad en los días de lluvia.

— Para que algunos gerentes se hagan unas extras y aprendan un oficio (ustedes me entienden... Patapúfetes!).

— Para recortar, en tanto las maestras sigan empecinadas en enseñar el alfabeto a los niños con métodos antiguos.

— Para arrancarle el pedacito en blanco y escribir a las apuradas un número de teléfono.

— Como relleno de bolsos y carteras en los negocios del ramo.

— Para prender el fueguito del asado.

— Para que los asesinos seriales recorten sus letras y escriban sus amenazas.

— Como papel higiénico en situación de emergencia.

Vieron que sus usos son múltiples. Cristina, ¡ojo! No sólo con el papel se maneja la prensa escrita... Compañeros: ¡Por la liberación del papel de diario ya!

POR LISY SMILES

martes, 24 de agosto de 2010

Contra el destino de basurero

martes, 24 de agosto de 2010 10
Abajo y a la izquierda de la página de inicio de este "Cinco lucas..." se lee: "Por qué. Porque, muy a menudo, en cosas con destino de basurero que ocurren en el medio de las notas hay mayor sustancia humana que en ladrillos publicados en nombre del interés público".

La nota que sigue se publicó en versión reducida este domingo en La Capital. Varios párrafos perecieron ante el tirano espacio de los domingos donde la publicidad se come a las páginas como un Pacman. Acá va completa, contra el destino de basurero y el rescate de sustancia humana de las palabras de Guerriero.


“Soy dura: prefiero que el entrevistado cuente y que la sensibilidad quede en el texto”

Lo dice la periodista Leila Guerriero, reconocida internacionalmente por sus crónicas y perfiles y premiada por la fundación Nuevo Periodismo de García Márquez

Dura. Duro lo que narra, dura cuando critica al periodismo, duro su rostro en las fotos, dura y exigente con ella misma y su trabajo. Leila Guerriero, nacida en la ciudad de Junín en 1967, premiada y reconocida por sus crónicas y perfiles, aunque no se formó en facultad de periodismo alguna, lo reconoce. “Soy una dura, lo que no significa ser insensible. Flaco favor le hago a una historia si me pongo a llorar en una nota con alguien que está consternado. Prefiero que el entrevistado me cuente y que la sensibilidad quede en el texto”.

Y esa sensibilidad queda. Basta leer sus dos libros para comprobarlo: “Los suicidas del fin del mundo”, donde investigó una cadena de suicidios en la ciudad de Las Heras, provincia de Santa Cruz, y “Frutos extraños”, una compilación de trabajos publicados en el país y en el exterior; historias de unos 25 mil caracteres (o más). Algunas son mediáticamente conocidas, como la de Romina Tejerina, el Equipo Argentino de Antropología Forense (que identifica restos de desaparecidos en la última dictadura militar y cuya crónica premió la Fundación Nuevo Periodismo, de García Márquez), Yiya Murano y el empresario de la carne José Alberto Samid. Otras, domésticas, como la del supermercadista chino de su barrio.

También en este segundo texto analiza y reprueba a las mujeres "histéricas", las "pesadillas" de los city tours, los "enfermos" de la vida sana y "las mentiras" del periodismo. Filosa y dura, cuesta leer que las dedicatorias de sus dos libros se las haya dedicado tan tiernamente a Diego, su pareja desde hace 15 años y su "par" según dice.

Invitada por la Fundación La Capital, y en el marco del taller “La escritura de la crónica” que dicta Osvaldo Aguirre, Guerriero dio cuenta de cómo entra y sale de las vida de sus perfilados.

—Disponés de hasta tres meses para contar una historia. ¿En ese lapso, cómo es el tiempo de la investigación y de la escritura en tus crónicas?
—Bueno, no trabajo todos los días para la crónica durante esos tres meses, pero es cierto que cuento con mucho tiempo. Hay cosas que no podés hacer ni en una semana ni en dos. Primero entrevisto, compilo mucho material y recién después escribo. Cuando le hice el perfil a Jorge Bocetto, un doble de Freddy Mercury, estaban los músicos en su casa y en un momento a uno le dio diarrea. El Freddy Mercury falso fue quien salió a buscar las pastillas para la diarrea: ése momento, que te regala la realidad, te dice todo de una banda clon. Con el Equipo de Antropología Forense fueron también muchos meses pero había un motivo, pasaba que no aparecían las exhumaciones que yo quería ver y hasta que no apareciera eso yo sabía que mi crónica no había terminado. El de la escritura es un tiempo aparte: me llevó 15 días escribir la crónica de los forenses. Cuando escribo una crónica me encierro en mi casa y no salgo ni a pagar un impuesto. La crónica debe reposar, necesita tiempo, y pocos medios gráficos están dispuestos a darlo.

—En tu último libro, de todos modos, rescatás al que puede hacer el periodismo de un día para otro, si bien sos muy crítica sobre cómo se escribe y cómo se edita.
—Es que por un lado no todo debe ser narrado. No se trata de que la conferencia de prensa del ministro de Economía que habla del aumento de precio de los chinchulines comience con un «Esa mañana el ministro se despertó y no encontró los calcetines al pie de la cama y sintió que había una premonición extraña...». Pero por otro lado, no dejan de sorprenderme los suplementos de turismo y deportes. Son aburridos. ¿Cómo puede ser que las notas que cuentan cómo juega la gente sean todas iguales? Falta mirada, algo que va más allá de escribir un sujeto y un predicado. No quiero cargar las tintas sobre los editores que sufren muchas presiones, pero creo que han perdido la fe cuando repiten que los lectores ya no leen y entonces publican textos muy cortos adornados con reacuadros, infografías, mapas. Subestiman al lector en lugar de mostrar una gran nota bien escrita.

—También criticás el uso de las primera persona en la crónica y de algo que de tan habitual parece menor: el uso o no de grabador en una entrevista.
—No puedo creer que se hable con alguien apuntando en una libretita: es policíaco y antinatural. Es importante reflejar el habla de la gente, y no lo hacen igual un gay ilustrado de Palermo que un travesti del conurbano. En cuanto a la primera persona en la crónica la evito: no me gusta, me parece masturbatoria, salvo en caso de experiencias intransferibles de otro modo. La protagonista debe ser siempre la historia.

