jueves, 30 de septiembre de 2010

Tizne

jueves, 30 de septiembre de 2010
“Vecinos de la zona sur volvieron a cortar la avenida de Circunvalación a la altura de calle Garibaldi para reclamar por trabajo y planes sociales y denunciar la situación de extrema pobreza que están atravesando. Más de cien personas, la mayoría mujeres y niños, desafiaron el frío y permanecieron durante más de ocho horas a la espera de una respuesta de las autoridades”, escribí, casi automáticamente, con los dedos todavía entumecidos por el frío, apenas regresé de hablar con los vecinos que estaban sosteniendo la protesta. Corría el año 2001, tiempos de devastación neoliberal en la Argentina y cada día, en realidad varias veces por día, los cronistas de El Ciudadano nos repartíamos por los distintos cortes para después volver corriendo a la Redacción, a tratar de armar una nota que diera cuenta de ese complejo panorama de medidas de fuerza.

Estaba a punto de iniciar el segundo párrafo de la crónica cuando vi entrar a uno de los delegados de la comisión interna del diario. Gesto adusto, mirada torva, el mensaje era inconfundible, repetido, consabido: “Hoy no se cobra muchachos, y no hay fecha”.

Por aquellos años, cuando la situación del país y la consiguiente degradación de la labor periodística se veían claramente reflejadas dentro del diario, y cada mes, cada fecha de cobro, se desplegaba una renovada lucha de los trabajadores, con asambleas, paros, cortes de calle y volanteadas, esas simples y temidas palabras –“No se cobra”– detonaban en forma inmediata, automática, un aceitado mecanismo ejecutado por el Sindicato de Prensa y la interna, con la participación de cada uno de los trabajadores: procuración de pancartas, cubiertas, volantes y bombas de estruendo. Y a la calle.

A menos de cuarenta minutos del anuncio del nuevo incumplimiento patronal, con la crónica del corte de Circunvalación ya terminada a los apurones y pasada a edición, los trabajadores de El Ciudadano gritábamos por nuestros salarios entre el humo denso, negro y pringoso de las cubiertas que se consumían en medio de la calzada, en calle Dorrego, produciendo un corte parecido a los que, en esos mismos momentos, tenían lugar en otros puntos de Rosario. Tras casi dos horas de protesta callejera frente al diario, se supo que pagarían, al menos una parte del sueldo, esa misma jornada. “Hay que volver a hacer el diario”, nos decíamos unos a otros, redundantes, como pensando en voz alta, mientras recogíamos los negros y humeantes amasijos de alambres, caucho y pez, que dejan como residuo las cubiertas consumidas, como filigranas pastosas de olor picante.

En esos momentos se experimentaba una mezcla de cansancio, bronca, alegría y tristeza. Tener que hacer lo mismo cada mes, y hasta dos o tres veces por mes, para ir cobrando el salario en cuentagotas. Y encima tener que interrumpir la medida de fuerza ante las irresponsables idas y vueltas de la patronal, y volver a hacer el diario tras un parate de casi tres horas, que atrasa la edición en forma drástica, irrecuperable en otras condiciones consideradas “normales”. Pero no. Allí todo transcurría con la veloz naturalidad de lo repetido: cubrir, escribir la nota, encender gomas, putear, hacer estallar bombas, entregar volantes a transeúntes y automovilistas y volver a escribir y así……y el diario salía, siempre, y pese a todo. Las horas de paro eran compensadas por los trabajadores con más laburo, más presión, más trabajo en equipo, y más velocidad en cada una de las tareas.

Estaba haciendo los últimos ajustes a la nota de la protesta de los vecinos de la zona sur ya en la sección Diagramación –los dedos todavía tiznados dejaron marcas sobre el blanquísimo teclado ergonométrico de la Mac–, cuando sonó otro grito de alarma. “Parece que van a desalojar el corte de Circunvalación”. Tres compañeros dieron un respingo al mismo tiempo: un fotógrafo, un editor y un cronista. Por aquellos días, con Carlos Reutemann como gobernador de la provincia y el ex Side y por entonces secretario de Seguridad, Enrique Álvarez, había que acudir sin demora. Cinco minutos después de la alarma, estaba en un taxi camino al corte.

