viernes, 21 de enero de 2011

Lo peor no es la derrota (II)

viernes, 21 de enero de 2011 6
Como me decía un amigo el día de Nochebuena, la desventaja de ser testigo es que uno ya no puede hacerse el boludo. Con los demás sí puede, trabando un poco la mandíbula se consigue, pero hay un rincón inexorable con uno mismo donde aunque se bajen todas las persianas el resplandor enceguece. Puede no haber nadie para oírnos, pero si un rebaño de erizos se metió en la cama las púas se clavan lo mismo.

El 24 de noviembre de 2008 perdí de vista un árbol que había por la zona de los clubes de pescadores, atrás del parque España, uno de los cuantos a los que les llegó la hora cuando se hizo el paseo ribereño peatonal. Era un árbol petisón y robusto con las ramas trenzadas y nerviosas. Me gustaba ese árbol y había agarrado la costumbre de ir a verlo cada tanto. Ese día descubrí que no estaba más y me lo anoté en una libreta.

Me fui caminando al diario y al llegar a San Martín y Córdoba en frente del Banco Nación vi una cantidad inusual de policías. También muchos curiosos preguntando qué pasaba. Me acerqué. Había un allanamiento en las oficinas del tercer piso del Victoria Mall. Me mandé arriba por las escaleras y al llegar ya no pude avanzar. Un policía bonaerense me dijo que estaban haciendo una inspección en un estudio jurídico para asegurar pruebas. También había personal de la Afip y un par de sumariantes del juzgado federal de Zárate-Campana.

El estudio en cuestión era de uno de los tributaristas más conocidos y prósperos de la ciudad. Un tipo de unos 40 años que era asesor financiero de un millonario incipiente, desconocido absoluto hasta unas semanas antes. Un tal Mario Roberto Segovia.

La acción no había pasado desapercibida a los medios que ya tenían en sus portales la novedad. Se citaba lugar del allanamiento, despliegue y procedencia del personal actuante y se decía que el procedimiento se vinculaba con la llamada causa de la efedrina. Había fotos que mostraban la cantidad de gente aglomerada. Lo único que no figuraba en ningún lado, salvo en un solo medio, era el nombre del abogado al que le estaban revisando los pelpa.

Nos pusimos a averiguar qué había motivado el operativo. Dimos con un informante judicial que nos leyó por teléfono parte del sumario. La información de que disponían sugería que el abogado había asesorado a su cliente en una secuencia de inversiones altas sin tomar grandes precauciones respecto al origen de la plata para concretarlas.

Y el cliente, comprando esto y lo otro, había desparramado teca como para juntar curiosos: dos camionetas Hummer, dos 4 x 4, un chalé de mil metros cuadrados en Fisherton, un Rolls Royce similar al de la reina de Inglaterra, dos departamentos en Puerto Madero, una fábrica de discos compactos en edificación e, incluso, según la información del juzgado, todo el tercer piso del Victoria Mall, que había pertenecido al abogado.

Cuando teníamos el paquete a medio cerrar fuimos a decir cómo venía la cosa. La orden de arriba fue: “Publiquen todo, pero al abogado hay que cuidarlo, guarden el nombre”.

Gran dolor de huevos. Al revés habría funcionado. Podíamos no publicar todo, lo que en una situación preliminar es aconsejable, dado que no pocos operativos judiciales que implican deslizar sospechas terminan en la nada. Pero al omitir de quién era el estudio jurídico íbamos a quedar ante nuestro público, con toda razón, como encubridores. Porque lo único indudable era que ese boliche estaba siendo allanado por la orden de un juez penal que investigaba al tipo que el gobierno había definido como el mayor contrabandista argentino de narcóticos.

De hecho: en la edición online ya había comentarios tirándonos de todo por encanutar el nombre. Nos pareció que esa carta podía jugar a favor nuestro. Fuimos ante los altos mandos y con voluntad de negociar dijimos: “Se la están dando a un boga archijunado ante miles de personas en el lugar más céntrico de Rosario. Es una causa sensible. Lo llamamos y que haga su descargo. Que aclare y explique todo lo que quiera. No lo pusimos nosotros en esta situación. Que él no nos ponga en la situación de que todos nuestros lectores nos puteen por hacer algo impresentable”.