—No obstante en cada una de tus crónicas aparecés dialogando brevemente con el entrevistado.
—Porque para mí los diálogos iluminan el texto, lo hacen respirar, le dan un sentido sonoro y visual. A las crónicas las monto como a una película: como si estuviera pasando fotogramas. Para escribir en gráfica, para editar, hay que leer mucho, sobre todo ficción, y también ver cine. La estructura visual es vital. No es necesario pasar por la facultad para ser buen periodista: nadie enseña a ser curioso, escribir bien y tener sentido común.

—Decís también que la mayoría de los periodistas quieren ser escritores, ocupar el lugar de la Justicia o dedicarse a las historias ligadas a las catástrofes y tragedias.
—Por un lado no creo que ser escritor sea mejor que ser periodista; por otro, creo que el periodismo de denuncia e investigación está bien pero no puede ser el único periodismo serio posible. El lugar del periodismo no es juzgar, una cosa es reclamar y otra hacer una Justicia berreta, botona, como la del periodista que aporrea el mostrador y dice: «¡Qué barbaridad!». O el de la de la cámara oculta al marido de la actriz Beatriz Salomón. Y con respecto a los temas, entiendo que periodistas y editores sintamos una deuda con los desnutridos o marginados, pero me pregunto, por qué un periodista serio no puede hacer un gran perfil de un millonario argentino como Ricardo Fort. No para tomarle el pelo, hacer mofa de su silicona, saber si es o no gay. ¿Por qué dejar el mundo de las clases altas y del espectáculo en manos frívolas como las de las revistas Caras y Gente o los programas de chimento? Creo que nos da vergüenza o culpa poner el foco en historias amables.

POR LAURA VILCHE

fotos de Marcelo Bustamante

lunes, 23 de agosto de 2010

Gráficos en el mundo real

lunes, 23 de agosto de 2010 6
Algunos consejos para hacer infografías que no aparecen en los manuales.

Trigal

GZ: Acá dice mil toneladas… mil toneladas de qué… ¿toneladas de mierrrrda? (dientitos apretados, ojos en mis ojos).

Yo: Arriba, en el subtítulo, dice “Exportaciones de trigo”.

GZ: Ah… bueno, sacale el título y poné mil toneladas de trigo...

Ese diálogo con mi ex jefe GZ allá por 1998 me hizo notar que muchas veces lo que uno cree que es claro a veces no lo es.

• A no ser que usted provenga de algún país de Oriente o de escritura semítica, es conveniente que la referencia aparezca en la parte superior de la infografía. De manera de poder entender lo que sigue.

Títulos genéricos

• Son aquellos a los que se les puede echar mano cuando no aparece nada mejor. Ejemplos: “En números”, “Las cifras de…”, “Radiografía” (o “Anatomía”) de…”, “Ubicación”, “Cómo llegar”, “Para tener en cuenta”, “Principales características”, “El mapa de…”, “Zona de riesgo”, “Los últimos casos”, “Cronología”...

Estadísticas

• Si hay más de cinco partes en un gráfico torta, las últimas se suman bajo el rubro Otros. Es decir: si usted es del partido político Z y quiere saber cuánta gente podría votarlo se debe conformar con saber que está dentro del 28% que integran, además, otras 11 agrupaciones políticas.

• Si la suma de una torta no da ni a palos 100% se genera el improbable rubro Otros o Ns/Nc y allí se manda lo sobrante. Si esos rubros ya están, todos los remanentes se agregan ahí.

• Si hay una gran diferencia entre un ítem y otro, evite las proporciones. Es decir, si A tiene 3 y B 1.400.000 puede ser que A desaparezca o que para que aparezca B deba necesitar una página de dos metros de altura.

Mapas

• Si bien es aconsejable, no siempre es necesario poner la ciudad donde se edita su medio como referencia. Si un crimen ocurrió en una calle de Ushuaia no ubiquemos, por ejemplo, a Rosario en el mismo mapa y en la misma escala.

JL y las convenciones

Para un mapa, el norte es lo que queda hacia arriba. En consecuencia, el oeste está a la izquierda y el este a la derecha. Este supuesto no siempre ha funcionado con el secretario JL. Una de esas veces fue durante la confección de un esquema sobre la autopista Rosario-Córdoba, para la tapa del diario. Era una franja con un trazo que unía dos puntos. A la izquierda, el primero (Córdoba), en el extremo derecho Rosario y en el medio las otras localidades. Llevé el gráfico a corregir y noté que JL lo giraba, o inclinaba la cabeza para verlo de otro modo.

-Esto está mal, dalo vuelta…
-¿Qué cosa?
-Córdoba está acá (me dice señalando Rosario).

Luego vino un interminable diálogo en el que su compañero (SR) lo apoyó al estar ante la duda, mi jefe me dijo “no te pongás loco, hacé lo que te dice” y otras voces.

Todo se selló con el casi irrefutable:

-Yo soy el que acá da las órdenes…

El mapa salió “dado vuelta”. Al otro día, camino al trabajo lo vi mil veces mal en los kioscos de la peatonal. Sentí una vergüenza ajena que era mía. Llegué y me encontré a JR apenas traspasé la puerta.

-¡Quedó linda la tapa, eh! Vos qué decís? (en busca de asentimiento)
-(la remanida explicación)
-Nosotros estamos más allá de las convenciones…

Recursos infográficos

Es algo a lo que se echa mano cuando no hay más alternativa. Como es casi indefinible se lo denomina así. Entre ellos:

• Punteadito: es la enumeración de hechos y cosas precedidos, por lo general, por un bolito, símbolo o número. Una lista con onda, digamos.

• La fotinfo: algo así como una foto con un poco de texto encima o al costado, de gigantescas dimensiones para ocupar un espacio generoso. Ejemplo: una foto de 80 cm² con un dato relevante, del tipo “1 es el día que falta para mañana”.