Más de cien personas soportaban el frío junto a las gomas encendidas, y ante la atenta mirada de un batallón de policías que parecía preparase para invadir los Estados Unidos.

Sobre la cinta asfáltica congelada y gris, el espacio vacío que separaba a los manifestantes de la policía parecía enorme, compacto. A ambos lados de la ruta se extendían los humildes hogares de las personas que protestaban: techos de zinc sobre los que descansaban cubiertas, trozos de madera y metal, y otros objetos que a la distancia parecían sin nombre. De un lado del vacío, hombres, mujeres y niños desarrapados, cansados, muertos de frío, portando bebés, arrugados paquetes de galletitas, ataditos de ropa muy gastada y envases de gaseosas de marcas baja gama. Del otro lado, los policías con sus uniformes desarrapados, de un azul desleído, cansados y muertos de frío, se arropaban ominosos con sus palos y sus escudos.

“Vimos que andaba por ahí con su auto Enrique Álvarez. Cuando aparece ese, a los cinco minutos da la orden y nos recagan a palos”, denunció una de las personas que protagonizaban la protesta.

De a ratos se producía un silencio desagradable, sólo interrumpido por los ladridos de los muchos perros que acompañaban la protesta. En medio de la nada, la miseria, la espera y el frío, hasta los ladridos de los perros del barrio resultaban siniestros.

Después de dos horas de tensión, cuando ya caía la noche, comenzó una negociación con la policía y debí volver a la Redacción a escribir la nota, ya amenazado por la hora de cierre de la edición, un cierre forzado, difícil. “Cualquier cosa avisen”. La frase se repetía cada vez que un cronista abandonaba la cobertura de una protesta.

Cuando regresaba en taxi a la Redacción otro piquete se interpuso en el camino.

“La puta madre… acá también está cortado”, dijo el taxista. “Sí, ya sé, ya sé… que los maten a todos, ¿no?”, dije, harto de escuchar siempre lo mismo. Pero el hombre no percibió la ironía.

“Pero claro…. que vayan a laburar, vagos”, señaló el tachero cuando ya llegábamos al diario.

Me bajé revisando los apuntes en la libretita. Las páginas también tenían marcas de tizne. Mientras subía las escaleras hacia la Redacción, me odié por el exceso de fina, boba ironía ante el taxista. Debí putearlo, claramente, pensé mientras cruzaba la filita feliz de compañeros esperando por el cobro, cuando ya llegaba al escritorio y me zambullía sobre el teclado, en medio del ajetreo de la edición atrasada y tiznada.

Pero cuando comencé a escribir y describir la protesta, las mujeres y los chicos muertos de frío pidiendo comida, por un lado, y los palos y escudos de los policías, por el otro, el comentario del taxista volvió a retumbar en mi cabeza. “Nazi de mierda”, grité golpeando el escritorio con el puño. Nadie se inmutó. En la Redacción de El Ciudadano por aquellos días, la siempre lábil y ambigua noción de “normalidad” incluía alaridos, puñetazos a escritorios y paredes, ladridos dirigidos a las computadoras, risas estertóreas, llantos de alegría, tristeza, bronca y otros motivos indescifrables, cabriolas propias de saltimbanquis, actos de prestidigitación y funambulismo.

