jueves, 30 de septiembre de 2010

Tizne

jueves, 30 de septiembre de 2010 15
“Vecinos de la zona sur volvieron a cortar la avenida de Circunvalación a la altura de calle Garibaldi para reclamar por trabajo y planes sociales y denunciar la situación de extrema pobreza que están atravesando. Más de cien personas, la mayoría mujeres y niños, desafiaron el frío y permanecieron durante más de ocho horas a la espera de una respuesta de las autoridades”, escribí, casi automáticamente, con los dedos todavía entumecidos por el frío, apenas regresé de hablar con los vecinos que estaban sosteniendo la protesta. Corría el año 2001, tiempos de devastación neoliberal en la Argentina y cada día, en realidad varias veces por día, los cronistas de El Ciudadano nos repartíamos por los distintos cortes para después volver corriendo a la Redacción, a tratar de armar una nota que diera cuenta de ese complejo panorama de medidas de fuerza.

Estaba a punto de iniciar el segundo párrafo de la crónica cuando vi entrar a uno de los delegados de la comisión interna del diario. Gesto adusto, mirada torva, el mensaje era inconfundible, repetido, consabido: “Hoy no se cobra muchachos, y no hay fecha”.

Por aquellos años, cuando la situación del país y la consiguiente degradación de la labor periodística se veían claramente reflejadas dentro del diario, y cada mes, cada fecha de cobro, se desplegaba una renovada lucha de los trabajadores, con asambleas, paros, cortes de calle y volanteadas, esas simples y temidas palabras –“No se cobra”– detonaban en forma inmediata, automática, un aceitado mecanismo ejecutado por el Sindicato de Prensa y la interna, con la participación de cada uno de los trabajadores: procuración de pancartas, cubiertas, volantes y bombas de estruendo. Y a la calle.

A menos de cuarenta minutos del anuncio del nuevo incumplimiento patronal, con la crónica del corte de Circunvalación ya terminada a los apurones y pasada a edición, los trabajadores de El Ciudadano gritábamos por nuestros salarios entre el humo denso, negro y pringoso de las cubiertas que se consumían en medio de la calzada, en calle Dorrego, produciendo un corte parecido a los que, en esos mismos momentos, tenían lugar en otros puntos de Rosario. Tras casi dos horas de protesta callejera frente al diario, se supo que pagarían, al menos una parte del sueldo, esa misma jornada. “Hay que volver a hacer el diario”, nos decíamos unos a otros, redundantes, como pensando en voz alta, mientras recogíamos los negros y humeantes amasijos de alambres, caucho y pez, que dejan como residuo las cubiertas consumidas, como filigranas pastosas de olor picante.

En esos momentos se experimentaba una mezcla de cansancio, bronca, alegría y tristeza. Tener que hacer lo mismo cada mes, y hasta dos o tres veces por mes, para ir cobrando el salario en cuentagotas. Y encima tener que interrumpir la medida de fuerza ante las irresponsables idas y vueltas de la patronal, y volver a hacer el diario tras un parate de casi tres horas, que atrasa la edición en forma drástica, irrecuperable en otras condiciones consideradas “normales”. Pero no. Allí todo transcurría con la veloz naturalidad de lo repetido: cubrir, escribir la nota, encender gomas, putear, hacer estallar bombas, entregar volantes a transeúntes y automovilistas y volver a escribir y así……y el diario salía, siempre, y pese a todo. Las horas de paro eran compensadas por los trabajadores con más laburo, más presión, más trabajo en equipo, y más velocidad en cada una de las tareas.

Estaba haciendo los últimos ajustes a la nota de la protesta de los vecinos de la zona sur ya en la sección Diagramación –los dedos todavía tiznados dejaron marcas sobre el blanquísimo teclado ergonométrico de la Mac–, cuando sonó otro grito de alarma. “Parece que van a desalojar el corte de Circunvalación”. Tres compañeros dieron un respingo al mismo tiempo: un fotógrafo, un editor y un cronista. Por aquellos días, con Carlos Reutemann como gobernador de la provincia y el ex Side y por entonces secretario de Seguridad, Enrique Álvarez, había que acudir sin demora. Cinco minutos después de la alarma, estaba en un taxi camino al corte.

Más de cien personas soportaban el frío junto a las gomas encendidas, y ante la atenta mirada de un batallón de policías que parecía preparase para invadir los Estados Unidos.

Sobre la cinta asfáltica congelada y gris, el espacio vacío que separaba a los manifestantes de la policía parecía enorme, compacto. A ambos lados de la ruta se extendían los humildes hogares de las personas que protestaban: techos de zinc sobre los que descansaban cubiertas, trozos de madera y metal, y otros objetos que a la distancia parecían sin nombre. De un lado del vacío, hombres, mujeres y niños desarrapados, cansados, muertos de frío, portando bebés, arrugados paquetes de galletitas, ataditos de ropa muy gastada y envases de gaseosas de marcas baja gama. Del otro lado, los policías con sus uniformes desarrapados, de un azul desleído, cansados y muertos de frío, se arropaban ominosos con sus palos y sus escudos.

“Vimos que andaba por ahí con su auto Enrique Álvarez. Cuando aparece ese, a los cinco minutos da la orden y nos recagan a palos”, denunció una de las personas que protagonizaban la protesta.

De a ratos se producía un silencio desagradable, sólo interrumpido por los ladridos de los muchos perros que acompañaban la protesta. En medio de la nada, la miseria, la espera y el frío, hasta los ladridos de los perros del barrio resultaban siniestros.

Después de dos horas de tensión, cuando ya caía la noche, comenzó una negociación con la policía y debí volver a la Redacción a escribir la nota, ya amenazado por la hora de cierre de la edición, un cierre forzado, difícil. “Cualquier cosa avisen”. La frase se repetía cada vez que un cronista abandonaba la cobertura de una protesta.