Relativice el valor de una info

Si le solicitan un gráfico y luego le adosan la frase “Dale protagonismo, lucite” significa: “No tenemos fotos ni texto con qué llenar este espacio”.

Dos formas de saber si una info está buena

• Si nuestro jefe la quiere mostrar a la secretaría de redacción atribuyéndola a su gestión.

• Si no la entiende cierto secretario de redacción.

El goleador que no fue

En 1996 Eliseo Trillini hacía una página en el suplemento deportivo Ovación sobre fútbol de las ligas del interior de la provincia. Una tarde me presentó a un muchacho de un equipo de Bombal que, según me dijo, convirtió un gol de más de media cancha.

-Vamoadale protagonismo al pibe. Quiero que shalga una info con el detalle del gol... Contale, contale... (le dijo al asombrado muchacho).

Trillini se retiró unos minutos y el pibe me dijo:

-La verdad es que no fue tan así. La cancha estaba llena de pozos. La pelota iba al rastrón, rebotaba por cualquier lado y por eso fue gol...

Al otro día una foto a todo el ancho de página (formato sábana) abría la sección. “El cañonero de Bombal” decía el título. Abajo aparecía el goleador, sonriendo, montado en uno de los cañones del Monumento a la Bandera.

• Si en el después de un partido puede haber errores, antes de ellos puede haber aún más. Sobre todo si hay una pretensión cuasi-científica para elaborar una cancha en la que debe mostrarse cómo se parará un equipo. “Mové a este jugador dos milímetros más arriba, porque es ahí donde juega” alguna vez escuché.

Las fuentes

* Si se consulta un libro o a algún especialista, al pie de la info debe colocarse “Investigación:…”. Eso hace que parezca que hubiera un gran trabajo detrás y que usted se tomó la tarea con rigor. Si en realidad buscó algún dato para zafar en internet, evite poner “Fuente: Taringa!” porque eso hará que lo maltraten con rigor.

Recursos novedosos

• No abuse de algunos recursos. Es habitual ver que haya infografías que se representan sobre papeles rotos, con cintas adhesivas, tipografías novedosas, etc. Si un colega hizo una sobre el mate y pintó algunos gráficos con yerba no lo imite en una similar sobre el sistema cloacal de la ciudad.

De cómo guardarlas

Finalmente, unos tips para una parte del proceso que no es menos importante: el archivo.

• Es importante que a una infografía la podamos buscar fácilmente. Es decir, elijamos un nombre simple, breve y entendible. Evite usar mensajes en clave para recordar su ubicación porque después nos pueden acarrear problemas.

Ejemplo 1. Cierta vez Trillini (nuevamente él) buscaba desesperadamente un gráfico que había hecho un compañero mío. Se me instaló al lado muy enojado y me dijo que no se iba hasta que lo encontrara. Busqué hasta que lo encontré. Abrí el documento y se lo mostré con un inocente:

-¿Es esto, Eliseo?
-Sí... Mostrame qué dice ahí... me dijo visiblemente ofuscado y señalando el nombre del archivo.

Con el tembloroso índice de su mano derecha recorrió sobre la pantalla cada una de las letras del documento: “PAL CHOCHAN”.

Ejemplo 2. Más cerca en el tiempo, otro compañero guardó una infografía para Espectáculos. La había encargado un periodista con una leve tendencia a la tartamudez, que vino a reclamarla para su publicación. Sinceramente no la encontraba por ningún lado hasta que él mismo la descubrió. Decía “PARA PE-PEDRO”.

-Qué-qué hijos de puta!... exclamó.

POR JUAN CARLOS ESCOBAR

foto: Jurema Oliveira, bajo licencia Creative Commons Attribution-Share Alike 3.0 Unported

miércoles, 18 de agosto de 2010

Una nota menos, una vergüenza más

miércoles, 18 de agosto de 2010 3
Bulto bajo manta grasienta. Un movimiento espasmódico sacude la oscuridad untuosa que se adivina bajo el amasijo, que hace las veces de cama para alguien, allí en la calle, en la avenida Columbus, San Francisco, California. La imagen me quedó grabada, permaneció en mí mientras me alejaba del lugar. Sobre todo la violencia eléctrica, mecánica, de ese secreto movimiento que se produjo debajo.

Me encontré a pocas cuadras con otro homeless, una mujer de mediana edad que de alguna manera habitaba, ocupaba y recorría el metro cúbico enmarcado por trozos de cajas que era su hogar, y entonces comencé a pensar en una estructura, en un encadenamiento de datos, unas líneas de descripciones que podrían convertirse en una nota: retrato de una persona que vive en la calle, una mínima radiografía de la pobreza en los Estados Unidos.

Extraje del bolsillo la libretita marca “Triunfante”. Cuarenta hojas a rayas, pero con índice telefónico. La había comprado muy apurado, minutos antes de dejar Rosario, y en ese último kiosco sólo había libretitas con ese inútil índice telefónico que ahora, no en aquel momento de “inspiración” claro, sino ahora, me parece indicativo de otras inutilidades.

Una buena descripción del entorno, contar en qué parte de la ciudad me encontré con esa persona, cerca de qué (para contrastar con la opulencia y la exquisitez de otros sectores de San Francisco), y fundamentalmente algunas palabras del homeless, un párrafo sería suficiente, pensé, mientras apuntaba algunos datos en la página que llevaba la pestaña con la letra F.

En una calle lateral, bastante más oscura que la avenida, aparece el candidato. El hombre acomoda sus bolsas en un rincón, como buscando un lugar donde pasar la noche. “Con las primeras sombras, esa escena se repite en cada una de las ciudades de los Estados Unidos”, pensé antes de encararlo, y lo pensé con las comillas y todo, como citando la nota nonata.

Faltaban todavía dos metros para llegar al tipo, pero no fue necesario dar un paso más. Un gruñido, seco, pastoso. Y un movimiento de brazos como las aspas de mi vergüenza. Retrocedí. Desanduve el camino desde el rincón oscuro y volví a perderme en la iluminada Columbus. Pero todavía, profesional, cronista, iba en busca de otra “fuente”.