Es imposible explicar aquí, y además llevaría mucho tiempo, cómo brindar argumentos que implican cuidar los propios intereses en muchos medios comerciales es como ofrecer carne fresca para caníbales. Ni de dignidad, ni de sensatez, ni de ética. Uno sólo habla de cuidar el pellejo y recibe miradas, más aburridas que fastidiadas, que dicen: “Saben cómo es esto, tienen razón ustedes, pero hay que hacerlo”.

El influyente en cuestión al que le ofrecíamos indemnidad a cambio de embarrarnos hasta la nuca era por entonces dueño de una de las mayores mansiones en valor y superficie del Kentucky de Funes y, según gritan en Tribunales y en ámbitos como la Bolsa de Comercio, uno de los más sagaces especialistas en evadir y eludir. Su padre, tributarista también, se despegó de él en una inolvidable solicitada publicada en el Decano. De acuerdo a las interpretaciones coincidentes del momento, lo hizo impulsado en la necesidad de ponerse a salvo en forma pública de los opacos manejes del nene.

Decíamos a nuestros comandantes que no había necesidad de contar todo esto. Pero debíamos dar el nombre por un motivo elemental: evitar degradarnos ante gente a la que le tenemos que vender, junto con los 3 mangos 50 que sale el diario, confianza en nosotros.

Para imponer contenidos o para frenarlos, el área comercial de un diario, que es el espacio donde muñecos como éste encuentran su fecundo terreno de operación, suele tener más peso que el área periodística. En las cosas que importan nos viven acostando. Por eso es una vieja tradición que un sector y otro nos prodiguemos un rencor ancestral y recíproco, albergando el vivo deseo de que llegue el glorioso día de recitar predicados de odio acumulado y terminar por cagarnos bien a tiros como hacen los personajes de “Periodismo en Tennessee” de Mark Twain.

Aunque no sea lo importante, faltaba decir que el abogado que allanaron es Wilfredo Scarpello. Y tiene hot line no con el área comercial sino con los dueños del circo que, sin subestimarlos jamás, son los más jinete sin cabeza de todos.

En escenarios complejos no hay recetas simples. No se trata de posar de insumisos ni de enojados en una empresa comercial privada. Pero hay opciones de obediencia que llevan al suicidio.

En este caso así lo parecía. Al día siguiente a la cuenta de correo electrónico de la sección llovían mensajes que nos trataban, como mínimo, de cómplices y sinvergüenzas.

Es habitual y es avieso, pero lo de mandarnos en cana gratis en las situaciones más públicas es primero que nada autodestructivo. Y bastante clásico. El día que lo liberaron tras seis años de prisión en el marco de un proceso arbitrario el ex juez Fraticelli habló una hora por los medios. Desde la primera oración a la última mencionó a Reutemann como el culpable de la caza de brujas que, decía, había sido su encarcelamiento.

El piloto escaló las cumbres y pidió clemencia. Lo que se traduce en censura. Y en efecto la directiva bajó como una plomada. Fuimos boquiabiertos a enunciar lo obvio: el apellido Reutemann había sido la pieza principal de una conferencia de prensa vista en vivo por todo el país y en horario central. ¿En el nombre de qué ventaja íbamos a entrar mansamente en esa hoguera? La respuesta fue la que le dieron al verdugo de Perry Smith: “Proceda”.

Entre los múltiples daños implícitos de este tipo de actos hay uno que los editores casi nunca tenemos en cuenta. Y es cómo cosas así nos desacreditan a nosotros antes que a nadie y nos liman el mando. Si se le pide a un redactor que omita, que suavice, que acomode, ¿es posible luego reprocharle un error de enfoque o pedirle compromiso? ¿Con quién debe enojarse ese editor? ¿Retiene algo de autoridad para decir en adelante qué está bien y que está mal?

