lunes, 13 de septiembre de 2010

Hasta La Victoria

lunes, 13 de septiembre de 2010

Es una mala costumbre: todo papel que llega a mis manos, una gacetilla, una invitación, una publicación, lo que sea, va a parar a mi pequeño bolso de cuero, con la idea de que en algún momento voy a tener tiempo de revisarlo, leerlo, tirar lo que no sirve y guardar lo importante. Hasta que el bolso desborda y entonces descubro eventos que me perdí, gacetillas que no publiqué o revistas que aún estoy a tiempo de leer. O no.

No puedo cambiar la costumbre a pesar de eso. Ni de otras situaciones que en algún momento pudieron suponer un riesgo.

En octubre de 1989 estaba en Chile. Me faltaba poco para cumplir 22 años, eran épocas de menemismo e hiperinflación, y Nacho Suriani me había despedido de su programa porque necesitaba achicar costos.

Así que embolsé la indemnización, me tomé el TAC y crucé la cordillera con un bolso pequeño, y una carta de José Cazorla –entonces jefe de Noticias de Radio 2- para acreditarme como periodista y cubrir las elecciones de diciembre de ese año en las que se iba a elegir al primer presidente de la democracia tras la larga dictadura de Pinochet. Estaba seguro de que no la podía pasar mal si allá me esperaban amigos como Cheché –el tipo más generoso que conocí en mi vida- y Jorge Santa María.

Una de las experiencias más maravillosas de ese viaje, además de vivir esa campaña electoral y la efervescencia que significaba el inminente inicio de la etapa democrática, fue conocer La Victoria, una de las poblaciones más humildes de Santiago, de esas que suelen estar marcadas en rojo en los mapas de pobreza y conflictividad social.

La Victoria no es cualquier población y en su origen mismo está el rasgo distintivo: nació en 1957, por la acción de tres mil familias sin vivienda que tomaron los terrenos y se instalaron allí, pero con una organización que le dio un perfil social que no tenía, ni tiene, el resto de las barriadas pobres de esa ciudad monstruosa y desigual.

Desde la toma misma mucho tuvo que ver con lo que pasó allí la dirigencia comunista, que pudo convivir con otros sectores, incluida la Iglesia, y, en medio de la feroz dictadura, convertir a La Victoria en un verdadero foco de resistencia.

El 30 de octubre de 1989, el día que fui a ese lugar del que necesariamente se sale transformado, se cumplían 32 años de la histórica toma. Y como cada aniversario desde 1958 había fiesta popular.

Pero no entraba cualquiera. Para poder pasar Ani, una amiga del Cheché con años de militancia en el PC chileno, consiguió un contacto. En el ingreso al barrio nos esperó una pequeña comisión que hizo las veces de guía y guardia de seguridad de principio a fin.

Fuimos Jorge, que llevó su cámara de fotos, y yo, con mi viejo morral psicobolche que tenía el –visto desde lo que son los aparatos hoy- enorme grabador Panasonic y un anotador en su interior. Y nos sorprendíamos a cada paso.

Todavía era dictadura. Y días antes habíamos corrido de lo lindo cuando en un acto de la Concertación, en la zona del estadio Santa Laura, irrumpieron los carabineros de Pinochet con el famoso Guanaco, el camión hidrante que mojaba con agua que, decían, dejaba manchada la ropa, así la gente quedaba marcada.

Pero allí, en La Victoria, había definitivamente un clima diferente. Las calles, angostas, de tierra, desparejas, tenían otros nombres, escritos en letreros bien rústicos: “Ahora caminamos por Carlos Marx y vamos a doblar en Unidad Popular”, nos decía uno de nuestros guías. Que explicaba que “los pacos” (carabineros) de vez en cuando entraban y se llevaban esos carteles, pero que los vecinos los volvían a poner y más grandes: “Nosotros hicimos las calles, así que les ponemos el nombre que queremos”, argumentaba con una lógica imposible de refutar.

Las paredes también tenían sus particularidades: allí quedaba grabado el trabajo de los grupos muralistas que encontraban en el arte una forma de resistencia, una tradición que hoy continúa. Era como todo un pueblo pintado por coloridos Carpanis.

En esos dibujos se repetía una figura: la del cura francés André Jarlan, sacerdote del lugar, que fue asesinado en marzo de 1984 mientras rezaba, luego de una de las feroces irrupciones de las fuerzas de Pinochet, que cuando entraban, pasando por arriba las barricadas que instalaban los vecinos, lo hacían a sangre y fuego.

Católicos y no católicos lo veneraban. Los comunistas también, claro.

Una mujer del PC, que se llamaba Elizabeth Orrego, era la presidenta de la Junta de Vecinos. Ella explicaba que frente a la dura represión del régimen tener una organización férrea fue una clave de superviviencia.