Apenas tres cuadras más adelante demostré no haber aprendido la lección. En esa ocasión al tipo le alcanzó con el lenguaje gestual, el minimalista pero contundente mensaje de los ojos. Una mirada penetrante, de lástima, desprecio y furia, surgió de entre los jirones de color indefinido, en medio de la oscuridad olorosa.

¿Qué harían Horatio Algin y Hugo Mario Melo en una ocasión como esta?, me dije avergonzado, recurriendo a la auto ironía, como todo buen burgués bien intencionado y en retirada, mordaz aun en pleno fracaso. Me alejé, con todas mis buenas intenciones a cuestas (la otredad, la voz de los que no tienen voz), y toda la sarta de frasecitas que se vienen abajo apenas alguien nos desnuda. “La prepotencia del ignorante ante lo que no comprende ni jamás comprenderá”, anoté en la F, como quien toma apuntes para una no nota.

Hay una expresión elegante que alecciona sobre la necedad de quienes pretenden dar el paso más largo de lo que le permite la falda. Los anglosajones prefieren construir la máxima haciendo referencia a que no hay que meterse en la boca más de lo que uno es capaz de masticar. La más usada en nuestra cultura expresa la cuestión del límite con referencia a culos y a las alturas donde ellos pueden o no defecar.

En la “Triunfante”, sólo cuatro páginas más atrás, en la marcada con la C, encontré la salvación. Apuntes. Anotaciones vírgenes, tomadas tres días atrás y todavía no convertidas en nota. No tenía que hablar con nadie. No era necesario buscar estadísticas sobre la pobreza en Estados Unidos ni los homeless. Allí estaban los datos, esperando, ávidos. Me senté en un bar, pedí una cerveza y arranqué, inaugurando la página de la G: “Cabeza: Una experiencia única que bien vale los setenta dólares de la entrada. Un entreteniendo para toda la familia…..”. En un rato la tengo lista, dije. El tour en los Estudios Universal de Los Ángeles había estado bueno.

POR PABLO BILSKY

sábado, 14 de agosto de 2010

Hermanos

sábado, 14 de agosto de 2010 11
Seguramente él no está ni cerca de sospecharlo. Pero mi hermano mayor tiene mucho que ver con que yo sea periodista.

Fue, al menos, el que -insisto, sin saberlo- abrió una primera puerta: nunca se me había ocurrido que podía ser otra cosa que médico, como lo es él y como lo era mi papá, hasta que comencé a leer las revistas Humor que mi hermano mayor traía a casa.

El tendría 17 años y yo 13, todavía antes de que terminara la dictadura. El compraba la revista y la leía en su pieza. Yo aprovechaba cuando se iba.

No, no es que apenas vi Humor nació un interés súbito por los textos periodísticos. En realidad primero fueron los dibujos de Viuti y Grondona White los que acapararon mi atención.

Pero con el tiempo -y fundamentalmente con la costumbre que no puedo dejar desde entonces de leer cada vez que el baño llama- fui descubriendo las notas que después soñé con escribir yo mismo: las de Enrique Vázquez, Luis Gregorich, el gran Osvaldo Soriano, Horacio Verbitsky, Jaime Emma y Gloria Guerrero, en sus -perdón, pero está servido- gloriosas páginas sobre rock.

Recién ahora caigo en este aporte clave de mi hermano mayor para que yo dejara de lado el mandato paterno de estudiar Medicina, a pesar de que de la boca para afuera mi viejo -que se murió cuando yo tenía 15- siempre decía que éramos libres de elegir el camino que quisiéramos.

Debe ser porque Sabrina, una compañera de Rosario3.com, me dice que encontró en su casa una pila de revistas Humor y su marido, Pocho, supone que me pueden interesar.

Tiene razón Pocho. Pero para no agregar desorden a mi casa, tomada en estos años por hordas infantiles, y porque aparece un buen guardián para el tesoro, la colección termina en otro lado.

La casa de Lisandro es un típico departamento de muchacho soltero. Ahí sí, todo lo del dueño tiene lugar. Y si no, se hace, pues no hay que poner cosas de nadie más. Las revistas Humor, acomodadas una sobre otra en un estante bajo, me remiten necesariamente a otra época: es como estar en la pieza de mi hermano mayor, en la casa familiar de calle Córdoba.

Esa habitación siempre fue un lugar deseado por mí. Por las revistas y por otros tesoros, como los discos: Genesis, Cat Stevens, La Máquina de Hacer Pájaros, Eric Clapton. Sí, también en gustos musicales me influenció mi hermano mayor. No creo que él se interesara por las cosas de mi pieza: los libros de Emilio Salgari, las raquetas, las botellitas en miniatura de licores, la colección de estampillas, eran cosas de niño.

Supongo que debe pasar con todos los hermanos mayores. Son una suerte de guía. Y no aceptan ser guiados.

Cuando éramos chicos, mi hermano mayor me llevaba a la escuela, me enseñaba a cruzar la calle, a moverme en colectivo, no siempre en forma amable.

El primer beso en la boca se lo di a una nena del barrio. Tenía 8 años y la llevé al baño de la cochera del edificio donde vivía. Antes, mi hermano me dio indicaciones: “Abrí la boca y mové la lengua”.

En esa época vivíamos en pasaje Cajaraville y compartíamos el dormitorio. Entonces, los discos, las revistas, no sé si eran de los dos -seguramente no- pero al menos lo parecían. Sonaban Los Beatles y mi hermano y yo, encerrados en la habitación y valiéndonos de una raqueta Dunlop y otra Slazenger como guitarra y bajo, éramos Paul y John.

Otra veces salíamos al parque Urquiza –mi papá nos había regalado las camisetas de Newell’s, la mía con el 10 en la espalda y la de él con el 9- y éramos Zanabria y Oberti.

