jueves, 23 de junio de 2011

Ni Ibn Hazem, ni Ibn Jaldun

jueves, 23 de junio de 2011 1
"Giralda", de Marino Carlos *
Para iniciar la conversación apelé a los tópicos más obvios, redundantes y predecibles, como para asegurarme un código común, la empatía, digamos. Pindapoy, Naranjo en flor, esas cosas. Trinaranjus fue más difícil de explicar, para no hablar de la mención de Mónica y César, totalmente fuera de lugar, según me quedó claro apenas la proferí, al notar la apatía de mis interlocutores, sí, los nombré a ellos, no sé, como famosos naranjeros argentinos, me imagino, ya a esa altura habitaba yo una suerte de turbión, doctor, pero todo había empezado muchas horas antes aquel día, y yo creo que fue la rima, el nombre, algo, en ese simple cartelito, que me resultó extraño y sorprendente, y que de alguna manera disparó todo lo que vino después, de lo que me hago plenamente responsable, claro, pero intento responder a su pregunta acerca de las circunstancias y los disparadores de los lamentables sucesos que protagonicé y de los que nunca voy a terminar de disculparme. El cartelito me llamó. Y fue irresistible. Era apenas una hojita húmeda, desamparada, azotada por la lluvia. Un papelillo adherido a un muro, en una estrecha callejuela de esta maravillosa Sevilla. Pero tenía un mensaje para mí, según pensé en aquel momento mientras intentaba resguardarme del chubasco bajo angostos aleros. "Pérez Galdós, 2", decía, así, sencillito, real en su modesta existencia. Y ahora, días después, vuelvo a Sevilla para explicar lo sucedido entonces, y compruebo que ya no existe el negocio aquel, al que aquella vez llegué gracias a la indicación del letrerito. No, ahora vive allí un pintor, pero antes en ese local vendían "setas mágicas", tal como indicaba el minimalista, poético mensaje que fue el disparador, principio y causa eficiente de los sucesos que luego se desencadenaron: “Setas mágicas. Pérez Galdós, 2”, decía el cartel. Eso decía. Poesía pura, haiku perdido de Basho, treinta caracteres cargados de significación, al menos para mí doctor, que en medio de la lluvia, caminando sin rumbo fijo, me encontré con ese mensaje cifrado. Y me lancé entonces a buscar el misterioso sitio entre las laberínticas callejuelas. No fue fácil hallarlo. Sin indicación alguna más allá de un diminuto “dos” sobre la puerta de entrada, tan minimalista como el poema que lo anunciaba, el local de pronto se me apareció, en medio de la lluvia, empantanado en el silencio de aquella tarde invernal, cuando ya me daba por vencido. Era una suerte de caja azul, acerada y seca, de cemento crudo, granulado, gris intenso. “Hola, vengo por las setas”, le dije al joven que permanecía, en un estar-ahí Zen, detrás del mostrador transparente, de acrílico, que exhibía varias clases de productos que mis ojos no lograban captar: sólo percibía vacío, porciones de invisible nada. Muy pálido, pero con tonalidades azuladas que quizás, pienso ahora, provenían de las paredes del extraño local y que, de alguna manera, se le proyectaban en el rostro, el joven que atendía lucía envarado, recto, un señor Spock en viaje químico hacia la hibernación. Me advirtió que no eran setas frescas, sino “secas”. Intercambiamos algunas palabras sobre Ámsterdam, la mente y el precio. Me extendió el paquetito. Su diseño contrastaba en forma violenta con el entorno del local, que tenía algo de nave espacial. “Smell Pillow”, decía el envase, que combinaba tonos rojos, amarrillos, verdes, como para encandilar. “No es comestible”, advertía. “Coloque la almohadita debajo de su almohada antes de ir a dormir. Los mágicos efluvios lo ayudarán a conciliar un sueño profundo y reparador. No abra la almohadita. Elemento tóxico, no comestible”, decía el envase. Presa de cierta excitación, reconozco, y también con dudas por el misterioso contenido del abigarrado paquetito, me dirigí –la lluvia no me importó entonces–, hacia el diminuto cubil donde dormía, grande para calabozo o placard, pequeño para recibir el nombre de “habitación”. Allí, con mucha dificultad, hice exactamente lo contrario de lo que indicaba la advertencia del envase: deshice las duras costuras de la almohadita, extraje los secos hongos que contenía, y enseguida percibí el amargor en la boca, pensando que, de ser cierta la advertencia del envase, podía morir envenenado allí, solo, en un cubil de una pensión sevillana regenteada por un ex compañero de armas de Hugo Chávez, ahora devenido opositor a la Revolución Bolivariana. Mientras la saliva se mezclaba con las setas concebí la idea hacer la crónica aquella, señor juez, de hecho estaba aquí para trabajar, para intentar reflejar en notas periodísticas mis experiencias en esta maravillosa ciudad del Al Ándalus, Nomine Domine, ciudad con fragantes naranjos en las calles, ciudad edificada por Hércules, cercada por Julio César, ciudad