“Caos” y “tole-tole” eran las expresiones preferidas en la Redacción. Funcionaban como mantras, como una suerte de Om desesperado y desesperante, propio de occidentales lastrados, que ya habían arrojado a los perros los anhelos de paz, calma y vida sana. En ese particular contexto una modesta puteada con puñetazo era una de las más anodinas formas de la nada. “Nazi, botón y vigilante”, dije, pero enseguida me arrepentí: “El tachero es un laburante también, che”, pensé, correcto. Pero cuando observé las imágenes tomadas en el corte que me mostraron los compañeros de la sección Fotografía –se veían chicos y mujeres mayores temblando de hambre, frío y miedo en medio de la nada– la corrección política y la fina comprensión de las complejidades de la mente humana de clase media se esfumaron como negro humo de quemadas cubiertas, y dejaron lugar al planteo inicial: “Nazis y vigilantes”, dije en voz alta, ahora más “inclusivo” gracias al uso del plural. De algún lugar entre el caos que se enseñoreaba por la Redacción, se elevó el dedo pulgar de un compañero, aprobatorio y tiznado.

POR PABLO BILSKY

15 comentarios:

Anónimo dijo...

Bilsky:con humildad te digo que tu visión de los quilombos en El Ciudadano es demasiado "romántica". Yo para entonces ya no estaba en el diario, pero los quilombos ahí existieron desde el principio, desde la calle Oroño: confusión, malestar, broncas... Cuando yo pasé a trabajar a La Capital, recién ahí me di cuenta por qué estaba todo mal en El Ciudadano: porque había sido gestado, organizado y empaquetado por gente que venía de La Capital, con la mentalidad medio pelo de La Capital, la mentalidad mezquina de La Capital, gris, aburrida, burócrata, miedosa. Y lo peor es que creían que seguían trabajando en ¡¡La Capital!!! Y cuando protestaron fueron a protestar a ¡¡¡La Capital!! Y hablaban de La Capital como si fuera el principio y el fin de este puto mundo. Nunca entendieron... Estábamos los que escribíamos sin preocuparnos de La Capital ni de nada, pero no sirvió. Eramos bastantes, pero no sirvió. Los que mandaban eran los otros, y por eso desde el principio estuvimos sonados. La debacle del 2001 es apenas una anécdota en el fracaso anticipado del diario.
Saludos. Carolina.

Hernán dijo...

Me parece que el comentario previo va a poner buenísimo el debate. A oír!!

alvaro dijo...

Creo humildemente que la obsesión con La Capital pone el debate sobre el comentario previo en el terreno de lo terapéutico. Toda vez que el mundo gris, aburrido, burócrata, miedoso y medio pelo de ese diario parece ejercer tal atracción, que alguna joven tralentosa se empecinó en trabajar en ese infierno incluso cuando los burócratas de sus compañeros hacían paro (en 2001 se registró en el diario uno de los picos del conflicto que en forma permanente sostienen los trabajadores del diario desde los 90 con el Grupo Huno). Debe ser muy duro para una pluma brillante y creativa sacrificar su talento durante estrictas seis horas, cinco veces a la semana, marcando tarjeta en La Capital, con el único y noble fin de evitar que ese sueldo caiga en manos de algún oscuro y temeroso oficinista. Como consuelo, hay una sección colorida, divertida, ágil y temeraria como El Mundo, que brinda contención a las almas sensibles que quedan atrapadas en la mediocridad de calle Sarmiento.

Anónimo dijo...

Alvaro: bueno, en vez de generar el debate, vos caíste en el golpe bajo que no lleva a ninguna parte. De todas formas,antes de opinar así, tendrías que informarte un poco más, a saber:

-En el 2001 yo vivía amenazada por el jefe de la sección donde trabajaba: "Como yo te traje también te puedo sacar", entre otras cosas peores que aquí no voy a mencionar.