Además está la ofensa. El tipo que vino laburando una nota seis horas al recibir una instrucción de esas no va a querer quedar pegado firmando. Y la firma implica una distinción necesaria que el periodista merece no para alentar su vanidad sino como conquista, para apropiarse legítimamente de su trabajo, que le pertenece. La firma le sirve, incluso, al público en tanto funciona como garantía de intento de veracidad. El que firma no está a salvo del error, pero lo hace porque cree en lo que escribió.

Esto es fuente de un malentendido usado con cinismo: que la empresa periodística pague un sueldo no significa que le puede pedir cualquier cosa a un periodista. Le puede indicar y hasta ordenar sobre qué escribir. Pero no decirle que trabaje de manera innoble. Es por eso que las órdenes sucias se bajan en murmullos y a solas.

En la genial escena inicial de Los perros de la calle están todos los monstruos desayunando en un bar y a la hora de pagar uno se niega a dejar propina. Es el personaje de Steve Buscemi, que dice que nunca lo hace porque eso supone que la camarera no gana lo suficiente, y que compensar eso con una propina sería malo para todo el personal, dado que les retardaría la toma de conciencia para organizarse por una remuneración justa. Se arma entonces un debate extravagante donde nueve caballeros exprimen sus escrúpulos sobre ética y justicia, lo que aplaza momentáneamente la realidad de que están reunidos ahí planeando el asalto a un banco.

En simposios y en sus reuniones periódicas, muchos dueños y gerentes de medios mantienen discusiones por el estilo.

La censura aceptada tiene un costado burocrático y perentorio que se naturaliza en nosotros con la fuerza de la repetición. Sin necesidad de dar un debate ético gritando entre nubarrones de azufre, se lo puede considerar desde un costado utilitario: ser un eslabón de estos enjuagues nos reduce ante los públicos. De ese modo un ingrato día, como el árbol del parque España, podemos no estar más allí, por más que conservemos el sueldo. Cuando los lectores u oyentes advierten que algo se les escamoteó te señalan como responsable. Y al hacerlo, con toda justicia, les importa poco que uno sea el que dio la orden o el que la aceptó entre rezongos. La pura y triste es que esa distinción es un asunto de los periodistas, jamás del público. Porque además, entre nos, plantear que uno rebanó esto o aquello porque fue obligado, ¿no suena un poco fulero? O, en el fondo de nuestros corazones, si decimos “Yo dejé la página impecable y me la intervinieron cuando me fui”, ¿no da para sentirse un forro?

El Pami, Praino, Eduardo J López, los intereses de Transatlántica, los vaivenes históricos de la concesión del Puerto de Rosario, las motoniveladoras de Obeid, la insuperable y celosa protección a Aguas Provinciales de Santa Fe, que logró que la mayoría de los rosarinos se enteraran que “algo iba mal” el día que le cancelaron la concesión. Intereses diversos y minoritarios a los que los periodistas terminamos pegados como chinches, más allá de las miles de tácticas que cuestan mucho esfuerzo y se notan mal para esquivarle a la ciénaga.

Cuando uno comete un crimen y lo cuenta se convierte en un testigo, lo que alivia el tormento del acto, dice Borges en Guayaquil, un texto de El informe de Brodie. “Confesar un hecho es dejar de ser el actor para ser un testigo, para ser alguien que lo mira y lo narra y que ya no lo ejecutó”.

Igualmente ser testigo puede ser terrible si uno no acierta a hacer lo que uno sabe que hay que hacer. Saber, sabemos siempre.

POR HERNAN LASCANO

jueves, 6 de enero de 2011

Reparaciones

jueves, 6 de enero de 2011 8
Hay todo tipo de piquetes. Según quien los mire, hay buenos y malos. Blancos y negros. Oficialistas y no oficialistas. Largos y cortos. Hay piquetes de la pampa gringa, elogiados en la TV, visitados por los políticos, legitimados por "la gente". Hubo piquetes abrazados por las cacerolas, piquetes que siguieron después de las cacerolas y cacerolas que sonaron para correr a los piquetes.