gitana, de muros y torres altas, el Rey Santo, Garci Pérez de Vargas, el Guadalquivir. Sería una nota muy interesante, recuerdo que pensé entusiasmado ese día, y no era para menos, en un sitio con tanta historia, y entonces me dirigí a la catedral, la famosa catedral de Sevilla, la catedral gótica más grande del mundo, Patrimonio de la Humanidad. Una misa en hongos en la catedral de Sevilla, no podía fallar, digo, desde un punto de vista profesional señor juez …..pero todos sabemos que falló, y cómo falló, jamás escribí la nota y bueno, además sucedió todo lo otro, claro. Llegué a la catedral cuando la misa no había comenzado. Me senté en uno de los bancos. Esperé. Nada ocurría en la catedral, ni tampoco en mi mente, y me empecé a impacientar, ansioso, con un sabor amargo en la boca que no era metáfora. Esperé. Los más leves movimientos de las personas en los bancos llamaban mi atención y comprometían mis sentidos de forma notable. Seguí esperando. Cuchicheos afilados, lacerantes. Telas de prendas que se retorcían apenas pero lo conmovían todo. Y los pasos, los pasos de los que llegaban fingiéndose sigilosos, silenciosos, produciendo un estruendo brutal. Un paso tras otro, y otro más y otro más. Y otro, y otro, era insoportable, lo recuerdo y vuelvo a experimentar la horrible desazón. Seres cínicos, malditos, disfrazados de simples feligreses, se exhibían caminando a mis espaldas, como ejércitos en marcha, como hordas invasoras que se sentaban modositas a oír misa y a burlarse del inútil amargor en mi boca. Para acentuar el sentimiento de fracaso miré la libretita de apuntes en blanco, la Bic erecta en medio del estruendo de los pasos en la nave de la catedral, cada pisada una hecatombe, el Mar de los Sargazos, la Quebrada de Humahuaca, el Mar de los Sargazos, la Quebrada de Humahuaca…..y así y así…..y Erdosain…y así, en una sucesión que nunca olvidaré, porque todavía me aturde. Era un desfile maldito señor juez, una tremebunda mojiganga escondida tras el silencio bondadoso de unas pocas personas que caminaban lentas y se sentaban como momificadas, cínicas, protervas, se sentaban una a una, conforme iban llegando, sobre esos nobles bancos de oscuras y eternas maderas….libretita y Bic cruzaban miradas de frustración, pasmo y vergüenza cuando me puse de pie produciendo un ruido ronco …..ellos, momias inmutables, secos, quietos en medio del silencio, se sacudían la encrespada fauna cadavérica que intentaba metérseles por los oídos y las narices, como quien al pasar y con desgarbo se quita pelusas traídas por la brisa. Intenté calmarme mientras me alejaba. Me tracé un plan: iría, como quien disimula su impaciencia, a observar los afiches que se exhibían en la parte trasera del templo, lejos de las momias que me gritaban. Así ganaría tiempo hasta que comenzara finalmente la misa. Pero nunca imaginé, su señoría, que al intentar alejarme de aquel horror, de aquellos cínicos muertos que me gritaban en silencio, me toparía con aquello …pero bueno, lo cierto es que me puse a observar los anuncios. Se referían a reuniones parroquiales, campañas de beneficencia, y colectas, y la mayoría de ellos ofrecían imágenes de familias sonrientes, felices, apacibles. Lo logré, recuerdo que dije en un principio. Me sentí aliviado por un momento. Pero todo fue un engaño, doctor, una cruel engañifa. Pensé que si pasaba el tiempo, si lograba no ser aturdido por la danza de la muerte y la mojiganga, si el amargor en la boca comenzaba a servir para algo, quizás, pensé, se me revelarían finalmente todas las maravillas de aquella catedral, y podría escribir sobre la mezquita Aljama, Alfonso X el Sabio, y los espectros de los vikingos gitanos que vagan por el barrio de Triana desde el año 844. Pero me equivoqué, señor juez, me equivoqué. Los viejos esplendores del Al Ándalus me fueron negados. No se abrieron ante mí las puertas de la percepción. Ni el más allá del tiempo y los sentidos. Apenas un pobre más acá. No la otredad, la mismidad, el mismo magma del que vengo y en el que todavía me crío y chapaleo. Intentaré describirlo lo mejor posible, señor juez. Yo estaba observando uno de esos carteles, haciendo tiempo, como dije antes. Sí, en uno de esos carteles ocurrió. Era un padre de familia, de una de esas familias sonrientes que ilustraban los anuncios de las campañas benéficas. No, no me encontré con aquella joven poeta de belleza exquisita, indescriptible, que endulzaba con sus versos la corte de Abd al-Rahman IV al-Murtada. Ni con los secretos habitantes que vagaban por las noches en los magníficos jardines del Reino Nazarí de Granada. Nadie recitó “El collar de la paloma”, no. Ni Ibn Hazem, ni Ibn Jaldun, y menos el gran Ibn Rusd. No, no se me manifestaron. Sólo amargor, espera y silencio. Ni rastros de los delicados versos eróticos de Al-Mu’tamid ‘Abd Allâh Mwhammad ibn ‘Abbâd:

Se quitó el manto, una rama de sauce su
cuerpo, como el capullo que estallaba en flor.
Me sirvió el vino de sus miradas, de la
copa; a veces de su boca.
El toque de su laúd me embrujo; como si
oyera el rasgueo de espadas en los cuellos
enemigos.

Nada de eso hallé en la sagrada catedral. Sólo el horror, que me esperaba agazapado en los anodinos afiches de la beneficencia. Allí perdí la razón, señor juez. Fue un padre de familia, respetable, común, calvo, feliz y gris, y con luz propia. Sí, sucedió cuando lo miré fijo. El fulgor, el fulgor. No, no hablo del modesto brillo de una calva, hablo del fulgor, de la invitación del Averno, y del repentino efecto wawa que se apoderó de la realidad toda. Sí, él me invitó, nimbado, a salir del edificio de la catedral, él me lo dijo con sus rayos de luz. Y entonces Arlt, y el señor pelado que me dice “rajá, turrito rajá”, pero no….fue el fulgor, sí, literalmente vi. la luz, como Víctor Sueiro, que es un escritor argentino que cada vez que se muere escribe un libro….. sí doctor, fue la calva luz de aquel buen padre de familia la que me empujó a ganar la salida, sí, y a bajar las nobles escalinatas de la catedral de esa manera…..y me lancé a la calle, a conversar con los naranjos, con todo respeto, y después pasó lo que pasó……

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POR PABLO BILSKY

* Imagen por Marino Carlos from Santa Cruz de Tenerife, Spain (Giralda) CC-BY-2.0, via Wikimedia Commons

jueves, 9 de junio de 2011

Franco Explota

jueves, 9 de junio de 2011 5
Paseando bajo los árboles de la avenida Pedro Goyena, una tarde del invierno pasado mi sobrina Valentina me contó lo que le pasó a Franco Explota, inquietante drama en dos actos ocurrido en un jardín de infantes de Caballito. Se trata de un nene de cuatro años, como ella, que una mañana reciente tuvo un accidente por el que hubo que pedirle a la mamá que se arrimara lo antes posible a la escuela con un pantalón.

La nena hablaba con ademanes que la hacían soltarse de mi mano. Las palabras se abrían paso precisas entre gestos vitales acerca de cómo arrancaron al chico del salón y lo llevaron al baño, sobre cómo lo miraban los demás párvulos, de cómo pese al frío se abrieron en un santiamén todas las ventanas, del alivio general cuando la madre de la víctima acudió al rescate y todos los chicos, al verla aparecer con el pantalón de repuesto, estallaron en espontáneos aplausos de victoria. En cada frase de Valentina la vida retumbaba como los campanazos de una catedral.

El problema principal, dijo preocupada, había sido un petún. Le pregunté qué era un petún.

”Un pedo horrible”, dijo ella.

Quería que por nada del mundo se distrajera, que siguiera su relato como fuera, por lo que tuve que apretar las muelas para atajar la carcajada. Lo que me dobló fue el adjetivo horrible seleccionado por un espécimen de cuatro años, que puesto en combinación con el inaudito sustantivo tenía potencia como para tumbar un edificio. Un petún. También quedaba reverberando el nombre del protagonista de la desventura. ¿Pronunciaba mal ella? ¿Había entendido mal yo? ¿Era posible que el antihéroe de esta historia, para colmo de tragedias, se llamara Franco Explota?

Le pregunté a mi hermano cuando llegamos a su casa. Me contestó que el nombre completo del nene es Franco Alvarez Protta, pero que sus compañeros, por esas simplificaciones acústicas del lenguaje infantil, le llamaban Franco Explota. “Desde antes del pedo”, me aclaró.