-En el paro del 2001 (o 2002) yo no salí a la calle porque me descompuse en el diario a la primera bomba que tiraron durante la mañana. Mientras estaban todos afuera, yo estaba en el baño vomitando y con una presión de menos tres. Llamaron a la ambulancia, pero todo se demoró y no la dejaron pasar. Me dieron de tomar Rivotril, todo tipo de calmantes, y nada, seguía descompuesta. Yo sufro de pánico a las explosiones. Es un trauma infantil...largo de explicar... desde que el auto de mis viejos, en el 76, quedó atrapado en un tiroteo entre milicos y guerrilleros, cerca de la fábrica militar de Fray Luis Beltrán. Casi nos matan a todos... Ahora estoy mejor, después de muchísimos años de terapia y medicación. Pero en aquel entonces estaba muy mal, y las amenazas y los gritos de mi jefe de entonces agravaron más la situación.

-Cuando salí aquella noche del diario, mareada y asqueda de tanto vomitar, me llenaron de huevazos e insultos.

-Después empezaron las amenazas por TE, durante seis meses: me llamaban a mi casa y me decían que no fuera a trabajar, que me iban a marcar la cara, que no me iban a quedar más ganar de trabajar, que me iban a sacar en ambulancia, pero de los golpes que me iban a dar. Obviamente nunca les hice caso a esa manga de mafiosos y cagones.

-Yo vengo de una familia de larga militancia sindical y peronista. Me crié en las asambleas de la calle Dorrego, en Foetra, cuando la mayoría de los que están acá en el diario hablaban al pedo en una mesa de café. Antes de escuchar discos de los Stones ya sabía de todos los convenios y estatutos habidos y por haber. Yo fui a asambleas donde la gente votaba a mano alzada y se cagaba a piñas, ¿sabés por qué? Porque tenían opciones por las cuales votar y motivos para cagarse a piñas. No como las asambleas digitadas que se hacen acá en el diario, donde al opción es el "sisisi" o el destierro y las amenazas.

-No me considero ninguna pluma brillante ni talentosa. Simplemente he tenido el coraje de decir algunas cosas y darles otro enfoque. Nada más. Me censuraron acá como me hubiesen censurado en cualquier otro medio masivo.

-Por último te digo que, he aprendido mucho más en la sección El Mundo, me he enterado más de la vida y de las personas en la sección El Mundo,
que teniendo que esperar ocho horas en el teléfono a Charly García.

Saludos. Carolina.

alvaro dijo...

Carolina,
La historia es conmovedora. Seguramente entre los cientos que estaban en el piquete durante aquellos días podrías haber escuchado algunos relatos tan o más dramáticos. Pero a esos grises, aburridos, burócratas y miedosos no les impidió estar donde debían estar. Incluso a alguno que también se descompuso, pero afuera. El miedo es un argumento más atendible. Un sentimiento tan humano como respetable y común a todos nostros. Pero a algunos el miedo nos lima la soberbia. En otros casos, parece que la potencia. Así, el miedo al ruido de las bombas, a los gritos del jefe y a muchas otras cosas más, desaparece y llega la valentía que permite descalificar desde una extraña soberbia a un montón de gente que, con sus limitaciones, trabaja y pelea en el diario desde hace muchos años. Tratarla de gris, aburrida, mediocre, burócrata y miedosa es un acto de coraje. Pero cuando alguien te recuerda tu posición en ese colectivo te da un golpe bajo. Es como un boxeador que exhibe su bravura cuando pega pero pide penal cuando le contestan. No tengo ninguna vocación de polemizar pero hay cosas que no se pueden dejar pasar. Un abrazo.

Silvina dijo...

