lunes, 11 de agosto de 2014

C.A.S.L.A.

lunes, 11 de agosto de 2014 1
Tekila. Así se llama mi perra. Porque mi hijo quiso que sea con K, sin alusiones políticas. Mi hijo ya no vive en Rosario, por supuesto que soy yo quien la saca a pasear. Una vez caminábamos por Pellegrini y Tekila decidió que era momento de hacer sus necesidades. Número 2, para más datos. Ese día jugaba Newell's en el Parque, y un hincha leproso que por allí pasaba decidió que sería una buena broma tirar un petardo al lado de Tekila mientras la pobre hacía fuerza en esa retorcida posición que adoptan los perros para hacer caca. Por supuesto, Tekila no hizo nada, se quedó con las ganas, por el cagazo, si se me permite el juego de palabras. No soy hincha de Newell's. Soy de C.A.S.L.A., Club Argentino Sin Libertadores de América. Desde que nací escucho ese chiste que sólo es divertido cuando hay un hincha de San Lorenzo para sufrirlo. Supongo que lo tengo bien merecido: me hice hincha del Ciclón para sufrir. Probablemente haya tenido cinco o quizás siete años. Mi tío me quería para hincha de Boca, creo que alguien en mi familia alguna vez dijo que el tipo incluso me regaló el conjunto completo azul y oro, a lo mejor no me acuerdo o no quiera imaginarlo siquiera. Mi viejo era del Cuervo, imposible saber por qué, pero seguramente haya sido una de las pocas cosas decentes que intentó inculcarme. Solamente sé que ese día un televisor blanco y negro mostraba una indigna derrota de San Lorenzo por paliza cuando en la pantalla apareció la vapuleada hinchada saltando, cantando, gritando desaforadamente como si fuese una goleada (a favor) en una final de la Copa Libertadores, una de esas que nunca jugamos en 106 años. Desde ese día soy hincha santo, con altibajos, por supuesto, la pasión por los colores futboleros es bastante irracional, idiota y esquizofrénica. Mi mujer jura a quien se le cruce que yo la engañé, que la hice creer que no me interesaba el fútbol, y no mucho después pasaba dos adorables horas de sufrimiento cada domingo. Supongo que me conoció en uno de mis períodos de apatía futbolística. El título del '95 con El Bambino coincidió con una época personal de euforia azulgrana, días en que me dejé vencer por las cábalas. Un tipo absolutamente racional como yo se convenció de que una pelotita rosa de gomaespuma tenía poderes sobrenaturales. O quizás tenía miedo de que fuese cierto y arruinara la carrera del Pampa Biaggio o Panchito Rivadero. Con esa pelotita rosa lo dimos vuelta en pocos minutos frente a Mandiyú, un rival a todas luces accesible que nos venía complicando el partido, y mantuvimos la racha invicta ante Deportivo Español, Platense, Huracán, Talleres y el Boca de Maradona y El Pájaro Caniggia. Es cierto que privé a mis hijos de uno de sus juguetes, pero no alcancé a arrebatársela a mi sobrina, que la mordió justo cuando empezaba Vélez-San Lorenzo, que perdimos 1-0 casi desde el arranque. Era la prueba irrefutable de los poderes de mi pelotita rosa. Lo terminaban de comprobar las lágrimas del Bambino el día que La Chancha Mazzoni, vistiendo los colores de Independiente, se convertía al mismo tiempo en ídolo de Estudiantes y San Lorenzo, campeón después de 21 años de sequía. Llegarían tiempos más holgados con los récords del Ingeniero Pellegrini y ya me sospechaba rehabilitado de la adicción a las cábalas, pero la final de la Copa Mercosur fue demasiado para soportarla como un hombre íntegro. Lloré encerrado en la oscuridad de mi habitación, con el locutor radial como única compañía y un arsenal de amuletos desperdigados sobre la cama. Era el primer campeonato internacional. Justamente frente a Flamengo, ¿quién hubiese imaginado entonces que el Mengão terminaría por ganarse mi simpatía después de tantos viajes a Rio de Janeiro? Ese 24 de enero de 2002 archivé todas las cábalas de mi vida en una caja marrón, en lo más alto de la biblioteca. Supongo que había cosas más importantes por las cuales preocuparse, veníamos de la caída de De la Rua y ya habían desfilado Puerta, la semana dorada de Rodríguez Saá y Camaño, y Duhalde prometía dólares de todos los colores. Duhalde, hincha de Banfield.