Solamente a veces en las condiciones de formación de una historia los hechos suelen buscarse con los nombres para formar una asociación inseparable e inmortal. En la dictadura había un general corrupto y falsario que se llamaba Verdura. Franco Explota se hace célebre entre sus compañeros por su tribulación gástrica. Y en ese cruce milagroso ya está todo explicado. Nada con lo que se adorne la historia puede superar la alianza explosión-nombre. Y basta pronunciar petún en voz alta para advertir que la detonación no es cualquier cosa. Inténtenlo. Un petún es el cañonazo de un Panzer en Stalingrado, el avión de American chocando la segunda torre, un vapor maldito fabricado en Chernobyl. Como dijo Valentina, algo horrible.

El primero de quien oí que las historias acechan todos los días y en cualquier lado y que cualquiera que nos provoque impresión merece ser escrita fue del tipo por el que quise ser periodista. En realidad esa persona me hizo saber que el trabajo de periodista no era algo imposible pero que merecía esfuerzo, preparación y compromiso. Fue también el que me sugirió que la curiosidad y la desobediencia, como leería muchos años después en un libro de Angélica Gorodischer, no son un defecto sino una virtud y que las dos mueven al mundo.

Ese tipo se llama Horacio Del Prado. Lo conocí a los diez años, al final de los años setenta, en el edificio de Catalinas Sur, en La Boca, donde vivíamos ambos. Empecé a prestarle atención a la fuerza por su notoriedad casual e inmotivada: un individuo que de vez en cuando pasaba entre los jardines del barrio combinando trajes formales con zapatillas, no por esnobismo sino por distracción. Lo veía por las mañanas paseando a Mora, su perra, y por las tardes bajando del colectivo como un acróbata cargado de revistas y libros. Fue el primer adulto que al hablar conmigo me hizo sentir que me tomaban en serio.

Más o menos por el año 79 era secretario de Redacción de la revista Goles, un semanario que competía con El Gráfico, en condiciones desiguales pero con dignidad. Su biblioteca desordenada y enorme fue la primera que me causó el deseo de tener una. Con su mujer divina y serena me pasó lo mismo. A veces llegaba a visitarlo Alejandro, su hermano músico, que por esa época tocaba con Zitarrosa, luego famoso por “Los locos de Buenos Aires”.

En una de las pocas e inolvidables ocasiones que fui a su casa me advirtió que había que tomarse escrupulosamente en serio lo que nos llama la atención, así nos parezcan cosas insignificantes, porque lo pueril es lo más usual en la vida. Las anécdotas que cuenta tu viejo o tu abuelo, dijo, son muy importantes. Lo que se oye en la calle y en la iglesia, lo que te causa gracia, o disgusto, o incertidumbre, o miedo, todo eso sirve para escribir.

Me dijo también: “Sobre esa primera cosa que pescaste o que sentiste hay que concentrarse, pensar mucho, dar algunas vueltas, hasta que aparezca una idea propia”.

Por su influencia llevo hace años libretas que relleno, no sé para qué, con lo que escucho. El me dio a leer la impresionante crónica del fusilamiento de Severino Di Giovanni que escribió Arlt. Me habló de historias de futbolistas, de Haroldo Conti, de la importancia del uso del suspenso en los textos, de Kundera. Cuando le dije que intentaría ser periodista me anunció que el peor destino es esperar los temas adentro de las Redacciones.

Cerca de los veinte años anotó el nombre de tres colegas que conocía en Rosario —muy distintos entre ellos, me advirtió— a los que sugería contactara para ver si podían tirarme algún hueso. El papelito decía: Jorge Brisaboa, Bigote Acosta, Horacio Vargas. Pasaron dos años hasta que preparé una carpeta con cinco notas y me presenté en Rosario/12. Pedí hablar con Vargas y le dije que se las dejaba para que las viera. Temblé desde tocar timbre hasta salir. Qué desamparo, qué terror, qué soledad polar produce en uno el estado de expectativa.

Transcurrió un mes y una redactora de Rosario/12 que era compañera de la Facultad me avisó que Vargas quería hablar conmigo. Subí al edificio de calle Córdoba arrastrando las patas por las escaleras. Salió él con Guillermo Lanfranco y me llevaron a tomar un café. Abajo del diario que tenía en la mano asomaba la carpeta con las notas que le había dejado.

Pensé que me la devolvía ofreciéndome alguna palabra de horrendo consuelo, pero me dijo que iban a publicarlas a todas, que querían que trabajara con ellos. Hasta ahora, pese a no tener un mal pasar en este oficio, no recuerdo una alegría mayor a esa.