Cuando regresaba en taxi a la Redacción otro piquete se interpuso en el camino.

“La puta madre… acá también está cortado”, dijo el taxista. “Sí, ya sé, ya sé… que los maten a todos, ¿no?”, dije, harto de escuchar siempre lo mismo. Pero el hombre no percibió la ironía.

“Pero claro…. que vayan a laburar, vagos”, señaló el tachero cuando ya llegábamos al diario.

Me bajé revisando los apuntes en la libretita. Las páginas también tenían marcas de tizne. Mientras subía las escaleras hacia la Redacción, me odié por el exceso de fina, boba ironía ante el taxista. Debí putearlo, claramente, pensé mientras cruzaba la filita feliz de compañeros esperando por el cobro, cuando ya llegaba al escritorio y me zambullía sobre el teclado, en medio del ajetreo de la edición atrasada y tiznada.

Pero cuando comencé a escribir y describir la protesta, las mujeres y los chicos muertos de frío pidiendo comida, por un lado, y los palos y escudos de los policías, por el otro, el comentario del taxista volvió a retumbar en mi cabeza. “Nazi de mierda”, grité golpeando el escritorio con el puño. Nadie se inmutó. En la Redacción de El Ciudadano por aquellos días, la siempre lábil y ambigua noción de “normalidad” incluía alaridos, puñetazos a escritorios y paredes, ladridos dirigidos a las computadoras, risas estertóreas, llantos de alegría, tristeza, bronca y otros motivos indescifrables, cabriolas propias de saltimbanquis, actos de prestidigitación y funambulismo.

“Caos” y “tole-tole” eran las expresiones preferidas en la Redacción. Funcionaban como mantras, como una suerte de Om desesperado y desesperante, propio de occidentales lastrados, que ya habían arrojado a los perros los anhelos de paz, calma y vida sana. En ese particular contexto una modesta puteada con puñetazo era una de las más anodinas formas de la nada. “Nazi, botón y vigilante”, dije, pero enseguida me arrepentí: “El tachero es un laburante también, che”, pensé, correcto. Pero cuando observé las imágenes tomadas en el corte que me mostraron los compañeros de la sección Fotografía –se veían chicos y mujeres mayores temblando de hambre, frío y miedo en medio de la nada– la corrección política y la fina comprensión de las complejidades de la mente humana de clase media se esfumaron como negro humo de quemadas cubiertas, y dejaron lugar al planteo inicial: “Nazis y vigilantes”, dije en voz alta, ahora más “inclusivo” gracias al uso del plural. De algún lugar entre el caos que se enseñoreaba por la Redacción, se elevó el dedo pulgar de un compañero, aprobatorio y tiznado.

POR PABLO BILSKY

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Los Superagentes encubiertos

miércoles, 22 de septiembre de 2010 9
Quizás soñando con un Pulitzer o por lo menos un Magazine de Bermejo, hay gente en esta redacción que cada tanto se inspira en películas de Hollywood para mandarse a organizar investigaciones como si esto realmente fuese un diario. Aquella vez, probablemente durante los primeros pasos de este siglo, a Jorge Levit se le ocurrió desvelar un oscuro entramado policial por medio de una aventurada acción encubierta.

Quién sabe de dónde apareció el dato de que en un pequeño pueblito no muy lejano de Rosario existía un casino clandestino que supuestamente operaba tras la fachada de un bingo, manejado por un comisario de la zona. Tengo una memoria que es una auténtica porquería, la verdad es que no recuerdo el apellido del policía, ni siquiera del pueblito, pero tampoco voy a esforzarme demasiado porque viene bien a la narración, ya que (y de paso anticipo el previsible resultado de la investigación) finalmente no descubrimos nada, ni una mísera y retorcida prueba que hoy nos permita hacer pública cualquier acusación.

Si esto fuese Hollywood los periodistas encubiertos hubiesen sido Dicaprio, Matt Damon y Edward Norton. Está claro que jamás hubo ni habrá nada parecido en el diario, por lo cual la tarea recayó en mi persona y otros dos empleados de la empresa. Por eso, para proteger las identidades de los involucrados en el operativo, diré que mis compañeros se llamaban Claudio Berón y Sebastián Melchor.

Allá nos fuimos los tres, a bordo del Ford K del diario, con rumbo a -digamos- Villa Las Casas, en busca del casino clandestino que tenía a su cargo el comisario -supongamos- José Villavicencio.

Por supuesto, nos perdimos. Nos dejamos guiar por una incierta señalización y nos metimos en medio de la noche cerrada en un camino de tierra que allá lejos, muy al final, mostraba nítidamente unas lucecitas que, sin duda alguna, eran Villa Las Casas. Melchor manejaba con la displicencia de un guía de alta montaña, yo iba sentado atrás (me gusta más ir atrás cuando somos tres, se ve todo como en una película) festejando las cien mil historias que improvisaba Berón (casi como una epifanía de un episodio que vivimos años después, durante las noches del Comando Patafúfete, pero esa es otra historia que quizás jamás sea contada en este blog). Las luces del horizonte desaparecieron y, quién sabe cómo, muchas vueltas después y casi dos horas más tarde de lo previsto dimos con el pueblito.

Lo único que recuerdo del lugar es una plaza triste, mal iluminada, con la silueta casi troquelada de un par de árboles despojados de follaje. Hacía frío y nos sobrevolaba una constante sensación del tipo ¿realmente-tenemos-que-estar-acá?. Era algo así como el punto intermedio entre un destino inexorable de muerte en un zanjón y una escena de Groucho, Harpo y Chico.