Empiezo por el principio: me gusta mucho esta crónica de Bilsky y ese ida y vuelta entre dos conflictos (ese viaje de ida y vuelta de un conflicto a otro de la ciudad, dos veces en el día, con realidades sin dudas distintas pero seguramente con la misma angustia que producen esos reclamos). Y es imposible no sentirse identificada, durante 16 años que trabajo en La Capital vivimos momentos tan parecidos, reclamando sueldos, resistiendo despidos, atravesando esa época de suspensiones en los que algunos aprovechamos el tiempo para otras cosas y algunos ni nos acordamos qué hacíamos en esos días sin ir al diario, las veces que estuvimos en la calle (creo que la más recordada es una en la que mientras estábamos en la vereda de enfrente, en la vereda de los números impares había una cola larguísima de gente que iba por trabajo, por nuestros puestos de trabajo). Todos esos momentos solamente fueron fortalecidos por estar al lado de nuestros compañeros, con los más cercanos y con los que solamente nos cruzábamos en la Redacción. Pero ahí estuvimos casi todos, la mayoría.
Me llevo pésimo con las bombas de estruendo, como toda cosa que hace mucho ruido y solamente ensordece y no deja escuchar, escucharnos. No me parece una buena opción de la protesta como tampoco los huevazos. En ese caso uno se corre un poco y se va a la mesa de un bar a hablar al pedo (porque hace falta) o a discutir cómo se sigue y qué nos pasa internamente. También, como Alvaro, vi gente descompuesta afuera, con miedo (de las amenazas de quedarnos sin trabajo sin ir más lejos), cansados, medicados y con mucha angustia. Pero por eso uno se sostiene con el otro y el otro se sostiene con uno. Me parece que el ruido más difícil de sobrellevar y tal vez el más paralizante es el del maltrato de un jefe y sus amenazas.
Me quedé pensando en la infancia, en las historias de la infancia. No es fácil la infancia, seguramente tampoco lo es fácil para nuestros hijos. Esas historias nos marcan, a veces de un modo más amable y a veces hay que remarla toda la vida. La cosa es qué se hace con eso cuando el conflicto excede lo personal, cuando el conflicto es de todos. Cuando llegás a ese punto, te das cuenta que nadie es tan gris, ni tan aburrido, ni tan mediocre, ni tan burócrata ni tan miedoso.
un abrazo para los dos.

Anónimo dijo...

Me encantó el texto, Pablo. Y también la visión del conflicto de El Ciudadano, del cual, es cierto, hemos hecho un relato romántico. En realidad hay un relato romántico de toda la historia del diario y me parece en cierta manera lógico. Un medio hecho desde cero –me pasó también en Rosario3.com– tiene un componente de aventura colectiva que lo hace necesariamente romántico, aunque detrás haya empresarios nada románticos. Pero nosotros lo somos. En el caso de El Ciudadano, el conflicto, la supervivencia a pesar de todo, tener que hacer el diario todos los días después de quemar gomas, lo potencia. Te lo digo yo que soy un medio pelo que llevó su mediopelitud de La Capital a El Ciudadano y que para colmo no tengo pelo. A los medio pelo sin pelos nos encantan las historias románticas. Siempre es un placer leerte.
El Pelado

La Negra Vilche dijo...

Y bueno...asumiré los comentarios malintencionados, pero adhiero totalmente al texo de la Chipi. La crónica de Bilsky es muy buena, y qu ete trate mal un jefe tanto como que te amenacen, Carolina, es una hijaputez. Estoy segura, segurísima, que si hubieras compartido tu dolor, muchos de los que trabajamos en el diario te hubiéramos dado una mano. Qué feas las generalizaciones Carolina, qué injustas. Un abrazo

Anónimo dijo...

Che, también me encantó el comentario de la Chipi: "Nadie es tan gris, ni tan aburrido, ni tan mediocre, ni tan burócrata ni tan miedoso". AHora me siento un poco menos de todo eso.
El Pelado

Hernán dijo...

Lo valioso de la nota de Bilsky, me parece, es poner todo a transcurrir en un lugar provisorio y precario: la protesta barrial, la sensación no explícita del todo pero siempre latente, de parte del cronista, de hallarse en un sitio con enormes puntos de contacto de aquello que cubre, la confusión que provoca la intemperie política, sutilmente apuntalados en la mención a Enrique Alvarez y en el comentario destemplado del taxista que hace todo más agobiante...