Lo recuerdo como momentos felices, en los que él era mi hermano, no mi hermano mayor.

Pero está bueno tener hermanos mayores. Diego, el mío, me subió a una bicicleta, me dio instrucciones para amar, me llevó a mis primeros recitales -el recuerdo es vago, pero creo que fueron Alas, Crucis, Charly (con la Máquina) en el teatro La Comedia y Spinetta en El Círculo-, cuando al resto de los chicos de mi edad ni siquiera les daban permiso para ir al cine a ver la película Melody. Y, años después, dejó al alcance de mis manos las revistas Humor, esas que se convirtieron en la primera ventana al relato de un país que era muy diferente al que yo creía hasta entonces.

¿Estaría ahora escribiendo en este blog que compartimos con otros hermanos que me dio la vida sin aquella brisa inicial? Nada más antiperiodístico que intentar responder esa pregunta.

POR DAMIAN SCHWARZSTEIN

miércoles, 11 de agosto de 2010

Acá va título

miércoles, 11 de agosto de 2010 12
Los títulos de las noticias son una porquería. Sí, los títulos que escribimos nosotros. Casi nunca son como uno querría: a veces son un poco más amarillos de lo necesario, otras demasiado informativos y formales. O no dicen todo lo que deberían decir, o revelan más de lo que el desarrollo de la noticia necesitaría. Son demasiado pretenciosos, o muy chicaneros, o directamente son mentira, o son una parrafada que tranquilamente podría reemplazar la cabeza del material.

Al principio les tenía pavor. Siempre me resultó realtivamente sencillo escribir una noticia, una crónica, más todavía una nota de color. Pero llegaba al título y me ponía verde, intranquilo, prendía un cigarrillo tras otro (en aquellos días la Redacción era un fumadero que, visto a la distancia, resulta una imagen intolerable incluso para los más adictos), daba vueltas y el título no salía, y el que parecía correcto no entraba, y el que entraba era horrible. Alguien me recomendó que en ese momento fuera al baño: "Los títulos me salen cuando meo", todavía asegura.

Con el tiempo me acostumbré, les tomé la mano, les encontré la vuelta, pero jamás pude pavonearme de haber escrito el título perfecto.

(Aunque era fácil congraciarse con Maronna, sólo había que buscar el nombre de una película o un libro acorde y, tal vez, darle un pequeño giro: “Final del juego”, “Amanecer de una noche agitada” o “Primeras imágenes del naufragio” eran suficiente para que nuestro jefe en Política hiciera F2 -para guardar- y le diera C -para mandar a “fotocomponer”, probablemente el término más anacrónico que sobrevive en la Redacción-. “Funes el memorioso”, insinuó Vallejos para una entrevista con El Chango Funes y, por supuesto, así quedó impreso)

El día que la Alianza derrotó al Carlo, a Alvarito se le ocurrió un título genial: “De la Rúa se aburrió de contar votos”. Pero lo propuso cuando ya estábamos tomando cerveza en El Amanecer, el único boliche que quedaba abierto en Rosario a las tres de la mañana. Alvaro es un gran titulador: “Con la soja al cuello”, recuerdo ahora, y se me dibuja una sonrisa. Ese sí salió y está entre mis favoritos.

Y para qué hablar de los errores impresos en fuente negrita a 50 picas, que se rien la mañana siguiente en la cara de los ruborizados periodistas. Manuel López de Tejada imaginó y plasmó en una novela a un corrector atormentado por el complot de las letras, que por las madrugadas se confabulaban y terminaban por imprimir un título vergonzante.

“Memen”, decía en un título gigante, casi como resaltado con luces de colores, en una página que el día anterior había sido redactada por un redactor, corregida por un corrector, aprobada por el jefe, releída más tarde por otro periodista en la prueba impresa y finalmente aprobada por un secretario de redacción. Al menos "Memen" evitaba la maldición.

Tiempo después, el “corrector encubierto” (cargo que ostentaban los correctores que, ante la desaparición de su hábitat natural, devinieron en redactores) aprobó la copia final de la tapa de la sección. El jefe la llevó a Secretaría para que la aprobaran. “Leé ese título”, lo retó el secretario a cargo. “La EPE denunció sabotaje en el apagón que...”. “Leé bien”, insistió el secretario. “La EPE denunció sabotaje...”, se empeñó el jefe, desesperado por encontrar el error. “Ahí no dice sabotaje”. Decía sabatoje. “¡Sabatoje!”, se reía el jefe a los gritos.

Otro de los títulos habituales de La Capital es “Acá va título”. Por supuesto que en ese apoyito va título, sólo que nadie lo escribió. Incluso los diagramadores suelen hacerse los chistosos e introducir gazapos que el redactor no incluyó. “Repollito de Bruselas”, decía la procedencia del material de El Mundo. El diagramador había olvidado retirar la humorada y la página fue rescatada de milagro, lo cual cientos de veces no ocurrió.

La que iba a ser la mejor tapa del diario de todos los tiempos también fue atajada en el último minuto. Armando, siempre obsesivo, releyó por enésima vez todos los titulares. Decía: "Un patitovica dice que es inocente". Cada vez que me acuerdo me imagino un patito gritando con voz aflautada.

En la edición digital del diario son aún más acostumbrados los errores, por la urgencia para subir la noticia a internet pero también por el margen de poder corregirla en cualquier momento. La soledad soporífera de las mañanas de domingo contribuyen con las erratas. Creí haber titulado algo así como “Chocó un ómnibus en Venado Tuerto y murieron seis pasajeros”, hasta que del otro lado del teléfono alguien me preguntó: “¿Qué es un óminus, un hombre convertido en ómnibus?”. Tres horas después de corregir el desacierto me topé con la misma noticia, con un título que todavía se burlaba de mí: “muerieron”, decía.

Pero mi error favorito no es de mi autoría, aunque también apareció en la web del diario: “El próximo martes podrá verse un eclipse de lunes”. Una noticia maravillosa, no todos los martes se puede disfrutar un eclipse de lunes.