Entre frases burlonas del estilo “el deber llama” entramos al bingo, nada más parecido a un club de barrio con manteles berretas, lamparitas de colores y banderines de plastico. Eran unas veinte mesas, de las cuales sólo cuatro estaban ocupadas. Los parroquianos no podían disimular su aburrimiento al ritmo de una desganada voz que desde el micrófono anunciaba los números que salían del bolillero. Absolutamente todos notaron la presencia de los forasteros y nos lo hicieron notar con miradas inquisidoras, como en un saloon del lejano oeste.

“Esperen, ahora vengo”, dijo Berón mientras ocupábamos nuestras sillas. Se alejó unos metros y se abrazó con un hombre, prodigándose ambos sonoras palmadas en la espalda. Charlaron brevemente y regresó a la mesa.

-¿Y ese quién era?
-Uno que trabajaba conmigo en el diario, en Expedición. Ernesto Villavicencio.
-¿Villavicencio? ¿Como el comisario?
-Sí, es el hermano.

En pocos instantes, medio Villa Las Casas estaba al tanto de los tres tipos del diario que habían caído en ese absurdo paraje perdido en la nada. “Le dije que estábamos al pedo en Rosario, escuchamos algo del bingo y nos vinimos. No es boludo, ya sabe qué estamos haciendo”, dijo, mientras una chica que mascaba aparatosamente su chicle nos ofrecía tarjetas para la jugada que estaba por comenzar.

Cambiamos al plan B. Nos jugaríamos dos o tres rondas de bingo sin dejar de espiar disimuladamente lo que ocurría detrás de esa misteriosa puerta que daba a una habitación contigua. Antes de ver salir precisamente por esa puerta a la moza (la misma muchacha, el mismo chicle) con un familiar de milanesa (la misteriosa habitación era la cocina), Melchor completó cinco números, tímidamente alzó su dedo índice y soltó a media voz: “Línea”. La empleada se acercó con el mismo desgano a plantar en nuestra mesa una banderita que nos haría acreedores al humilde premio. En la jugada siguiente yo también canté línea. “Bingo”, dijo Berón entre risotadas apenas contenidas, mientras los demás jugadores fruncían sus ceños en dirección a nuestra mesa, florecida de banderitas. Eramos los peores periodistas encubiertos del universo.

Era el momento del plan C: huída al estilo Tiburón, Delfín y Mojarrita. Subimos al auto pensando en un ignominioso regreso, pero Berón insistía en que “algo raro” ocurría en el lugar. “Pará acá”, le ordenó con tono de sargento a Melchor cuando pasábamos por la calle que daba a espaldas del bingo. El tipo se encaramó a un alambrado para espiar por una “sospechosa” ventanita mientras yo me internaba en lo que parecía una plantación de lechuga que corría paralela al salón. Desde esa incómoda posición escuchamos un interminable bocinazo: Melchor intentó bajar del auto y quedó accidentalmente “enganchado” del claxon (el Ford K le quedaba chico). Seguramente algún vecino en pijamas pudo contemplar la escena: tres idiotas que se trepaban a un auto a las carcajadas y escapaban a toda velocidad del pueblo.

Apenas si teníamos unos pocos pesos de viáticos, pero las ganancias en el bingo nos regalaron una dignísima cena en avenida Pellegrini, a eso de las tres de la mañana. Obvio, en el diario no salió ni media línea del casino clandestino de Villa Las Casas.

POR HERNAN MAGLIONE

domingo, 19 de septiembre de 2010

Periodistas policías

domingo, 19 de septiembre de 2010 5
Cuando empecé a trabajar en periodismo dejé de ver a muchos de mis viejos amigos o conocidos y empecé a tener otras relaciones. Por las cuestiones laborales, básicamente. Iba a trabajar en policiales, y lo asociaba con la literatura, con la novela negra, con Walsh, con los usos de la novela de enigma en Walsh, etcétera, etcétera. Así lo contaba, así lo presentaba cada vez que me encontraba con algún viejo amigo, o conocido. Y casi todos esos amigos, o conocidos, compartían mi entusiasmo.

Casi todos, porque Ricky tenía una opinión diferente. Ricky no era un amigo, más bien yo era amigo de su mujer, pero esa es otra historia; supongo que con Ricky nos habremos cruzado en la casa de Ovidio Lagos y San Lorenzo, planta alta, una casa donde se hacían fiestas muy lindas en una época, había un libro, incluso, con cosas que anotaba la gente que iba a la casa, a esas fiestas, un libro que estaba, me acuerdo bien, en la habitación principal que daba a calle San Lorenzo. Qué lástima que se perdió ese libro. Sí, de ahí lo conocía a Ricky. Y lo que me dijo Ricky fue más o menos que me dejara de joder, yo me había pasado del lado de la policía.

La verdad que eso me puso mal. Fue la última conversación que tuve con Ricky, y capaz que ahora sigue pensando lo mismo; pasó mucho tiempo, ya no hago policiales, pero Ricky seguramente no lo sabe. Me pareció injusto, me pareció que no tenía idea de lo que yo estaba haciendo. Es cierto que había cosas, bueno, poco brillantes, para decirlo de alguna manera. Los partes de la oficina de prensa de la UR II eran la fuente de información privilegiada. Si faltaba algo, si las cosas se ponían difíciles, el nombre de Héctor López funcionaba como un ábrete sésamo fulminante en cualquier lugar de la UR II y más allá, en Casilda, Melincué, Las Rosas, incluso una vez comprobé que lo conocían en Bell Ville; era un salvoconducto capaz de llevarme, por ejemplo, sin escalas, directo al despacho del comisario Rubén Cavallo, en la comisaría décima, el mismo despacho donde luego se aposentaría Carlos Moore, ambos siempre solícitos ante la inofensiva requisitoria periodística. Las cosas se averiguaban en las comisarías, el jefe de Seguridad Rural pasaba de vez en cuando con salames y quesos que trocaba, podía decirse, por no menos jugosas crónicas, y cada vez que la Brigada de Homicidios tenía algún preso era obligada la foto del acusado, con la cabeza envuelta en una campera o un pulóver, y a su lado, con expresión dura, mirando más allá, el entonces subcomisario José Manuel Maldonado, en el pasillo del primer piso de la ex Jefatura.