Y finalmente lo que flota: la constatación de que mientras se escribe esa crónica en la redacción caótica es el mundo --el del barrio y el del propio cronista-- el que estalla en mil pedazos. El narrador renuncia a la racionalidad de su lugar central, a su jerarquía, para confesarnos que su propio mundo es un quilombo.

Por ahí me equivoco, pero no creo que Bilsky haga una celebración pastoral o romántica sino todo lo contrario: en esos gritos de locura o de impotencia del redactor, en esa Redacción lunática que parece la Camboya de Pol Pot se adivina que un lugar donde hubo mucho trabajo del bueno y se acunaron muchos sueños se está yendo a la mierda. Y que duele como una patada en los huevos.

Y sobre esto arranca el debate de los comentarios. No sé si hacer un nuevo comentario con eso o un nuevo post. Veremos

Anónimo dijo...

Bueno, mi intención era contestarle a Alvaro. Pero se agregaron más comentarios... De todas maneras, insisto en aclararle algo a Alvaro, que me parece que también se malinterpretó en otros comments.

-Cuando yo hablo de mentalidad gris, burócrata y medio pelo de La Capital no me estoy refiriendo al conjunto de los trabajadores del diario. Me refiero a una línea (llamada editorial, si querés), a un estilo, una imagen que arrastra el diario desde hace décadas. Hay un grupo de gente (una minoría, que espero no se agrande) que responde sin duda a eso, porque le es absolutamente funcional. Pero obviamente que ahí no estás vos ni la mayoría de los que venimos a laburar dignamente, lo mejor posible. No entiendo que te hayas (se hayan) sentido aludidos.

-El pánico es una enfermedad. El nombre técnico de ese tipo de pánico es Síndrome de Stress Post Traumático. Se trata con medicación y distintas terapias. No es un miedo común: miedo a lo desconocido o a una situación conflictiva. No es una cuestión de razonamiento o valentía.

-Hernán: Yo creo que el problema de "romantizar" los conflictos es que te quita perspectiva para conflictos futuros. Hay un libro muy viejo de Jaime Bayly, Ultimos días de La Prensa, que habla desde adentro de la caída de un diario concheto de Lima. Es la visión opuesta de lo romántico y te lo recomiendo, aunque puede resultar demasiado crudo (por el nivel de sátira) para un periodista.

Slds. Carolina.

alvaro dijo...

Está buena la aclaración. Te agradezco. Me parece que era necesaria. Tengo mi opinión respecto de una doxa que asigna a La Capital el monopolio de la mediopelitud. Me parece que, por un mal derecho bien ganado, La Capital también es una devoradora de pecados propios y ajenos. Igualmente, es otro debate y en otros términos. Me alegro de que esto se haya encauzado. No me gusta pelear. Por cierto, soy un desastre. Está muy bueno el post, Pablo, como todo lo que escribís. Y la historia es muy reconocible por uno y por los amigos

Hernán dijo...

Hago mención de nombres pero verán que no es eso lo que más me importa. Quiero decir que desde el primer comentario que alborotó esto entendí que Carolina no personalizaba. Siento que es posible irritarse con ella, porque tiene una forma agresiva de decir las cosas, lo que puede bordear o entrar de lleno en la arrogancia, campo contra el que no estoy en condiciones de tirar la primera piedra.

Pero sinceramente entendí que Carolina estaba describiendo un "espíritu" de La Capital y no refiriéndose a personas. Y, debo decir, al describir ese espíritu La Capital ella nombra cabalmente mi forma de pensar al respecto.

Separo personas de enunciados: En La Capital están varias de las personas que más quiero en el mundo. Pero no quiero al diario La Capital, nunca logré sentir afecto hacia él, sin tampoco hacer de esto una provocación, ni restar esfuerzo personal en el trabajo cotidiano. En La Capital aparecen varias cosas que creo muy buenas y celebro el valor de que salgan, precisamente, allí. Pero esas cosas que me gustan no me parecen representativas del estilo general del diario, sino más bien que rompen esa línea o imagen, como dice Carolina. O esa esencia enunciativa, diría yo, que sí se me antoja gris y burocrática, facilista, mediopelo y miedosa en el sentido de no pensar, de reproducir contenidos en serie, de reiterar rítmicamente clisés.