Las noticias tendrían que salir así como vienen escritas, sin título. Que el lector arranque leyendo nomás y, si le interesa, que la termine y listo.

POR HERNAN MAGLIONE

martes, 10 de agosto de 2010

Patán, la ética y las palabras

martes, 10 de agosto de 2010 5
El año pasado murió Julio Alonso, quien fuera uno de los redactores del primer manual de estilo del diario El País de Madrid, y uno de los consultores que contrató La Capital en 1996.

Alonso y Carlos Pérez llegaron al diario para rediseñarlo y cambiar algunas pautas en la redacción. La tarea fue breve. No porque llevó poco tiempo, sino porque la empresa no pudo pagarles por su trabajo y debieron regresar a España antes de lo previsto.

En aquellos primeros días de asesoramiento hubo una reunión en la vieja sección Armado. Alonso explicó en la pantalla de una Mac los principales lineamientos para el diseño de un diario. Basado en algunas máximas de la Bauhaus, miró a un sorprendido auditorio y dijo “La función determina la forma”. Hubo un eterno silencio que fue interrumpido por el disertante con un “Se comprende, ¿no?”. Y un pintoresco armador, “Patán” Bassini, le contestó con un “¿Sabe lo que pasa, maestro?... Es que acá ya tenemos una manera indefinida de trabajar”.

El manual de estilo

El País fue uno de los primeros diarios en publicar para el gran público un manual de estilo que originariamente fue concebido para sus periodistas. Durante muchos años fue referencia obligada para las redacciones iberoamericanas. Allí aparecen desde normas ortográficas de la Real Academia hasta las convenciones propias para el uso del diario. También qué cosas son publicables y cuáles no. Razones éticas y estéticas que determinan, por ejemplo que no se deben dar noticias relacionadas con el boxeo, ya que “la línea editorial del periódico es contraria al fomento de esa actividad”. Y la correcta forma de redactar el asesinato de un animal en un espectáculo taurino.

Establece claramente, además, que el diario (como imaginamos) “rechaza cualquier presión de personas, partidos políticos y grupos económicos”.

Cómo leer el diario

En Argentina, en 1998, la primera versión del diario Perfil tuvo su manual de estilo.

Paralelamente a su efímera vida, de sólo tres meses, apareció “Cómo leer el diario”. Era una guía de poca utilidad, ya que su lectura finalizaba cuando el matutino dejó de aparecer.

Más allá de las cuestiones del idioma, el manual (reeditado años más tarde con la aparición del nuevo Perfil) traía una serie de normas éticas. “El periodista no podrá aceptar regalos o invitaciones cuyo costo supere los 50 pesos”, “Si un jefe se niega a publicar una información (…) el periodista tiene derecho a reclamar su difusión al superior inmediato y así sucesivamente hasta llegar al Director”, o “Ningún periodista estará obligado a firmar su trabajo cuando éste haya sido alterado o haya sufrido modificaciones” son algunas de sus máximas.

Desconocemos la distancia que separan estos enunciados de su práctica. ¿Eran (son) reglas a cumplir por sus redactores o es el discurso para el gran público (ergo, la gilada)?

El legado español

La etapa de los gallegos (como cariñosa o despectivamente, según el caso, se denominó a los consultores de La Capital) fue un poco anárquica. En la redacción se intentó establecer una organización diferente y en el área gráfica se bajaron conceptos hasta ese momento ausentes, de difícil aplicación. A la distancia, fue poco lo que quedó de ese período.

Sí, en cambio, tuvieron mayor éxito (o al menos cobraron más) durante el rediseño de La Nación.

Otras normas

En nuestro país, además de Perfil, a finales del siglo pasado se publicaron las primeras ediciones de los manuales de La Nación y Clarín. Con algunas diferencias (el primero le otorgó mayor espacio al estilo de redacción y a las normas gramaticales), ambos tienen un capítulo para las cuestiones éticas.

La Nación asegura que lo que publica es sometido previamente “a un análisis severo por parte de editores y redactores”. Y en la nota preliminar del libro de Clarín, Ernestina Herrera de Noble (o quien escribe con su firma) dice que el éxito del diario “se basa en nuestro mayor capital: la credibilidad, cimentada en ese estilo de informar que nos es propio”.

En los últimos tiempos razones valederas hacen poco creíble esta última aseveración.

Las seducción de las palabras

El continuador de la obra de Alonso en las posteriores ediciones del manual de estilo de El País fue Alex Grijelmo, ex director periodístico del diario y autor de “El estilo del periodista”, “Defensa apasionada del idioma español” y “La seducción de las palabras”, entre otros libros.

En esta última obra se refiere a la manipulación de los vocablos y el mal uso de los mismos.

Entre tantos ejemplos cita eufemismos generados por el poder político y adoptados por la prensa: “Crecimiento cero” (por no crecimiento), “países en vías de desarrollo” (por subdesarrollados), “incursiones aéreas” (por bombardeos), o “daños colaterales” (por civiles asesinados en una guerra).

El no-estilo

Al releer algunos manuales de estilo (sobre todo argentinos) más de una vez nos enfrentamos a enunciados que semejan, en términos de Grijelmo, “metáforas mentirosas” (“las imágenes que logran identificar al gato con la liebre”).

La Capital no tiene manual de estilo. Tal vez porque Alonso no lo pudo terminar. A lo mejor porque sabemos cuáles son las normas a seguir. O quizás porque, como dijo “Patán”, ya tenemos una forma indefinida de trabajar.

POR JUAN CARLOS ESCOBAR

foto de Julio Alonso: diario El País

jueves, 5 de agosto de 2010

El chino pop y la enamorada del muro

jueves, 5 de agosto de 2010 9
Al chino de la vuelta de casa hace mucho que le tengo bronca. Al principio era una cosa escolar, típica de seres débiles, que en cualquier atributo del otro elegido más o menos al azar adivinan algo intimidatorio, tal vez por sentir en uno la falta de eso. Durante años iba a comprar y desde la cola me ponía a junarlo intentando descifrar eso que me molestaba, y que me molestaba que me molestara, porque los clérigos de mis diversos avatares pedagógicos -catecismo, psicoanálisis, profesión- me llenaron de amenazas para adiestrar a la bestia interna siempre inclinada a reventar al prójimo. Ahora esa enseñanza de años la garpo en cash y no puedo aborrecer sin culpa.