En ese momento los procedimientos de Drogas Peligrosas tenían mucho espacio. Aun los que hoy irían a parar a la columna de breves. El Zorro Aguilera hacía un trabajo fino como encargado de prensa de Drogas, hay que reconocérselo. Tendría que ir a hablar al curso de periodismo judicial. Cada vez que había un procedimiento, el Zorro llamaba y pasaba el dato. Pero lo pasaba antes de que el procedimiento se hiciera, para que los encargados de la sección pudieran organizarse, asegurar el fotógrafo, la cobertura, como se dice. Y creo que hasta elegían una hora como para llegar antes del cierre, como para que al día siguiente los lectores pudieran tener la noticia, la crónica, y las fotos, que eran casi tópicas: los envoltorios con la cocaína o la marihuana, por un lado, y los detenidos, de espaldas, alineados contra una pared, las manos esposadas. Y no era solo con nosotros, el Zorro le avisaba a todos los medios de la ciudad, a todos. Nosotros creíamos que el Zorro era una fuente, pero en realidad él y Drogas se servían de la prensa. Los estudiantes de Comunicación Social tendrían que entrevistarlo a él para sus tesis, no a los periodistas.

Ese tipo de notas eran las que me ponían más nervioso. ¿Y si me encontraba con algún conocido? No la nota en sí, sino la cuestión de saber, tres, cuatro, cinco horas antes, que en tal lugar de la ciudad, iban a hacer mierda a alguien. Aunque no siempre lo sabía, al fin de cuentas era el último orejón del tarro, el que iba a hacer las notas en la calle, cosa que nadie hacía. Pero a veces sí sabía, el jefe me decía: “a tal hora, vas a ir a tal lugar por un procedimiento de drogas, hablá con fotografía”. Entonces, mientras llegaba el momento, podía descansar un rato, ir al bar, tomar algo y pagarlo con esos billetes verdes que sólo valían en la redacción. Después que el jefe de fotografía determinara, entre una y otra pitada a su boquilla, qué fotógrafo me acompañaría. Me tocaban esas notas, gente que caía con un kilo de marihuana, un par de bochas de cocaína, nada. En San Lorenzo, por esa época, hacían procedimientos más importantes, pero esas coberturas estaban reservadas, no sé por qué, para otros periodistas de la sección.

En uno de los edificios que están en la misma cuadra del diario vivía entonces G., que había pasado una temporada en Coronda por tráfico y que una vez en libertad seguía dedicándose a lo mismo. G. tenía una Yamaha negra deslumbrante, muchas veces, antes de entrar, la veía estacionada en una de las galerías que entra por Sarmiento y sale por Córdoba, si uno viene caminando por Sarmiento. Por supuesto que se cuidaba más, aparte porque los de Drogas le habían hecho un par de visitas. Pero G. seguía en la misma. A la tarde iba a tomar un café al bar que está frente al diario y se quedaba un rato largo, un par de horas, a veces en una de las mesas que daban a la calle. No recuerdo cuándo fue, pero sí que fui a verlo a su casa con L., una amiga que ya no está, y que nos contó que a la mañana, ese mismo día, lo había allanado la policía, que él no estaba y que su novia, jovencita, se había re-portado, les había hecho frente sin quebrarse, sin decir una palabra. Estaba emocionado G. con la valentía de su chica. Más adelante, pero bastante más adelante, un día que lo crucé por la calle me dijo que vivía en zona sur, tenía otra moto y no iba más al bar porque ahí había vigilantes.

Entre tanto movimiento por nada y tanto espacio dedicado a Drogas Peligrosas llegó un operativo en Villa La Lata. Nos enteramos varias horas antes. Y también se enteraron las radios, los canales, todos los medios. El que organizaba la transa era un tal Viti, parece que tenía su historia, si uno le creía al Zorro era que Pablo Escobar vivía ahora en La Lata. Ese día estuvimos todos los periodistas, llegamos juntos, en caravana con los patrulleros de Drogas, los del Comando, los de la Guardia de Infantería. Y nos fuimos todos juntos, policías y periodistas. Recuerdo que en medio del maneje policial José Granata se lanzó por un pasillo y salió eyectado al instante, con su campera de tela azul cubierta de escupitajos. La gente de la villa pensaba que no había ninguna diferencia. Igual que Ricky.

POR OSVALDO AGUIRRE

(foto de lu6fpj -Facundo A. Fernández- con licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirDerivadasIgual 2.0 Genérica)

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Abecedarios

miércoles, 15 de septiembre de 2010 10
Ahora estoy curado, creo. Pero durante mucho tiempo tuve el vicio de escribir abecedarios. En servilletas, manteles de papel o anotadores, generalmente. Lo hacía en la copa, cuando el Negro y María se ponían a hablar de gente que no conocía y, por supuesto, en la reunión de tapa, adonde todos llevamos un hobby o alguna neurosis para matar el tiempo.

Escribía abecedarios en letra imprenta. La cursiva es aburrida. Pero no siempre eran iguales. A veces los hacía en mayúscula y otras en minúscula. En la mayoría de los casos seguía la tradicional trayectoria horizontal, de mi izquierda a mi derecha. Pero cuando cubría la superficie del papel, o simplemente cuando me sentía especialmente audaz, los largaba de arriba hacia abajo, siguiendo los márgenes.

