jueves, 23 de diciembre de 2010

Los mal matados

jueves, 23 de diciembre de 2010 3
Las siglas NN son reemplazadas por un nombre y una vida. Quienes fueron apropiados recuperan la identidad. Los sobrevivientes cuentan su historia. Emergen los “fusilados que viven”, los “mal matados”, figura fundamental de la historia argentina inmortalizada por Operación masacre. Los que fueron marcados para desaparecer sin dejar marcas regresan, y marcan a fuego el pasado, el presente y el futuro. La derrota cultural de la dictadura en torno a la noción de “desaparecido” constituye el más profundo avance de la “mal matada” democracia argentina.

Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío,
Francisco de Goya (imagen de dominio público)
“No los ve pero sabe que le apuntan a la nuca. Esperan un movimiento. Tal vez ni eso. Tal vez le tiren lo mismo. Tal vez les extrañe justamente que no se mueva. Tal vez descubran lo que es evidente, que no está herido, que de ninguna parte le brota sangre. Una náusea espantosa le surge del estómago. Alcanza a estrangularla en los labios. Quisiera gritar. Una parte de su cuerpo –las muñecas apoyadas como palancas en el suelo, las rodillas, las puntas de los pies– quisiera escapar enloquecida. Otra –la cabeza, la nuca– le repite: no moverse, no respirar”. Así se narra en Operación Masacre cómo escapó de las balas uno de los sobrevivientes de los fusilamientos de José León Suárez, Horacio Di Chiano, fusilado vivo, mal matado que habla.

“Horacio di Chiano dio dos vueltas sobre sí mismo y se quedó inmóvil, como si estuviera muerto. Oye silbar sobre su cabeza los proyectiles destinados a Rodríguez. Uno pica muy cerca de su rostro y lo cubre de tierra. Otro le perfora el pantalón sin herirlo”, se describe en el texto de Rodolfo Walsh.

Si la matanza descripta por Walsh preludia y anticipa el genocidio que se desata a partir del golpe de marzo de 1976, los fusilados que viven y hablan anuncian la figura del sobreviviente, el que regresa, el que se escapó de la muerte que los asesinos le tenían destinada y da su testimonio y renueva y vivifica la militancia. Simbólicamente, los que vuelven representan la capacidad de resistencia de los pueblos ante las dictaduras. En forma más concreta y palpable, los sobrevivientes resultan hoy fundamentales para alcanzar verdad y justicia y, además, como vehículos de la memoria histórica y constructores de un imaginario social democrático.

Revisar y desandar la noción de “desaparecido” forma parte de la pelea de fondo, la pelea cultural contra el autoritarismo. Esta expresión nos remite a uno de los planes más perversos dentro del plan de extermino del terrorismo de Estado. La imagen atroz de Jorge Rafael Videla asegurando en 1979 que el desaparecido “no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido” quedará grabada para siempre en la memoria histórica de la Argentina. El dictador exhibe allí la matriz profunda del plan de exterminio: la idea era borrar, hacer desaparecer de la faz de la tierra la militancia, la lucha, la resistencia; la idea era convertir todo eso en nada, hacerlo desaparecer, como si de magia se tratase; el plan pretendía un borramiento total de la entidad, del ser. “Está desaparecido”, señala el dictador, y entonces hace un gesto con las manos. Es que la noción de “desaparecido” se instala, por definición, en los límites del lenguaje: “ni muerto ni vivo”, el referente se desvanece y la lengua encuentra sus límites cuando se presente señalar con palabras aquello que se pretende “nada”, carente de entidad. Por
eso el dictador hace un gesto con el que intenta dar la idea de algo evanescente, de algo que se disuelve en el aire sin dejar rastros ni marcas.

Hacer desaparecer es más que matar. Es la forma más salvaje y barbárica de negar la existencia del otro, remite a un autoritarismo mesiánico y megalómano que se planteó, además de masacrar, realizar una intervención antropológica, axiológica y existencial sobre la sociedad argentina.

El filósofo y escritor español Miguel de Unamuno (1864-1936) afirmó que la costumbre de enterrar y honrar a nuestros muertos es una esencial definición de “lo humano”. Más de 400 años antes de Cristo, Sófocles lleva al teatro el mito de Antígona, que cuenta la historia de la hija de Edipo, quien incumple la prohibición del rey Creonte y entierra el cuerpo de su hermano Polinices. La condena del monarca era la peor pena imaginable, la más humillante, aquella reservada a los traidores a la patria: se acusaba a Polinices de conducir un ejército foráneo contra su propia tierra. En la Argentina, en cambio, los traidores a la patria fueron los genocidas. Ellos convirtieron al Ejército Argentino en un ejército de ocupación, para luego volverlo contra el propio pueblo argentino en defensa de intereses foráneos. Antígona se enfrenta primero al rey, y luego a la muerte a la que fue condenada, con total convencimiento y dignidad: ningún hombre puede negar a otro sepultura, no es propio de hombres, sólo de dioses, reafirma Antígona antes de ser sepultada viva en una tumba excavada en la roca.

En Ricardo III, Shakespeare nos presenta un rey tiránico que usurpó el trono a través del crimen y la traición. Durante la noche previa a la batalla de Bosworth, en su tienda de campaña, el detestado monarca intenta en vano conciliar el sueño. Lo desvelan los espectros de los asesinados, de los traicionados que regresan para recordarle su traición:

Mañana en la batalla piensa en mí y caiga tu espada sin filo: desespera y muere.