No volví a pisar una cancha. Nunca más. Es hermoso ir a la cancha, clavarse un choripán en la puerta, pisar la popular y encontrarse de repente frente a ese verde infinito-casi-fluorescente, putear a un par de jugadores propios (Ameli era el favorito en aquellos tiempos, apenas tocaba el césped le llovían los "¡fracasado!" y "¡muerto!" mientras aplaudíamos a Coloccini, Erviti y El Loco Abreu), mear a las apuradas en el entretiempo, adivinar las jugadas antes de que ocurran, captar la atención del vendedor de cocacola sólo con una mirada, cantar salvajadas contra los bosteros. Pero ya sabemos cómo son de idiotas las pasiones futboleras, sentarse en la popular se había convertido en un ejercicio de supervivencia que no me causaba gracia alguna, por lo que decidí resguardar mi integridad física y sufrir a San Lorenzo por televisión. Lo adopté como batalla ética, "la mejor forma de combatir a los violentos es no ir más a la cancha". Todavía era hincha, de los buenos, y me enojaba con los que se consolaban en las derrotas argumentando que estaba todo arreglado, "si está todo arreglado dejá de mirar fútbol y ponete a hinchar por Las Leonas". Intuyo que finalmente me convencieron de que estaba (casi) todo arreglado y mi fervor azulgrana se fue al carajo. Incluso descubrí lo divertido que era hinchar en contra de la selección argentina, para los periodistas deportivos es más indigno que recibir un dedo en el culo. Son incomparables las miradas de pulsión asesina al celebrar un gol de Perú en Eliminatorias o de Thomas Müller en cuartos de final. Llegué a contemplar con desapego crítico el reciente Mundial de Brasil. ¿Juegan España-Holanda? Hinchemos por la Madre Patria. ¿Robben la rompió? Que Holanda aplaste a los aussies. En la final me divertí filmando con una cámara estretégicamente oculta las reacciones desmedidas de mi mujer, ya sabemos cómo se ponen las mujeres en los Mundiales, me juró que si subía el video a YouTube tendría que recoger mis pertenencias de la calle.

Y resulta que después se muere Grondona. ¿A nadie se le ocurrió recordar que era un mafioso, un joputas con mayúsculas desde la H hasta la A? Más lejos quedé todavía de mi propio hincha, cuando la clasificación caminando ante Bolívar me recordó que C.A.S.L.A. seguía siendo el club sin Libertadores.

Hubo quien me señaló días atrás la inclinación natural del hincha de fútbol por hacerse de cábalas ante los momentos trascendentes de su equipo. "Las cábalas no se inventan, aparecen", le dije con altanero tono de filósofo moderno. Mi interlocutor era Hernán, no yo, claro, el otro Hernán que escribe en este mismo blog sobre temas mucho más interesantes y pertinentes. Hernán, hincha de River, no sabe que hace un par de días revolvía viejas cajas que juntan mugre en algún rincón cuando me encontré con un pequeño escudo de San Lorenzo. Quizás sea del '95, a lo mejor más viejo todavía. Tiene apenas dos centímetros de largo. C.A.S.L.A., dice, en letras ínfimas doradas sobre la chapa azulgrana. Ya sufrí el empate agónico de los paraguayos en la ida con mi nuevo-viejo escudito en el bolsillo. Voy a sufrir la final en mi nuevo televisor de 42 pulgadas, HD, donde todo se ve como en la popular. El tele está en mi habitación, mi perra Tekila eternamente a los pies de la cama, siempre rascándose las pulgas e interrumpiendo mi visual en el momento menos apropiado. A lo mejor se convierte en cábala.