Un aviso para los recién iniciados: sea vertical u horizontal, un abecedario no se puede interrumpir. Nunca, jamás, por ningún motivo. Esto no es joda. No seré responsable de lo que suceda si por indolencia o rebeldía adolescente cualquier pelotudo activa el maleficio. Un truco: cuando se avizora el borde de la hoja, al filo del vacío donde habitan las tortugas gigantes, hay que achicar la letra.

No importa que el abecedario se convierta en una línea ininteligible o se abolle en un amasijo de trazos. Mientras estemos convencidos en lo más íntimo de nuestro ser que en esa línea están todas las letras, de la A/a a la Z/z, nadie correrá peligro.

Hablamos de las letras simples. Alguno puede ensayar con la ch o con la ll. Que haga su experiencia. No está mal pero es una sobreactuación pavota. Como darse dique fumando cigarrillos de chocolate. Igual, no mata a nadie.

Equiparable al abecedario es la escala numérica del 0 al 9. No lo cuento como otro vicio porque entiendo que es una variante del anterior. Incluso, hasta se pueden combinar. Dejo a los científicos la polémica. Para mí es igual matar el tiempo haciendo letras que números. De 0 al 9. Ojo. No es del 1 al 7 ni del 2 a 10, ni se vale poner el cinco antes del cuatro. A riesgo de parecer paranoico, lo subrayo: la escala numérica va del cero al nueve y nunca, jamás, por ningún motivo, se debe cortar ni alterar.

No hay que ser Pitágoras para meterse en este mundo. Pero tampoco un ignorante. No queremos que un aprendiz que crea que es gracioso tirar un 1-10 termine despertando al agujero negro que se ubica en el centro de Andrómeda y que -lo sé porque lo dijo el History Channel- se quiere devorar a la Vía Láctea, nuestra patria grande. No digan que no se los advertí.

Pero yo quería contar otra cosa. En el año 2000 viajé a Brasil. Estuvo lindo. La Cancillería brasileña había organizado una gira para periodistas de diarios del interior de la Argentina. Buscaba mostrar, con visitas estratégicas y una densa agenda de entrevistas sobre economía y politica, cómo marchaba su plan de convertir a ese país en potencia global. Un avance de la película de los Bric, que años después se puso de moda.

Para los que nos gusta la política, fue alucinante. Un viaje al interior de los mitos imperiales de un país distinto, en el que las rutas no llevaban a la playa ni al corsódromo sino al megaedificio de la superpoderosa Fiesp, en San Pablo, a la rústica Riberao Preto de los coroneles de la caña de azúcar y, como no podia ser de otra manera, a la intrigante capital, Brasilia. Y allí, al Palacio de Itamaraty, donde se cocina el sueño brasileño de conquistar el mundo con fútbol, glamour y buena onda, si acaso fuera posible esta combinación.

No era un momento cualquiera. Se cumplían 500 años de la versión lusoamericana del “descubrimiento”, cuando el portugués Alvarez Cabral llegó a Porto Seguro. Con un despliegue de inteligencia política, estatal e institucional que hubiera impactado a Marc Bloch, los brasileños resignificaban su pasado con destreza magistral.

En el parque Ibirapuera de San Pablo se levantó una megaexposición de arte, antropología, historia y arqueología tan elegante y desmesurada como sólo pueden hacerla ellos. La muestra del redescubrimiento. Un espejo que devolvía, cambiada, la imagen europea del primer contacto.

De viaje por impactantes salones, ciencia y estética unían a los primeros habitantes, las culturas originarias, la conquista, la colonia y la herencia imperial de los Braganza, en un relato que sutilmente anudaba el revisionismo y la megalomanía. Sobre el final, el Brasil contemporáneo se exponía como foro de los más exquisitos debates intelectuales . Y como última estación, casi a la salida, estaba el pabellón de los locos.

Brutal forma la mía de referirse a la muestra Imágenes del Inconsciente, en la que se exponían algunas de las obras del Museo del Inconsciente que está en Río de Janeiro. Ese museo fue fundado en los años 50 por Nise Da Silveira, que revolucionó el trabajo en los institutos psiquiátricos, entre otras cosas, rescatando la expresión artística de los internos.

No entiendo mucho de esto. De pintura. Pero Flora, una señora elegante, culta y bondadosa que nos acompañó durante toda la gira, me explicó que las obras eran de artistas que sacaron chapa convirtiendo en significante la voz profunda de sus calimestrolios alterados. Me agregó que el concepto incluía la reivindicación de la irracionalidad en el arte.

Raras colecciones de jarritos y botellas, y dibujos dominados por figuras geométricas, compartían y competían en las telas con bombas de colores que cegaban de una forma maravillosa. El inconsciente en carne viva, explicaba esta mujer, llevaba naturalmente a nuestros amigos a lugares a los que los surrealistas no pudieron llegar ni aspirando hasta el polvo de la alfombra.

En esa clase estábamos cuando los ví. Estaban ahí, chiquitos y tímidos pero firmes. Uno en cada cuadro. Como si hubieran sido escritos en tinta indeleble, luchando por emerger del tumulto de imágenes alucinadas. Los abecedarios. De la A a la Z. Sin ch ni ll. Sin interrupciones ni alteraciones, evocando el misterio de un código seductor y siniestro. Construcción de orden en medio del caos, me explicó catedráticamente Flora.

Mi corazón delator me debe haber denunciado. Porque rápídamente su dedo didáctico cambió de dirección y, apurando el paso, me llevó hacia una tira de vasitos de metal que se tendía sobre una tela. Creación de otro artista que se cree loco y que, como una nota al pie, había escrito bajo el galimatías de hojalata: “A veces, cuando pinto, me siento transparente, pero casi siempre estoy lleno de colores”. Como suele pasar con la escritura.