Presiento que lo que secretamente me ofendía del chino era el aplomo con que comandaba todo desde su juventud infame. Presencia física de estrella de rock, jeans con botamanga ancha a lo Roger Daltrey, flequillo sobre los ojos de ardilla y palabras mínimas. El tipo parecía el mariscal Rommel en su panzer, sin posar los ojos en nadie, mandoneando por igual a los clientes, al clan familiar y a proveedores que entraban hombreando medias reses como quien carga un yogur.

Le buscaba puntos débiles pidiéndole cosas que no necesitaba sólo para ver cuán afilado estaba. Le decía: ¿Venden cobertura charlotte? El contestaba: “Aguila y Nestlé”. ¿Hay rollos film? “En la segunda góndola”. Me esforzaba un poco más para poder arrodillarlo. ¿Tenés apresto? Sin mirar, despabilado, el muy turro contestaba: “¿Aerosol o botesha?”.

Un día de este año me propuse recortar el rencor silente que había crecido como una enamorada del muro y emulando a un adulto medio resolví una aproximación más amistosa. Se me ocurrió preguntarle si le había resultado difícil aprender español. Me dijo que no y nada más. Le pregunté si creía que para un argentino aprender chino era algo imposible. Contestó que no. Ante su compadrona parquedad, y dándole yo a los remos como un profesional, le dije que hay idiomas más sencillos que otros y que, a mí, aprender chino me parecía muy difícil.

-Yo pude, vos podés, me dijo.

Me dio el ticket y el vuelto y ni me miró. Al tipo la cuestión de que yo podara mi planta parecía importarle un soto. Salí caminando por Riccheri con el paquete de café en la mano, pensando en un artículo de una revista porteña de urbanismo donde se brindaba a los extranjeros diferentes acepciones de la palabra boludo. Tonto, idiota, gilipollas, comemierda, mamón, pendejo, huevón, pelotudo. Todo muy descriptivo de mi estúpido intento. La nota se titulaba “La preocupante boludización de Palermo Viejo”. Era muy interesante.

Y de repente, las noticias de la semana pasada. Las radios transmiten desde la manzana donde está mi casa que al chino lindo lo secuestraron. La incredulidad inicial cede más o menos rápido. Si al imponente mariscal Rommel le pintaron el rosquete en Normandía, que al fu manchú de la vuelta lo cargaran en una Partner con vidrios negros no era inconcebible.

Es notable la cantidad de cosas que uno puede enterarse en la radio de alguien que conoce y ve a diario hace ocho años. No sabía que se llamaba Lin Zhan, ni que le decían Víctor, ni que tenía 25 años, dos hijas mellizas, una acá y otra en China. Sí sabía que vive en uno de los cinco edificios espantosos que hicieron en mi cuadra, que no me agradaba su parquedad y que, como me dijo una vez un mazorquero muy simpático que trabajaba en Homicidios, cuando se trata de aclarar delitos reales o supuestos los chinos son más cerrados que culo de muñeco. Pero toda la parte informativa que tiene este episodio acá no interesa.

Enseguida llegaron las palabras de inquietos vecinos que no necesitan saber nada de ningún asunto para ser abastecedores diplomados de la mercadería básica que la prensa busca sobre temas policiales. Oía por Radio Universidad a vecinos míos pintando un barrio que no me sonaba familiar. “Acá no se puede vivir más, estamos a la buena de Dios, no pasa un patrullero, que vuelvan los militares”. Muletillas con mucha fuerza así desconfiemos un poco de ellas. Y la tienen no por su significado directo, sino porque al recogerlas el medio refuerza en sus audiencias la idea de que estuvo allí. Pareciera que un cronista sólo apareció por el lugar crítico si logra empaparse de esa doxa esencial y difundirla amplificada. Indagar en zonas idóneas como pueden ser justicia, gobierno, fuerzas de seguridad, entidades comerciales y hasta fuentes diplomáticas seguro permite crear un mapa informativamente más serio aún ante la total incertidumbre. Pero ese camino, en los medios, suele tener menos tráfico.

En el abordaje de los temas de inseguridad el miedo surge como algo aluvional y no necesariamente asociado a la cuestión a reportar. Es una especie de sobreimpreso que acota el género: si alguien dice tener miedo es porque estamos tratando una nota de criminalidad. Es algo humano el miedo, pero presentado de esta forma aleja de la chance de dar cuenta de qué puede estar pasando, embrolla, estupidiza. Se parece a mi bronca contra el chino.

A la polifonía del miedo la completé unas horas después ojeando los comentarios en el Decano. Lectores desplumando o burlándose del chino, de los balbuceos de su familia, de la mafia, del hermetismo, de los comerciantes que vienen a robarles el empleo a los argentinos. Acá el miedo asumía la forma defensiva de desprecio a la diferencia.

Kubrick veía en forma grandiosa cómo el descrédito a lo distinto es una forma torpe de encubrir que hay horror en lo que no conocemos bien, y que precisamente el miedo se presenta como desafío, porque es el rasgo que, una vez vencido, prueba que todos somos parecidos. En una escena de Full Metal Jacket un pequeño escuadrón tiene como misión tomar una posición llena de francotiradores y por ello muy complicada. En el grupo hay un soldado carismático, un típico vaquero de una zona rural yanqui. Le dicen Cowboy. En un momento hay una toma de la llanura pelada que termina en un plano corto de Cowboy. Y el tipo dice: “Odio Vietnam. No hay un solo caballo en el país. Hay algo fundamentalmente mal en eso”.

En la mayoría de los comentarios del secuestro había eso. Decenas de personas que ven invariablemente mal lo distinto. Y a lo que temen por desconocido, lo detestan.