Como una década después le conté al Nene Vargas que un par de años antes de llevarle las notas un periodista de Buenos Aires me había sugerido ir a verlo por trabajo. Cuando le dije que era Horacio del Prado dijo: “Si hubiera sabido te daba laburo sin importar cómo escribías”.

Durante 18 años no supe nada de él hasta que un día lo llamé súbitamente. Nos juntamos en un bar del parque Lezama. Me sentía tan feliz con algo tan simple que no pude sino darle la razón retrospectiva: la mejor materia narrativa sale de las cosas sencillas. Nos quedamos hablando cinco horas. Me hizo gracia un elogio que hizo por algunas notas mías. “Tenés birome”, dijo. Ahora trabaja en Clarín en la sección de Enciclopedias, escribe teatro con éxito, tiene un programa de radio y un blog de fútbol con fieles seguidores, que se puede encontrar en la lista de recomendados del nuestro.

Lo acompañé hasta la parada donde en otro tiempo lo veía haciendo equilibrismo con los libros y revistas. Cuando se fue pensé en lo que me había dicho él hacía treinta años. Si en un lugar respira este oficio es en el prodigio de contar historias sencillas. Cuando no escribimos por obligación, cuando el tema nos empuja a hablar de él, la indiferencia será menos probable. Abro el diario esta mañana, en la semana del día del periodista, y aparece un panadero de un pueblo que cuenta qué pasó cuando, sin decirle a nadie y sin que nadie se diera cuenta, empezó a usar un 20 por ciento menos de sal en sus productos. Franco Explota obliga a hablar a Valentina y ella, traspasándome todo su placer al contar su aventura, me obliga a mí.

¿A qué tipo de público de hombres y mujeres se dirige?, le preguntaron a Arlt en 1929. “Al que tenga mis problemas: resolver de qué modo ser feliz, dentro o fuera de la ley”. Con todo respeto, linda consigna, maestro.

POR HERNAN LASCANO

viernes, 21 de enero de 2011

Lo peor no es la derrota (II)

viernes, 21 de enero de 2011 6
Como me decía un amigo el día de Nochebuena, la desventaja de ser testigo es que uno ya no puede hacerse el boludo. Con los demás sí puede, trabando un poco la mandíbula se consigue, pero hay un rincón inexorable con uno mismo donde aunque se bajen todas las persianas el resplandor enceguece. Puede no haber nadie para oírnos, pero si un rebaño de erizos se metió en la cama las púas se clavan lo mismo.

El 24 de noviembre de 2008 perdí de vista un árbol que había por la zona de los clubes de pescadores, atrás del parque España, uno de los cuantos a los que les llegó la hora cuando se hizo el paseo ribereño peatonal. Era un árbol petisón y robusto con las ramas trenzadas y nerviosas. Me gustaba ese árbol y había agarrado la costumbre de ir a verlo cada tanto. Ese día descubrí que no estaba más y me lo anoté en una libreta.

Me fui caminando al diario y al llegar a San Martín y Córdoba en frente del Banco Nación vi una cantidad inusual de policías. También muchos curiosos preguntando qué pasaba. Me acerqué. Había un allanamiento en las oficinas del tercer piso del Victoria Mall. Me mandé arriba por las escaleras y al llegar ya no pude avanzar. Un policía bonaerense me dijo que estaban haciendo una inspección en un estudio jurídico para asegurar pruebas. También había personal de la Afip y un par de sumariantes del juzgado federal de Zárate-Campana.

El estudio en cuestión era de uno de los tributaristas más conocidos y prósperos de la ciudad. Un tipo de unos 40 años que era asesor financiero de un millonario incipiente, desconocido absoluto hasta unas semanas antes. Un tal Mario Roberto Segovia.

La acción no había pasado desapercibida a los medios que ya tenían en sus portales la novedad. Se citaba lugar del allanamiento, despliegue y procedencia del personal actuante y se decía que el procedimiento se vinculaba con la llamada causa de la efedrina. Había fotos que mostraban la cantidad de gente aglomerada. Lo único que no figuraba en ningún lado, salvo en un solo medio, era el nombre del abogado al que le estaban revisando los pelpa.

Nos pusimos a averiguar qué había motivado el operativo. Dimos con un informante judicial que nos leyó por teléfono parte del sumario. La información de que disponían sugería que el abogado había asesorado a su cliente en una secuencia de inversiones altas sin tomar grandes precauciones respecto al origen de la plata para concretarlas.