POR ALVARO TORRIGLIA

lunes, 13 de septiembre de 2010

Hasta La Victoria

lunes, 13 de septiembre de 2010 10

Es una mala costumbre: todo papel que llega a mis manos, una gacetilla, una invitación, una publicación, lo que sea, va a parar a mi pequeño bolso de cuero, con la idea de que en algún momento voy a tener tiempo de revisarlo, leerlo, tirar lo que no sirve y guardar lo importante. Hasta que el bolso desborda y entonces descubro eventos que me perdí, gacetillas que no publiqué o revistas que aún estoy a tiempo de leer. O no.

No puedo cambiar la costumbre a pesar de eso. Ni de otras situaciones que en algún momento pudieron suponer un riesgo.

En octubre de 1989 estaba en Chile. Me faltaba poco para cumplir 22 años, eran épocas de menemismo e hiperinflación, y Nacho Suriani me había despedido de su programa porque necesitaba achicar costos.

Así que embolsé la indemnización, me tomé el TAC y crucé la cordillera con un bolso pequeño, y una carta de José Cazorla –entonces jefe de Noticias de Radio 2- para acreditarme como periodista y cubrir las elecciones de diciembre de ese año en las que se iba a elegir al primer presidente de la democracia tras la larga dictadura de Pinochet. Estaba seguro de que no la podía pasar mal si allá me esperaban amigos como Cheché –el tipo más generoso que conocí en mi vida- y Jorge Santa María.

Una de las experiencias más maravillosas de ese viaje, además de vivir esa campaña electoral y la efervescencia que significaba el inminente inicio de la etapa democrática, fue conocer La Victoria, una de las poblaciones más humildes de Santiago, de esas que suelen estar marcadas en rojo en los mapas de pobreza y conflictividad social.

La Victoria no es cualquier población y en su origen mismo está el rasgo distintivo: nació en 1957, por la acción de tres mil familias sin vivienda que tomaron los terrenos y se instalaron allí, pero con una organización que le dio un perfil social que no tenía, ni tiene, el resto de las barriadas pobres de esa ciudad monstruosa y desigual.

Desde la toma misma mucho tuvo que ver con lo que pasó allí la dirigencia comunista, que pudo convivir con otros sectores, incluida la Iglesia, y, en medio de la feroz dictadura, convertir a La Victoria en un verdadero foco de resistencia.

El 30 de octubre de 1989, el día que fui a ese lugar del que necesariamente se sale transformado, se cumplían 32 años de la histórica toma. Y como cada aniversario desde 1958 había fiesta popular.

Pero no entraba cualquiera. Para poder pasar Ani, una amiga del Cheché con años de militancia en el PC chileno, consiguió un contacto. En el ingreso al barrio nos esperó una pequeña comisión que hizo las veces de guía y guardia de seguridad de principio a fin.

Fuimos Jorge, que llevó su cámara de fotos, y yo, con mi viejo morral psicobolche que tenía el –visto desde lo que son los aparatos hoy- enorme grabador Panasonic y un anotador en su interior. Y nos sorprendíamos a cada paso.

Todavía era dictadura. Y días antes habíamos corrido de lo lindo cuando en un acto de la Concertación, en la zona del estadio Santa Laura, irrumpieron los carabineros de Pinochet con el famoso Guanaco, el camión hidrante que mojaba con agua que, decían, dejaba manchada la ropa, así la gente quedaba marcada.

Pero allí, en La Victoria, había definitivamente un clima diferente. Las calles, angostas, de tierra, desparejas, tenían otros nombres, escritos en letreros bien rústicos: “Ahora caminamos por Carlos Marx y vamos a doblar en Unidad Popular”, nos decía uno de nuestros guías. Que explicaba que “los pacos” (carabineros) de vez en cuando entraban y se llevaban esos carteles, pero que los vecinos los volvían a poner y más grandes: “Nosotros hicimos las calles, así que les ponemos el nombre que queremos”, argumentaba con una lógica imposible de refutar.

Las paredes también tenían sus particularidades: allí quedaba grabado el trabajo de los grupos muralistas que encontraban en el arte una forma de resistencia, una tradición que hoy continúa. Era como todo un pueblo pintado por coloridos Carpanis.

En esos dibujos se repetía una figura: la del cura francés André Jarlan, sacerdote del lugar, que fue asesinado en marzo de 1984 mientras rezaba, luego de una de las feroces irrupciones de las fuerzas de Pinochet, que cuando entraban, pasando por arriba las barricadas que instalaban los vecinos, lo hacían a sangre y fuego.

Católicos y no católicos lo veneraban. Los comunistas también, claro.

Una mujer del PC, que se llamaba Elizabeth Orrego, era la presidenta de la Junta de Vecinos. Ella explicaba que frente a la dura represión del régimen tener una organización férrea fue una clave de superviviencia.

Se elegía un delegado por cuadra, para garantizar que todos los vecinos tuvieran su representante. “Gracias a eso nos conocemos todos y si aparece un sapo (servicio) lo identificamos enseguida”, contaba. En la Junta también se enseñaba a curar heridos, defenderse de las bombas lacrimógenas, de los palos.

Eso explicaba por qué ese 30 de octubre de 1989, en esa fiesta que era popular en serio, no aparecía el miedo que sí era palpable aún en otras partes de Santiago. Las calles, como decía el guía, eran de ellos.

Sobre el final de aquel día inolvidable nos esperaba una última sorpresa: cuando Jorge, yo y nuestra módica comitiva estábamos cerca de completar el recorrido, vimos que venía detrás nuestro un grupo de gente bien numeroso, rodeado de un cordón de jóvenes de camisas moradas.