Los fantasmas repiten la terrible expresión como una letanía, con el peso de una maldición.

Pero los desaparecidos que aparecen en la Argentina no son fantasmas. No vuelven en busca de venganza. Poseen una densa corporeidad colectiva. Cada identidad recobrada, cada desaparecido que aparece es un acto de verdad y justicia, y una victoria sobre la dictadura. La verdad contenida y potenciada por la memoria repara injusticias, remueve rémoras, refuta mentiras, por lo que siempre resulta habilitante y se proyecta hacia el futuro.

Los seres humanos dejan marcas de su breve paso por el mundo. Algunas son materiales. Otras, de otros órdenes. Cuando los restos de un ser humano se unen y se reencuentran con un nombre, con una vida, con una historia y una militancia, algo renace, algo se recupera para siempre para el futuro.

POR PABLO BILSKY

jueves, 2 de diciembre de 2010

El dolor del cuerpo y del infierno

jueves, 2 de diciembre de 2010 5
En La Copa , la cena posterior al diario que muchos de los que escriben y leen este blog conocen, lo hemos comentado más de una vez con ironía. “Debemos incorporar un médico porque cada vez hablamos más de enfermedades”, dijo el Negro Lito una noche. Y es cierto. Contracturas, infecciones (que ahora nos desayunamos se llaman “celulitis” y se padecen más de la cuenta), gastritis, dolores varios y hasta hongos en las uñas de los pies. Todo se ha debatido en La Copa. Es más. Una noche creo que fue a Alvaro a quien le comenté mi teoría de que el diario es una institución enferma y enfermante. ¿Cómo se entiende si no que casi todos jefes, por ejemplo, se hayan enfermado gravemente durante su gestión? Problemas de corazón, presión por las nubes o una circulación casi obscena de psicofármacos son prácticamente una constante. También el acumular varios kilos de más. A un compañero al que quiero mucho le dije hace unos días y a riesgo de que me pegue una merecida trompada: “Tu panza me asusta, tu corazón me asusta, bajala de una vez. ¿Vamos a correr?”. Sólo me dijo que estaba en eso.

Y ojo, que digo jefes porque sí. Porque desde ellos hacia arriba y hacia abajo la cosa se replica en mujeres y varones de la redacción. Jóvenes, no tan jóvenes. Todos con algún dolor importante en el cuerpo.

También nos acercamos al tema un puñado de colegas con quienes nos reunimos hace pocas noches en la casa de Fabiana (La Chiru). Acá la cosa tuvo ribetes un poco más simpáticos. Una compañera contó cómo un ginecólogo, tal vez para romper el hielo, le comentó una nota sobre la que venía trabajando ella. El tema no tendría nada de curioso si no fuera que el profesional justo se puso a charlar del caso tras colocarle el espéculo. Situación incómoda si las hay para las mujeres, pero que nuestra compañera sorteó con dignidad. Ahí mismo entre las que habíamos acudido al aquelarre recordamos situaciones similares: con el pedicuro, con un clínico, con el dentista, con el cardiólogo. Parece que es todo un riesgo decir que se es periodista en un consultorio porque inmediatamente desaparece el cuerpo, el malestar o el dolor del cuerpo, y se instala la noticia del diario como el verdadero paciente.

Hasta ahí las impresiones que, sí, es cierto, no son privativas de los periodistas ni mucho menos de los de La Capital. Pero que se me fueron encadenando por estos días y que ayer, al escuchar la declaración de Stella Hernández en el juicio a Díaz Bessone, recordé y retomé.

Stella ahora es periodista, madre, esposa, militante y habló del cuerpo y el dolor. Habló de su cuerpo de 19 años primero golpeado, luego violado, abandonado, adelgazado, hambreado, deshidratado. Stella habló del infierno. Y lo hizo 34 años después con una dignidad, una pausa, una claridad y una fuerza que conmueven. Decir que fue duro escucharla me da pudor frente a lo que ella vivió. Intenté no llorar en la sala por respeto a ella. Pero me desarmó cuando en un momento, hablando de una protegida de la patota de Feced, Graciela Porta, y su hijito Andrés dijo: “Pobrecito, estaba con la cabeza llena de infecciones ese bebé”. Su “pobrecito”, su humanidad para separar las cosas y enternecerse aún hoy por esa imagen grabada en un momento de horror fueron para mí la más viva imagen de alguien grande. Las crónicas de los distintos diarios reflejan hoy muy bien lo que pudo contar Stella de su cruel historia. Por suerte La Capital estuvo allí. Digo “por suerte” porque lamentablemente el diario para el que trabajo no vino cubriendo bien los juicios a los represores en Rosario: ni siempre, ni con el mejor despliegue ni de la mejor forma. Y eso da vergüenza, hiere y deja marcas. El diario no puso el cuerpo, sí por suerte varios compañeros, pero el diario como medio no. Entonces vuelvo a mi hipótesis del principio. El diario enferma. No saldremos indemnes de eso no dicho y no exorcizado. “Lo que no se pone en palabras se pone en el cuerpo”, dice una frase remanida. Por ahí baste con que lo pongamos en el papel y en la web.

POR LAURA VILCHE

foto de Gustavo de los Ríos
 
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