Pensaba en esa escena el domingo pasado en el súper. Era la primera vez que volvía desde el balurdo del secuestro. El chino estaba ahí, en silencio, provisoriamente solo. Empecé a fisgonearlo intentando ser disimulado. No por ese latiguillo mentiroso que dice que los orientales son todos iguales, me surgió la duda de si se trataba del mismo que conocía. Porque en realidad reconocí en la actitud a otro tipo. La cuestión del secuestro que no sabemos si existió evidentemente lo había despojado de aquel carisma que creía conocer. No estaba de jeans sino con un desvaído equipo de gimnasia verde. Ahora no veía arrogancia sino una calma ancestral en la que se mostraba débil, dócil, vencido. El chabón que antes fungía desde su trono mandarín en la registradora ahora parecía el ayudante de un vendedor de usados de bulevar Seguí.

Mientras le pagaba y ponía las cosas en la bolsa, ya para irme, me subió una voz ajena y sin rabia de la base del estómago, como le pasa a los ventrílocuos, que dan la fraudulenta idea de que es otro el que habla. Igual que las que había escuchado en la radio en la semana, era la voz del vecino, no la del tipo que los días previos había estado escribiendo sobre él en un diario una noche tras otra. “Te compro hace años y me alegra que estés de vuelta. Pero a la policía le tendrías que haber dicho la verdad”.

No sé por qué le dije eso. No tengo idea. Pero, pese a no contestar, por primera vez en ocho años se quedó mirándome.

POR HERNAN LASCANO

lunes, 2 de agosto de 2010

Control

lunes, 2 de agosto de 2010 8
“Mintamos pero con control”. Alejandro Cachari suele ser ácido en sus comentarios en Radio 2. Esta vez hablaba del despido de Maradona y de las versiones, publicadas por ejemplo en Clarín, de que la salida del Diez de la conducción técnica del seleccionado obedecía a que el gobierno le había soltado la mano a raíz de un supuesto desplante a Cristina, que lo quiso llevar a la Casa Rosada a su regreso de Alemania.

Cachari se quejaba porque, los que ahora abonaron esta hipótesis, días antes decían que la continuidad de Maradona estaba asegurada, justamente porque tenía el respaldo oficial.

Es decir, desde la óptica de Alejandro -¿y si lo mandamos a 6, 7, 8?- tenían un discurso preparado para cualquiera de las dos posibilidades: si se fue es por culpa del gobierno, si se quedaba también.

Algo serio debe pasar con la credibilidad de los medios si un periodista insta a “mentir con control”. Lo interesante es que Cachari se hace cargo. “Mintamos” asumió.

Uno podría escudarse en que es un problema exclusivo de los periodistas deportivos, ámbito donde esto de las versiones, los potenciales, las operaciones -business are business- corren como en ningún otro. Pero no es así.

A ver: ¿cuántas noticias realmente importantes, de esas que cambian la vida de la gente, escribimos por día? ¿Cuatro, cinco, seis, diez? Sin embargo, medios como La Capital o Rosario3.com publican de setenta a cien títulos por día.

Podría pensarse como un problema la cantidad de espacio que hay que llenar: decenas de páginas en los diarios, casilleros en las homes de los portales, minutos en canales de noticias que transmiten las 24 horas. Pero es también una bendición: ¿cuántos periodistas tendrían realmente trabajo si sólo se informara de lo verdaderamente trascendente?

Entonces aparecen las “novelas”: la de Riquelme, la de Zlatan Fernández, la de Braghieri y Burdisso, la de Maradona y el gobierno, la de Ricardo Fort y Tinelli, la de cuál de los Kirchner va a ser candidato, la de si Reutemann dice sí, no o ni.

No es que sean fruto -al menos no exclusivamente- de la ficción. No es que estas historias surjan de la imaginación de periodistas dispuestos a parir noticias de un repollo. Pero muchas veces a partir de una versión, una operación de un representante de un futbolista que busca destino, un comentario de un político interesado, se escriben líneas y más líneas que después alimentan tapas de diarios, programas radiales y arduos debates televisivos.

Eso, podría pensarse, es “mentir con control”. En realidad no se trata de mentiras, sino de una dosis de especulación que está dentro de las reglas de juego no escritas de este oficio. Una línea que, entiende Cachari, algunos traspasaron en estos días con el tema Maradona.

¿Sólo con este tema? La idea de que los medios mienten con descontrol -o de que al menos algunos lo hacen-, y en cuestiones de mucho mayor peso político, se viene instalando con fuerza desde el conflicto por las retenciones agropecuarias a esta parte.

El discurso del gobierno nacional en ese sentido encontró campo fértil: la actitud de los propios medios a los que acusa y que, efectivamente, actúan con descontrol e irresponsabilidad informativa, sobre todo cuando entran en juego sus propios intereses económicos, como en los temas ley de radiodifusión o Papel Prensa.

Lo paradójico del asunto es que los propios empresarios -y los periodistas que se prestan al juego- terminan dañando el capital más importante que tiene una empresa periodística, el que le da real sustentabilidad en el tiempo, más allá de leyes y regulaciones: la credibilidad.

¿Por qué lo hacen? ¿Realmente pasa por los medios de comunicación su negocio? ¿Por qué y para qué, con qué verdadero interés, se meten en esta actividad?

Una anécdota publicada por Juan Escobar en este blog hace un par de días lo grafica con toda crudeza: cuenta de uno de los dueños de un diario que ordena “inflar” los resultados de un candidato en una encuesta falsa a como dé lugar. No le importa que la consultora no exista, que los números sean inverosímiles, ni los reparos a que la suma de los postulantes supere largamente el cien por ciento. La realidad, en todo caso, es sólo un pequeño obstáculo a sortear.

Es un ejemplo simple, claro, concreto y cercano. Como para que Cachari pida sin vueltas: “Mintamos pero con control“.

POR DAMIAN SCHWARZSTEIN

foto: Presidencia de la Nación, licencia Creative Commons Genérica 2.0
 
Cinco Lucas en el Cabarute. Design by Pocket