Nuestros acompañantes se decían unos a otros: “Es él, es él”, emocionados como un rolinga rosarino que ve llegar a Keith Richards por la peatonal Córdoba. En el medio de las cincuenta, sesenta personas, estaba Volodia Teitelboim, entonces secretario general del PC chileno recientemente retornado del exilio y, lo supe después, un escritor de fuste, respetado en el mundo entero.

Hubo realmente mucha cortesía. Pararon, nuestros guías dijeron que éramos periodistas argentinos, Volodia nos saludó y nos terminamos sumando a la imponente columna.

E incluso más: la invitación se extendió y nos fuimos con ellos de La Victoria, ese lugar inolvidable. Uno de los muchachos de camisa morada apretó fuerte mi mano y me dijo firme y a la vez galante: “Un gusto haber sido custodio suyo”. Después nos subieron a un auto fabricado en la Unión Soviética, un Lada bien comunista, y nos llevaron a otra población, no recuerdo cuál, donde Volodia cerró con un discurso un acto de campaña.

Al otro día el plan era bien otro: el ministro del Interior de Pinochet (de este no sé el nombre, la memoria es selectiva) iba a dar una conferencia de prensa para brindar detalles de la organización de los comicios para los que faltaban 45 días.

Me vestí con una prolijidad que no acostumbraba. Salí de la casa de Cheché en Peñalolén con tiempo, me subí a la liebre en la avenida Grecia y me bajé unas cuadras antes de la parada indicada, para caminar un poco por la Alameda, hasta ese edificio del que tanto había oído hablar pero aún no conocía.

Un escalofrío me corrió por el cuerpo cuando en el ingreso al Palacio de la Moneda un carabinero me pidió que abriera mi morral psicobolche: maldita costumbre, estaban allí, junto con el grabador Panasonic y el anotador casi escrito en su totalidad el día anterior, todos los papeles que me habían dado en La Victoria.

El carabinero no les dio importancia, no los vio, tenía la orden de buscar otra cosa que papeles, no lo supe. Yo temblaba.

Una vez que pasé y me senté en la sala de la conferencia de prensa, ambientada con estilo francés, pegué una mirada rápida al interior del morral: lo primero que vi fue “El Rodriguista”, la revista del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, el grupo que en 1986 intentó, sin suerte, matar a Pinochet. De a poco cedió el miedo. Y me ganó una extraña sensación de felicidad.

POR DAMIAN SCHWARZSTEIN

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Una lección inesperada

miércoles, 8 de septiembre de 2010 9
Yo era parte de una banda de estudiantes de Comunicación que no podía tener su programa de radio y, decididos a no perder el tiempo, eligieron las paredes de la ciudad para escribir sus libretos. Nos llamábamos Los Eccos de Umberto, así, con dos o con tres “c”, ordenadas de menor a mayor simulando las ondas del eco. Unos creativos bárbaros.

Escribíamos sobre cualquier persona, personaje o circunstancia que nos diera un motivo. Eran lindos días y mejores noches porque, como cualquier acto contravencional, era recomendable no hacerlo a la vista de la gente. No éramos del agrado de los vecinos, no los culpo, aunque creo que muchos disfrutaban de nuestras frases cuando no estaban escritas en el frente de sus casas.

En algún momento el tema de las pintadas callejeras se le fue de las manos a la municipalidad de Usandizaga. Había cientos de pibes escribiendo lo que se les viniera en ganas en cualquier pedazo de ciudad. Y las cosas se pusieron más duras. Había que detener a los criminales del aerosol. Las fuerzas del orden estaban en pie de guerra. El peso de la ley debía hacerse sentir.

Para ser sincero, nunca tuvimos que correr, nunca vimos un patrullero, y ni siquiera vimos a un policía de cerca, pero el riesgo de terminar la noche en la cárcel nos divertía. Éramos clandestinos en la época de Corazón clandestino.

Por entonces, no era raro que los medios levantaran nuestras frases. El 28 de febrero del 87 se incendiaba el Teatro Olimpo y a la mañana siguiente, directamente de las paredes a la radio, sonaba la pregunta desconsolada de los dioses del Olimpo: “¿Y ahora, dónde vamos a dormir?”. Nacho nos festejaba en Diariamente los diarios. Para una banda de pibes que no podían acceder a la radio era tocar el cielo con las manos.

Otra de nuestras pintadas, más críptica en el contenido pero con un destinatario concreto, decía: “Las columnas de La Capital pertenecen a Hércules”. Y parece que esta le gustó a Evaristo, o al menos vio en nosotros una oportunidad. Una noche nos paró mientras pasábamos por la vereda de LT8 y nos prometió impunidad si arremetíamos con insistencia contra el diario de los Lagos. Si la policía los agarra yo los saco, dijo riendo. Nos ofrecía un cheque en blanco por un trabajo que optamos por no tomar.

Entonces, con 18 años, un año de facultad y muy pocos medios recorridos, era imposible que entendiera la magnitud de la enseñanza. A los pies del reloj a energía solar de Córdoba 1843, a Evaristo le bastó un solo minuto para darnos una gran clase de Historia de los medios. La clase más corta.

POR EL COLO MASCALI

viernes, 3 de septiembre de 2010

El aroma de los eucaliptos

viernes, 3 de septiembre de 2010 9
El olor de la descomposición no llegaba a ser disimulado por el aroma del monte de eucaliptos. No sólo lo recuerdo –un olor acre, pegajoso, que se quedaba adherido a las fosas nasales produciendo un levísimo ardor– sino que todavía está en mí, como agazapado, esperando quién sabe qué. Allí, entre los eucaliptos, estaba el cadáver, acompañado por el zumbido de las moscas que lo asediaban, saludado por el canto de los pájaros que desde lo alto de las copas de los árboles parecían observarlo asombrados, sin la actitud natural-profesional de policías y cronistas. Allí estaba, lo recuerdo bien, con detalles, en medio de una confusión de maderas, telas, trozos de nylon, ropas de mujer, sogas, papeles y perros que jugueteaban con un tapado de piel sintética imitación leopardo. Allí estaba, hace diez años y también ahora, acostado sobre unos cajones que hacían las veces de cama.