Y el cliente, comprando esto y lo otro, había desparramado teca como para juntar curiosos: dos camionetas Hummer, dos 4 x 4, un chalé de mil metros cuadrados en Fisherton, un Rolls Royce similar al de la reina de Inglaterra, dos departamentos en Puerto Madero, una fábrica de discos compactos en edificación e, incluso, según la información del juzgado, todo el tercer piso del Victoria Mall, que había pertenecido al abogado.

Cuando teníamos el paquete a medio cerrar fuimos a decir cómo venía la cosa. La orden de arriba fue: “Publiquen todo, pero al abogado hay que cuidarlo, guarden el nombre”.

Gran dolor de huevos. Al revés habría funcionado. Podíamos no publicar todo, lo que en una situación preliminar es aconsejable, dado que no pocos operativos judiciales que implican deslizar sospechas terminan en la nada. Pero al omitir de quién era el estudio jurídico íbamos a quedar ante nuestro público, con toda razón, como encubridores. Porque lo único indudable era que ese boliche estaba siendo allanado por la orden de un juez penal que investigaba al tipo que el gobierno había definido como el mayor contrabandista argentino de narcóticos.

De hecho: en la edición online ya había comentarios tirándonos de todo por encanutar el nombre. Nos pareció que esa carta podía jugar a favor nuestro. Fuimos ante los altos mandos y con voluntad de negociar dijimos: “Se la están dando a un boga archijunado ante miles de personas en el lugar más céntrico de Rosario. Es una causa sensible. Lo llamamos y que haga su descargo. Que aclare y explique todo lo que quiera. No lo pusimos nosotros en esta situación. Que él no nos ponga en la situación de que todos nuestros lectores nos puteen por hacer algo impresentable”.

Es imposible explicar aquí, y además llevaría mucho tiempo, cómo brindar argumentos que implican cuidar los propios intereses en muchos medios comerciales es como ofrecer carne fresca para caníbales. Ni de dignidad, ni de sensatez, ni de ética. Uno sólo habla de cuidar el pellejo y recibe miradas, más aburridas que fastidiadas, que dicen: “Saben cómo es esto, tienen razón ustedes, pero hay que hacerlo”.

El influyente en cuestión al que le ofrecíamos indemnidad a cambio de embarrarnos hasta la nuca era por entonces dueño de una de las mayores mansiones en valor y superficie del Kentucky de Funes y, según gritan en Tribunales y en ámbitos como la Bolsa de Comercio, uno de los más sagaces especialistas en evadir y eludir. Su padre, tributarista también, se despegó de él en una inolvidable solicitada publicada en el Decano. De acuerdo a las interpretaciones coincidentes del momento, lo hizo impulsado en la necesidad de ponerse a salvo en forma pública de los opacos manejes del nene.

Decíamos a nuestros comandantes que no había necesidad de contar todo esto. Pero debíamos dar el nombre por un motivo elemental: evitar degradarnos ante gente a la que le tenemos que vender, junto con los 3 mangos 50 que sale el diario, confianza en nosotros.

Para imponer contenidos o para frenarlos, el área comercial de un diario, que es el espacio donde muñecos como éste encuentran su fecundo terreno de operación, suele tener más peso que el área periodística. En las cosas que importan nos viven acostando. Por eso es una vieja tradición que un sector y otro nos prodiguemos un rencor ancestral y recíproco, albergando el vivo deseo de que llegue el glorioso día de recitar predicados de odio acumulado y terminar por cagarnos bien a tiros como hacen los personajes de “Periodismo en Tennessee” de Mark Twain.

Aunque no sea lo importante, faltaba decir que el abogado que allanaron es Wilfredo Scarpello. Y tiene hot line no con el área comercial sino con los dueños del circo que, sin subestimarlos jamás, son los más jinete sin cabeza de todos.

En escenarios complejos no hay recetas simples. No se trata de posar de insumisos ni de enojados en una empresa comercial privada. Pero hay opciones de obediencia que llevan al suicidio.

En este caso así lo parecía. Al día siguiente a la cuenta de correo electrónico de la sección llovían mensajes que nos trataban, como mínimo, de cómplices y sinvergüenzas.

Es habitual y es avieso, pero lo de mandarnos en cana gratis en las situaciones más públicas es primero que nada autodestructivo. Y bastante clásico. El día que lo liberaron tras seis años de prisión en el marco de un proceso arbitrario el ex juez Fraticelli habló una hora por los medios. Desde la primera oración a la última mencionó a Reutemann como el culpable de la caza de brujas que, decía, había sido su encarcelamiento.