Se elegía un delegado por cuadra, para garantizar que todos los vecinos tuvieran su representante. “Gracias a eso nos conocemos todos y si aparece un sapo (servicio) lo identificamos enseguida”, contaba. En la Junta también se enseñaba a curar heridos, defenderse de las bombas lacrimógenas, de los palos.

Eso explicaba por qué ese 30 de octubre de 1989, en esa fiesta que era popular en serio, no aparecía el miedo que sí era palpable aún en otras partes de Santiago. Las calles, como decía el guía, eran de ellos.

Sobre el final de aquel día inolvidable nos esperaba una última sorpresa: cuando Jorge, yo y nuestra módica comitiva estábamos cerca de completar el recorrido, vimos que venía detrás nuestro un grupo de gente bien numeroso, rodeado de un cordón de jóvenes de camisas moradas.

Nuestros acompañantes se decían unos a otros: “Es él, es él”, emocionados como un rolinga rosarino que ve llegar a Keith Richards por la peatonal Córdoba. En el medio de las cincuenta, sesenta personas, estaba Volodia Teitelboim, entonces secretario general del PC chileno recientemente retornado del exilio y, lo supe después, un escritor de fuste, respetado en el mundo entero.

Hubo realmente mucha cortesía. Pararon, nuestros guías dijeron que éramos periodistas argentinos, Volodia nos saludó y nos terminamos sumando a la imponente columna.

E incluso más: la invitación se extendió y nos fuimos con ellos de La Victoria, ese lugar inolvidable. Uno de los muchachos de camisa morada apretó fuerte mi mano y me dijo firme y a la vez galante: “Un gusto haber sido custodio suyo”. Después nos subieron a un auto fabricado en la Unión Soviética, un Lada bien comunista, y nos llevaron a otra población, no recuerdo cuál, donde Volodia cerró con un discurso un acto de campaña.

Al otro día el plan era bien otro: el ministro del Interior de Pinochet (de este no sé el nombre, la memoria es selectiva) iba a dar una conferencia de prensa para brindar detalles de la organización de los comicios para los que faltaban 45 días.

Me vestí con una prolijidad que no acostumbraba. Salí de la casa de Cheché en Peñalolén con tiempo, me subí a la liebre en la avenida Grecia y me bajé unas cuadras antes de la parada indicada, para caminar un poco por la Alameda, hasta ese edificio del que tanto había oído hablar pero aún no conocía.

Un escalofrío me corrió por el cuerpo cuando en el ingreso al Palacio de la Moneda un carabinero me pidió que abriera mi morral psicobolche: maldita costumbre, estaban allí, junto con el grabador Panasonic y el anotador casi escrito en su totalidad el día anterior, todos los papeles que me habían dado en La Victoria.

El carabinero no les dio importancia, no los vio, tenía la orden de buscar otra cosa que papeles, no lo supe. Yo temblaba.

Una vez que pasé y me senté en la sala de la conferencia de prensa, ambientada con estilo francés, pegué una mirada rápida al interior del morral: lo primero que vi fue “El Rodriguista”, la revista del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, el grupo que en 1986 intentó, sin suerte, matar a Pinochet. De a poco cedió el miedo. Y me ganó una extraña sensación de felicidad.

POR DAMIAN SCHWARZSTEIN

10 comentarios:

Unknown dijo...

Hermoso relato, Pelado

Anónimo dijo...

Qué bello, Pelado! Qué bueno que hayas rescatado esta historia... Besos. Sonia

br1correa dijo...

Hermosa historia, el Periodismo es un privilegio...

Anónimo dijo...

creo que nacemos para vivir alguna cosa así, cuando nos tocan por ahí no la dimensionamos. el recuerdo las trae y nos detenemos frente a ellas, las miramos, le damos sentido y pensamos que todo no fue en vano.

Hernán dijo...

qué envidia me da, quiero haber vivido eso y mucho más ser el que lo escribió.

Anónimo dijo...

Como si te estuviera viendo, Pelado. Qué bien que lo contás. Flor Okif

alvaro dijo...

Brillante. Por el ritmo y la economía del relato y porque recrea intensamente el clima de la época. Usando tu nota podremos descubrir quién es American Psicobolche

paolairurtia.blogspot.com dijo...

una crónica, señora crónica, un cuento, si te hace feliz al alma que lo llame cuento. eso quiero, en realidad, devolver un poco de la felicidad al alma que me regalaste al leerlo.

Anónimo dijo...

Gracias a todos. Me hacen poner colorado. Y Paola, sos muy buena, así que si te hice feliz un poco, yo también.

silvina dijo...

Impresionante experiencia. Impresionante haber elegido hacer ese viaje con una indemnización. La verdad es que te imagino caminando esas calles de La Victoria con la misma calma que te veo de vez en cuando caminando las calles de Rosario. Me quedé pensando que en todas las experiencias intensas siempre hay un poco de miedo y un poco de felicidad.
Muy buena historia Pelado.
Y Chile, hermoso.

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