Era el cuerpo de un hombre. Estaba muy hinchado y tumefacto, y se encontraba vestido con una pollera que parecía reventar debido a la inflamación del vientre. Vestía además una blusa multicolor que –ya carcomida por las alimañas– dejaba ver un corpiño que alguna vez fue blanco y que por entonces presentaba un color desconocido, entre rosado y marrón.

Era el cadáver de un ex combatiente llamado Hugo, un hombre de menos de 40 años que había estado dispuesto a morir, diecisiete años antes, en las Islas Malvinas. Su cuerpo bien pudo yacer sobre la fría turba de las praderas de Ganso Verde, junto a otros cadáveres de otros jóvenes como él.

Su cadáver pudo haber sido encontrado, igualmente putrefacto, tal vez atacado por otras especies de alimañas, en las cercanías de Puerto Argentino, después de alguna de las horribles matanzas nocturnas desatadas en medio de la confusión, el frío y el hambre. Pudo haber sido muerto en circunstancias consideradas más heroicas, durante los últimos ataques de las tropas inglesas que precedieron la rendición final firmada por los generales y preanunciada por el mismísimo Papa durante su visita a la Argentina. Pero no fue así. El muchacho oriundo de la zona sur de Rosario fue a Malvinas y volvió. Claro que “un poco cambiado”, según señalaron aquel día quienes lo había conocido.

"Se le daba por vestirse con ropas de mujer, pero no se metía con nadie. Era muy simpático", aseguraron los vecinos consultados por los cronistas. Los habitantes de la zona fueron los únicos capaces de indicar a los confundidos agentes de policía dónde hallar el cuerpo en medio del cerrado monte de eucaliptos del barrio San Fernando de Capitán Bermúdez, al final de un camino escondido y tenebroso que parecía no conducir a ninguna parte.

Aquel día, los vecinos contaron que el ex combatiente se paseaba por el barrio luciendo polleras multicolores, collares y anillos. Que tenía “una belleza sobria”, “sin exhibicionismos”, una belleza “típicamente femenina” y “maternal”, según describieron algunos testimonios. Solía colocarse un almohadón en el vientre simulando un embarazo. También acostumbraba a pasearse empujando un cochecito en el que transportaba "a su bebé”: un muñeco rubio y regordete, prolijamente vestido, cuidado con esmero.

El "loco de la pollera"–así se lo conocía entre los vecinos de Capitán Bermúdez– había aparecido en esa localidad después de abandonar el hospital Agudo Ávila de Rosario, y luego de huir de su familia. Periódicamente sus padres y hermanos se internaban en el monte de eucaliptos para pedirle que regresara. Pero él nunca quiso volver. Se sentía bien allí, en su indescriptible choza de maderas y nylon adornada con flores.

Vivía arreglándose con esmero y coquetería, contaron los habitantes del lugar. Pero un día –el mismo día en que Charles, príncipe de Gales, visitó la Argentina y recorrió la huerta ecológica de Piero– Hugo murió “por causas que no se pudieron determinar”. Los vecinos afirmaron haber escuchado tiroteos y algunos deslizaron que pudo ser víctima de delincuentes. Los forenses, a causa del avanzado estado de putrefacción del cuerpo, no pudieron descubrir las causas de su deceso.

Sus amigos, especialmente los ex combatientes que estuvieron con él en aquellas batallas de diecisiete años atrás, fueron mucho más osados, e incluso algunos aventuraron, sin dar muchas explicaciones al respecto, que tal vez no sea cierto que Hugo, "el loco de la pollera", no murió allá en la guerra.

Diez años después, aquel hedor todavía persiste en mi memoria, al igual que las hipótesis de los vecinos. Algunas muy disparatadas, me incitaron por entonces, hace una década, durante el viaje de regreso al diario en taxi, a fantasear una serie de finales alternativos, amparados por la falta de información, basados en el vacío que dejan “los hechos”. Nada de eso fue escrito aquel día tan lejano y cercano. Ni siquiera como borrador o apunte al margen. Nada de eso: en el anotador consigné, prolijo y veraz, los hechos que irían en la cabeza de la nota. Pero lo no escrito, lo que quedó fuera de la crónica, después de tanto tiempo, compruebo, permaneció grabado en la memoria, como una reelaboración de una reelaboración, como una versión de una versión sin original.

Después de todo, los relatos que intentan dar cuenta de lo real, los testimonios históricos, las crónicas de “los hechos de la realidad”, tienen la misma estructura de un relato de ficción. Y en el fondo, como demostró Hayden White, son lo mismo, porque Hugo nunca regresó, y todavía permanece allá en Malvinas, luchando con su pollera, su blusa y sus flores, parapetado en una trinchera, defendiendo una posición inexpugnable desde 1982, con su bebé en el cochecito, pequeño héroe de guerra, y con su tapado de piel. O: regresó de Malvinas y ahora, en este preciso momento, una década después de la crónica que dio cuenta de su muerte, está disfrutando del aroma fresco que viene del monte de eucaliptos, en el barrio San Fernando de Capitán Bermúdez.

POR PABLO BILSKY

foto: "Argentine cemetry", de Chris Pearson, licencia Creative Commons Reconocimiento 2.0 Genérica
 
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