Imagen de Silvina Salinas
Hay piquetes que tienen su historia. Los primeros de estos tiempos, allá cuando cortar rutas y calles era la única forma de resistir. Están los piquetes de taxistas, para evitar más chapas, pedir aumento de tarifas o reclamar contra los robos. Los robos a los taxistas, claro. Son piquetes que tienen una ventaja: no hay taxistas que reclamen que los corran. O sí, a veces también. Están los piquetes que piden seguridad. También son saludados por los policías, los jueces, la radio y la televisión y, sobre todo, sus audiencias.

Hay piquetes de camioneros, temidos por empresas y grandes diarios, aceptados por el gobierno, impulsados por la crema del sindicalismo Y están los piquetes de ferroviarios tercerizados, apaleados por lo peor del sindicalismo.

En el país de los piquetes hay miradas que circulan, una vez a favor, otra vez en contra. Es que hay piquetes de saco y corbata, de camionetas poderosas, piquetes funcionales a la causa, piquetes funcionales al régimen.

Están los piquetes cortos y los largos, a veces larguísimos, víctimas de la apuesta por el abandono. Hay piquetes que piden que no les cobren impuestos, que vuelva la luz, que salga el agua, que les paguen sueldos, que les aumenten sueldos, que les den chapas, que salven a las ballenas, que subsidien la nafta, que no los despidan, que les den de comer o, simplemente, están los que piden un poco de respeto.

Hay quienes aman un día los piquetes, los suyos, y al otro día odian a los de los otros.

También existen los viceversa. Hay piquetes de periodistas, muchos de los cuales se sienten trabajadores. Hay piquetes que vienen de tiempos más heridos y subsisten en tiempos de la abundancia. Están los piquetes como los de Sancor o Paraná Metal, de toda justicia, resultado incierto y voluntad infinita, que luchan contra conciencias que se lavan fácil, como las manos de Pilatos.

Están los contrapiquetes, de gente que milita por sus derechos y lamenta los del resto. Están los piquetes perseguidos, los tolerados y los que se pasan de rosca. Está el espacio público y su disputa, y los derechos y obligaciones que eso genera. Y hay una cultura automotriz que trabaja a full y forma la conciencia de miles de consumidores de rodados que sólo entienden del derecho a circular. Más allá de cualquier cosa.

Y en esa lógica se apoya la ofensiva restauradora de estos días. Tan ubicua como letal, tan brutal como aguda, tan temerosa como audaz, dispuesta a despejar dudas y grises para concentrarse en lo fundamental: en su rasgo esencial, el piquete denuncia un conflicto y pide repararlo. Y qué mejor, entiende, que cegarlo con un piquete de ojos.

Hay piquetes restauradores y hay piquetes reparadores. Porque existen las restauraciones y las reparaciones. A diferencia de las revoluciones, que fundan un tiempo cero, restauraciones y reparaciones reconocen un pasado. Incluso, hasta lo añoran. Pero la primera lo idealiza. Quiere volver, como el peor folklore, a refugiarse en el mito indiscutible, en la fuente del orden. Disfraz romántico del fascismo, restaurar huele a momia, bronce y estatua, a pieza de museo. Huele a miedo, en definitiva.

Reparar en cambio, es presente, convoca a un ser que supo ser y puede seguir siendo, pero que está maltrecho porque sufre su propio mundo, el del conflicto. Como la foto de una nena que baila en círculos, suena a curación después de la pelea, a compañerismo, a lealtad, a cantimplora de caminante, a copa con los amigos. Huele a esperanza, en definitiva.

La reparación no promete utopías, promete un futuro posible, pero mejor. No pide volver al pasado, sostiene la memoria. El año que pasó fue reparador para muchas víctimas de la dictadura que pudieron encontrar una tardía justicia en los juicios contra los genocidas. Fue reparador para muchos que se lo merecen. No lo fue para los militantes asesinados en por la patota ferroviaria, en Formosa o en el Parque Indoamericano. La restauración reconoce allí un despliegue histórico y pide a gritos interrumpirlo. Quiere retroceder el tiempo porque tiene nostalgia de otro pasado. Por eso, sobre el final de 2010 puso un huevo de odio, que no debería tomar vida en 2011.

POR ALVARO TORRIGLIA
 
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