Yo no me creo libre de eso: esa línea de la que hablo es un alien que se me impregna en la forma de titular, en la selección de temas para no ir al choque o para no esforzarme tanto en el trabajo. Lucho con eso y al ver el diario en mi casa al día siguiente compruebo que muchas veces salgo derrotado.

Esas notas donde se trata a los jóvenes como seres peligrosos que pintan las plazas, el acto de pegar un cable donde se podría producir algo local, esas cosas que tantas veces nos enferman de la discordancia entre título de tapa y nota interior, la profusión de palabras como "caos" "miedo" "shock" "boom" que, en sí mismas, ya traen aparejada una forma de abordar los contenidos. Bueno, no sé si Carolina se refiere a eso. Yo sí.


Esto no tiene nada que ver con lo que los demás piensen de La Capital y con que muchos o pocos, siendo incapaces de hacer algo distinto, quieran la hoguera de la Inquisición para La Capital. Allá ellos.

La enunciación periodística es un campo complejo y lleno de disensos. Está bueno que cuando nos gusta un post larguemos un elogio: soy de los que lo hago siempre. Pero confieso: me atrae más discutir miradas sobre este nuestro laburo sobre lo que no estamos de acuerdo. Y mi deseo, uno más, es que este blog sirva para expresar disenso, con pasión si nos sale, bancarnos eso. Así se escape alguna puteadita por ahí

Silvina dijo...

Impecable Hernán. Cuánto nos falta aprender, por suerte.

elpolaco dijo...

Hola, llegué tarde al tole-tole (expresión mucho más afortunada que caos, palabra que lamentablemente ha sido coptada por los maestros de la titulación capitalesca).
Confieso que al leer el primer comentario no me sentí aludido personalmente, aunque sí alcanzado de alguna manera, como lo estamos todos los que trabajamos en el desgano de la prensa argentina. A nadie le gusta abrir el diario del día siguiente y ver el laburo propio o el del compañero convertido en merda, aun cuando se trate de una de esas cosas buenas que siempre --tal vez más de lo que todos creemos-- se terminan filtrando en las rotativas. ¿Será el aura de mierda de un medio que nació con la idea de ser el diario de una ciudad capital que al final no pudo ser más que la ciudad de La Capital? Porque si hay algo que se lee entrelíneas en la capi, desde hace 150 años, es que el que nace para pito nunca llega a ser corneta.
Hay una relación histórica entre nosotros, el medio y la ciudad que nos excede. Pero convengamos que sería peor que no nos jodiera lo que nos jode, como uno ve que le va pasando a tantos que van tirando la toalla.
Hasta ahora no le encontramos el nombre (Caro habló de línea editorial, Hernán de esencia enunciativa) pero todos sabemos a qué nos referimos cuando ese malestar surge como reacción a esa mierda que se nos va enquistando sutilmente hasta que un día sale a flote en forma de vergüenza.
Por mi parte, más que sentirme avergonzado me acostumbré a la idea de que con la vergüenza también se ganan los partidos más chivos. (la dignidad tiene componentes subjetivos, amén de las condiciones objetivas, me parece)
En otro orden, celebro que Caro haya podido contar su versión de esta historia.
Y respecto del post de Pablo, que no casualmente disparó el posterior tole-tole, da para pensar en muchas cosas. Pero ya que estamos, un eje podría ser cómo nos acostumbramos a algunas cosas como piquetear y ser piquteados, putear, ser puteados, callar y ser callados, cobrar y ser cobrados, y después ser capaces de seguir laburando como si nada.
Salute
elpolaco

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