Difícilmente vuelva a ser el hincha de la pelotita rosa. Pero ya es hora de que cambien ese chiste viejo, obvio, aburrido. Ya fue suficiente. Los bosteros, que se hacen pis en la cama la noche antes del clásico con C.A.S.L.A.; los gallinas, que tienen dos Libertadores en cuatro finales pero también se fueron a la B; los del Rojo, que para qué dar detalles acerca de su presente; los de Racing, que siguen celebrando un gol en blanco y negro; los canallas, que alguna vez fueron gentlemans que reprimían las burlas dirigidas a sus buenos primos; los leprosos, que se muerden los codos cuando se dan cuenta de que tranquilamente podrían estar jugando esta final e incluso salir campeones sin demasiado mérito... ¿Todavía estamos a tiempo de perderla? Claro que sí, si nacimos para sufrir. ¿Club Argentino Sin Libertadores de América? Sí, y nadie se murió por eso. Si le preguntan a Tekila, lo único que importa es que un hincha no te tire un petardo mientras hacés caca en avenida Pellegrini. ¿Ganar la Libertadores? Qué lindo sería...

POR HERNÁN MAGLIONE

miércoles, 16 de julio de 2014

Memoria, helado y gol

miércoles, 16 de julio de 2014 2
Durante el Mundial me pregunté una vez más cómo hacen los periodistas deportivos para recordar tanta estadística futbolística útil e inútil. Leo en una página web: “Resultados: 2-1, 15 veces; 1-0, 11 veces; 0-0, 6 veces....”. El conteo de presidiario sigue y aún no entiendo qué suma.

Más.

Dos de los 32 entrenadores “tienen pasado como maestros escolares: el uruguayo Oscar Washington Tabárez y el alemán Ottman Hitzfeld, muy riguroso en sus clases matemáticas”. Un dato tan interesante como ver un documental de suricatas un sábado a la noche.

Otra. Estadística cabulera; “Argentina nunca perdió una semifinal”. ¿Este dato implica que no puede haber una primera vez si los equipos cambiaron tanto como el tiempo?

La última.

“El (jugador) de más metros recorridos hasta el momento es Celso Borges, con 60 kilómetros y 421 metros”. ¿Se refieren al mediocampista de Costa Rica que juega en Suecia o a un fondista?

De todos modos, algo me llama la atención y me provoca envidia, más que este festival del recuento. Me sorprendo al escuchar cómo mis compañeros de deportes del diario o algunos hinchas recuerdan al detalle jugadas y goles. “En el 88, en la penúltima fecha, Independiente le ganó 2 a 1 a Deportivo Armenio y salió campeón”, me contó alguna vez un fanático del Rojo antes de comenzar a describirme cada gol de Bochini durante ese año. Con precisión obsesiva y lujuriosa lograba meterse, 26 años después, en esa cancha.

En otra oportunidad escuché a un hombre bastante mayor que podía relatar sin parar cada gol de Omar Sívori, como si los hubiera convertido ayer. “En el 54, Sívori tenía 17 años, y jugaba en River. Entró contra Lanús, nada menos que para reemplazar a Labruna, y anotó el quinto gol a los 41 minutos del segundo tiempo. Era un capo, lo vendieron a la Juventus de Turín y con ese dinero, los millonarios terminaron de construir el Monumental...”, me dijo.

¿Cómo pueden? ¿Los hinchas recuerdan con la cabeza o con la pasión? No podría memorizar algo así salvo espiando en el Google aunque cuando apago la computadora me olvido.

Me fascina esa capacidad del futbolero profano: almacenar y recordar datos. Creo que lo logran porque estudian. Sí, muchos de ellos no lo saben pero estudian más que un alumno de la facultad. Si el partido se juega un domingo, leen y escuchan todo lo que pueden en la previa. Si van a la cancha, se calzan los auriculares (antes se pegaban la Spica en la oreja). Escuchan lo que están mirando. Cuando salen comentan lo vivido: analizan, charlan y discuten. Después ven otra vez las jugadas por la tele. Y el lunes (por eso la sección deportiva es venerada el primer día de la semana) van a un bar, agarran el diario, sacan el suplemento deportivo y desechan el resto. Leen el partido otra vez. Los futboleros estudian porque les gusta el fútbol. Lo que gusta, lo que seduce, se aprende. Y lo que emociona también, aunque esa emoción tenga algo de bochorno.

De eso sabe bastante mi papá que hace años me cuenta el mismo gol.