El piloto escaló las cumbres y pidió clemencia. Lo que se traduce en censura. Y en efecto la directiva bajó como una plomada. Fuimos boquiabiertos a enunciar lo obvio: el apellido Reutemann había sido la pieza principal de una conferencia de prensa vista en vivo por todo el país y en horario central. ¿En el nombre de qué ventaja íbamos a entrar mansamente en esa hoguera? La respuesta fue la que le dieron al verdugo de Perry Smith: “Proceda”.

Entre los múltiples daños implícitos de este tipo de actos hay uno que los editores casi nunca tenemos en cuenta. Y es cómo cosas así nos desacreditan a nosotros antes que a nadie y nos liman el mando. Si se le pide a un redactor que omita, que suavice, que acomode, ¿es posible luego reprocharle un error de enfoque o pedirle compromiso? ¿Con quién debe enojarse ese editor? ¿Retiene algo de autoridad para decir en adelante qué está bien y que está mal?

Además está la ofensa. El tipo que vino laburando una nota seis horas al recibir una instrucción de esas no va a querer quedar pegado firmando. Y la firma implica una distinción necesaria que el periodista merece no para alentar su vanidad sino como conquista, para apropiarse legítimamente de su trabajo, que le pertenece. La firma le sirve, incluso, al público en tanto funciona como garantía de intento de veracidad. El que firma no está a salvo del error, pero lo hace porque cree en lo que escribió.

Esto es fuente de un malentendido usado con cinismo: que la empresa periodística pague un sueldo no significa que le puede pedir cualquier cosa a un periodista. Le puede indicar y hasta ordenar sobre qué escribir. Pero no decirle que trabaje de manera innoble. Es por eso que las órdenes sucias se bajan en murmullos y a solas.

En la genial escena inicial de Los perros de la calle están todos los monstruos desayunando en un bar y a la hora de pagar uno se niega a dejar propina. Es el personaje de Steve Buscemi, que dice que nunca lo hace porque eso supone que la camarera no gana lo suficiente, y que compensar eso con una propina sería malo para todo el personal, dado que les retardaría la toma de conciencia para organizarse por una remuneración justa. Se arma entonces un debate extravagante donde nueve caballeros exprimen sus escrúpulos sobre ética y justicia, lo que aplaza momentáneamente la realidad de que están reunidos ahí planeando el asalto a un banco.

En simposios y en sus reuniones periódicas, muchos dueños y gerentes de medios mantienen discusiones por el estilo.

La censura aceptada tiene un costado burocrático y perentorio que se naturaliza en nosotros con la fuerza de la repetición. Sin necesidad de dar un debate ético gritando entre nubarrones de azufre, se lo puede considerar desde un costado utilitario: ser un eslabón de estos enjuagues nos reduce ante los públicos. De ese modo un ingrato día, como el árbol del parque España, podemos no estar más allí, por más que conservemos el sueldo. Cuando los lectores u oyentes advierten que algo se les escamoteó te señalan como responsable. Y al hacerlo, con toda justicia, les importa poco que uno sea el que dio la orden o el que la aceptó entre rezongos. La pura y triste es que esa distinción es un asunto de los periodistas, jamás del público. Porque además, entre nos, plantear que uno rebanó esto o aquello porque fue obligado, ¿no suena un poco fulero? O, en el fondo de nuestros corazones, si decimos “Yo dejé la página impecable y me la intervinieron cuando me fui”, ¿no da para sentirse un forro?

El Pami, Praino, Eduardo J López, los intereses de Transatlántica, los vaivenes históricos de la concesión del Puerto de Rosario, las motoniveladoras de Obeid, la insuperable y celosa protección a Aguas Provinciales de Santa Fe, que logró que la mayoría de los rosarinos se enteraran que “algo iba mal” el día que le cancelaron la concesión. Intereses diversos y minoritarios a los que los periodistas terminamos pegados como chinches, más allá de las miles de tácticas que cuestan mucho esfuerzo y se notan mal para esquivarle a la ciénaga.

Cuando uno comete un crimen y lo cuenta se convierte en un testigo, lo que alivia el tormento del acto, dice Borges en Guayaquil, un texto de El informe de Brodie. “Confesar un hecho es dejar de ser el actor para ser un testigo, para ser alguien que lo mira y lo narra y que ya no lo ejecutó”.

Igualmente ser testigo puede ser terrible si uno no acierta a hacer lo que uno sabe que hay que hacer. Saber, sabemos siempre.

POR HERNAN LASCANO

jueves, 6 de enero de 2011

Reparaciones

jueves, 6 de enero de 2011 8
Hay todo tipo de piquetes. Según quien los mire, hay buenos y malos. Blancos y negros. Oficialistas y no oficialistas. Largos y cortos. Hay piquetes de la pampa gringa, elogiados en la TV, visitados por los políticos, legitimados por "la gente". Hubo piquetes abrazados por las cacerolas, piquetes que siguieron después de las cacerolas y cacerolas que sonaron para correr a los piquetes.

Imagen de Silvina Salinas
Hay piquetes que tienen su historia. Los primeros de estos tiempos, allá cuando cortar rutas y calles era la única forma de resistir. Están los piquetes de taxistas, para evitar más chapas, pedir aumento de tarifas o reclamar contra los robos. Los robos a los taxistas, claro. Son piquetes que tienen una ventaja: no hay taxistas que reclamen que los corran. O sí, a veces también. Están los piquetes que piden seguridad. También son saludados por los policías, los jueces, la radio y la televisión y, sobre todo, sus audiencias.

Hay piquetes de camioneros, temidos por empresas y grandes diarios, aceptados por el gobierno, impulsados por la crema del sindicalismo Y están los piquetes de ferroviarios tercerizados, apaleados por lo peor del sindicalismo.

En el país de los piquetes hay miradas que circulan, una vez a favor, otra vez en contra. Es que hay piquetes de saco y corbata, de camionetas poderosas, piquetes funcionales a la causa, piquetes funcionales al régimen.

Están los piquetes cortos y los largos, a veces larguísimos, víctimas de la apuesta por el abandono. Hay piquetes que piden que no les cobren impuestos, que vuelva la luz, que salga el agua, que les paguen sueldos, que les aumenten sueldos, que les den chapas, que salven a las ballenas, que subsidien la nafta, que no los despidan, que les den de comer o, simplemente, están los que piden un poco de respeto.

Hay quienes aman un día los piquetes, los suyos, y al otro día odian a los de los otros.

También existen los viceversa. Hay piquetes de periodistas, muchos de los cuales se sienten trabajadores. Hay piquetes que vienen de tiempos más heridos y subsisten en tiempos de la abundancia. Están los piquetes como los de Sancor o Paraná Metal, de toda justicia, resultado incierto y voluntad infinita, que luchan contra conciencias que se lavan fácil, como las manos de Pilatos.

Están los contrapiquetes, de gente que milita por sus derechos y lamenta los del resto. Están los piquetes perseguidos, los tolerados y los que se pasan de rosca. Está el espacio público y su disputa, y los derechos y obligaciones que eso genera. Y hay una cultura automotriz que trabaja a full y forma la conciencia de miles de consumidores de rodados que sólo entienden del derecho a circular. Más allá de cualquier cosa.

Y en esa lógica se apoya la ofensiva restauradora de estos días. Tan ubicua como letal, tan brutal como aguda, tan temerosa como audaz, dispuesta a despejar dudas y grises para concentrarse en lo fundamental: en su rasgo esencial, el piquete denuncia un conflicto y pide repararlo. Y qué mejor, entiende, que cegarlo con un piquete de ojos.

Hay piquetes restauradores y hay piquetes reparadores. Porque existen las restauraciones y las reparaciones. A diferencia de las revoluciones, que fundan un tiempo cero, restauraciones y reparaciones reconocen un pasado. Incluso, hasta lo añoran. Pero la primera lo idealiza. Quiere volver, como el peor folklore, a refugiarse en el mito indiscutible, en la fuente del orden. Disfraz romántico del fascismo, restaurar huele a momia, bronce y estatua, a pieza de museo. Huele a miedo, en definitiva.

Reparar en cambio, es presente, convoca a un ser que supo ser y puede seguir siendo, pero que está maltrecho porque sufre su propio mundo, el del conflicto. Como la foto de una nena que baila en círculos, suena a curación después de la pelea, a compañerismo, a lealtad, a cantimplora de caminante, a copa con los amigos. Huele a esperanza, en definitiva.

La reparación no promete utopías, promete un futuro posible, pero mejor. No pide volver al pasado, sostiene la memoria. El año que pasó fue reparador para muchas víctimas de la dictadura que pudieron encontrar una tardía justicia en los juicios contra los genocidas. Fue reparador para muchos que se lo merecen. No lo fue para los militantes asesinados en por la patota ferroviaria, en Formosa o en el Parque Indoamericano. La restauración reconoce allí un despliegue histórico y pide a gritos interrumpirlo. Quiere retroceder el tiempo porque tiene nostalgia de otro pasado. Por eso, sobre el final de 2010 puso un huevo de odio, que no debería tomar vida en 2011.

POR ALVARO TORRIGLIA
 
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