Mi papá nació en Chabás. Ahí se hizo hincha rabioso de Racing (antes de vivir en Rosario y convertirse en un hincha enfermo de Central). El 4 de noviembre de 1967 Racing jugaba la final con el Celtic de Escocia por la Copa Intercontinental, en Montevideo. Mi papá tenía 30 años y mi mamá, 24.

Decidieron ir.

Mi mamá, también de Chabás, conocía su pueblo, un poco de Rosario, y algo de pasada Buenos Aires. Nada más. Por eso siempre cuenta que ese viaje en barco a Montevideo fue “lo más” para ella. Todo era una novedad. Tal es así que cuando entró al estadio Centenario y lo vio atestado de bote a bote, le preguntó a mi papá: “¿Cuántos millones de personas hay?”.

Cuando llegaron a Montevideo, cambiaron dinero en el centro y compraron dos plateas. Primer bochorno. Dicen que al llegar al estadio Centenario hicieron una larga cola. Y cuando las entregaron escuchó: “No pibe, estas son falsas”. Dieron vuelta como poseídos por toda la cancha hasta que consiguieron dos populares. Entraron.

En Uruguay las cosas no estaban bien ni en lo social ni en lo económico ni en lo político. Había cierto rencor con los argentinos que se potenciaba, como suele pasar, con el fútbol. Mi papá hace la lectura de ese momento desde lo gastronómico.

Dice que fueron a cenar y pidió un bife. “Si querés comer carne andá a tu país”, le sugirieron. Segundo bochorno.

Uruguay atravesaba un contexto generalizado de crisis: sueldos congelados, precios por las nubes y una inflación del 182 por ciento. No sólo escaseaba la carne. O sea, el horno no estaba para bollos y mucho menos para tolerar el entusiasmo futbolero extranjero, en un país que se había quedado fuera de la Copa Libertadores. En ese contexto, mi papá y mi mamá entraron a la cancha, poblada por simpatizantes de Peñarol que hinchaban para el Celtic.

“Mirá”, le dijo mi papá a mi mamá, “tenemos que llegar hasta allá arriba, si alguien te mete mano debajo de la pollera no digas ni mú o se arma”. Mi mamá que era (y es) una mujer muy linda llevaba puesta una minifalda de la época, color tostada, una camisa escocesa, mocasines y cartea al tono. Y así, asustada y advertida, enfiló sin chistar hacia lo alto de la popular.

Según mi papá, que apela como buen futbolero a su memoria, el partido no era gran cosa pero se sentía áspero.

A los 37 minutos del primer tiempo cada equipo se quedó con un jugador menos: Alfio Basile y Lennox. Y en el arranque del segundo, el árbitro paraguayo Rodolfo Pérez Osorio le sacó una polémica roja a Jimmy Johnstone, figura de el Celtic. Mi mamá miraba como si todo fuera su primera vez. Todo. Hasta que empezó a aburrirse y vio pasar a un heladero.

Minuto 52 del partido. “¿Me comprás un helado?”, dijo ella. El con cierto fastidio se dio vuelta y llamó al heladero.

Minuto 54 del partido. El tipo se acercó a ambos desde arriba, subió un pie en un escalón y sobre la pierna apoyó la heladerita de telgopor. Buscó el helado.

Minuto 55. El heladero le dio el helado a mi mamá y mi papá sacó la billetera y le dio la espalda a la cancha. Impaciente, mirando hacia atrás y hacia delante, esperaba el vuelto. De golpe, en un segundo, miró cómo todos los hinchas que entraban en su campo visual gritaban Goooooooooooooollllll. Detrás de su nuca, Gooooooooooooolllllllllllllll. Era el minuto 56 del partido. Gooooooooooooooooooooooooooooooooo!!!!!!!!!!!!!!!!!!

El Chango Cárdenas había metido un zurdazo de media distancia. Mi papá no lo vio.


“Cárdenas, abierto Maschio a la izquierda, Cárdenas, gooooooooooooool de Racing, terrible impacto de Cárdenas, la Argentina en ventajaaaaaaaa”. Así lo grito Fioravanti. Así, en blanco y negro, lo escuchó mi papá al llegar a Rosario. Así lo cuenta él, una y otra vez de memoria, hasta el día de hoy. No se olvida más de ese viaje, ni de la genialidad de Cárdenas, ni del helado.

POR LAURA VILCHE

 
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