lunes, 28 de diciembre de 2015

Modestia aparte

lunes, 28 de diciembre de 2015 0

Aquel día, en que todo pareció cambiar, llegué temprano a la redacción.

Sólo estaban dos computadoras prendidas y el eco de una frase lejana que repetía “¡Vamo’ que nos vamos!”.

En el fondo, en penumbras, podía adivinarse la silueta recortada del gordo Gonzo, luchando contra sí mismo y un bidón de agua.

- 16.322 seguidores en Twitter, me dijo sin levantar la mirada, mientras le pegaba con una cucharita a unos trozos indisolubles de sopa Knorr.

- Ah, dije sin mirarle la cara. Estaba feliz. Se lo sentía respirar.

- Después quiero que me des tu opinión...

Esa frase presagiaba algo que, en su construcción, debería tener como corolario un gesto de aprobación. De halago a lo que hizo, hace o hará.

- ¿Viste lo que subí en el Facebook?

- No.

- Me dieron dos diplomas; uno por participar en la fiesta del chancho con cuero y otro por llegar a la final de un concurso de poesía en Villa Mugueta.

- ...

- ¿Cuál de las dos imágenes elijo para la portada?

No fue un buen comienzo. Escuchar a Gonzo era una tarea ingrata. Encima, por esos días, los ánimos no eran los mejores. El diario estaba en un período de transición hacia algo parecido a la confusión. Algo que el nuevo CEO -que venía de manejar con éxito un lavadero industrial- definió como “redacción unificada”.

El proyecto de hacer un único periódico para el papel y la web se materializaría después de una no muy pensada reestructuración en la que, retiros voluntarios mediante, sólo quedaban 14 periodistas. Fue una decisión que tomó forma luego de que el nuevo administrador leyera un artículo de una consultora, “¿Y por qué no somos The Guardian?”.

El perfil
En una época no tan lejana, en que había mucha gente, nos divertíamos con las apreciaciones de Gonzo. No podíamos creer que alguien fuera tan pagado de sí mismo y se creyera tan superior a la media. Llegamos a imaginar que estaba actuando, que hacía un personaje.

Armando alguna vez descubrió unos apuntes del gordo que, voluntariamente o no, olvidó en la vieja sección Editoriales.

No tuve grandes profesores pero sí buenas enseñanzas. Mi gran maestro es alguien que, si bien ahora no ejerce el periodismo, lo hizo durante una década en un diario ya desaparecido. Aún hoy conserva su amor por la profesión a tal punto que tiene un negocio que bautizó “Ferretería Kapuscinski”.
Ediberto Muñoz (de él se trata) es un aficionado a las frases hechas, pero con sentido. Si un texto es muy extenso dice “Lo que redunda, abunda”. Si uno habla de más, “Callad, callad, si lo que vas a decir es menos importante que el silencio”. 
El me hizo entender, entre otras cosas, lo importante que es inspirarse en ideas ajenas y “reiventarlas”. 

La reinvención
Que haya una sola redacción parecía no significar que un mismo texto era digno de ser publicable en la versión impresa y en la web. Era, por el contrario, forzar a un periodista a desdoblarse y hacerlo asumir una personalidad que le era ajena, a veces distante. En esa lógica, cualquiera podría ser capaz de escribir cualquier cosa, y en cualquier estilo.

Hubo números ceros y versiones que nunca vieron la luz. Por suerte.

El primero en enterarse que la cosa era inminente fue Wilson, la última pluma de peso que nos quedaba. El periodista de referencia, al que citaban los otros medios. “El único que sabía escribir”, según un crítico más cínico.

Hace dos días nos juntó a algunos pocos en la puerta del archivo. Parecía llorar.

- No es joda, muchachos. Viene dura la mano.

- ¿Nos bajan el sueldo?, se preocupó la Ameba.

- Lo único que sé es que a mí me dieron dos notas para probar. Una es para el papel, “¿Es aún aplicable el concepto de justicia de Tomás de Aquino?”. Y la otra otra es para la web, “Según un estudio científico la masturbación genera apetito”.

Del editorial a las gacetillas
Gonzo también escribió, en aquella especie de lejana autobiografía:

Mis primeros días en el diario fueron como pasante en la sección Editoriales, así llamada porque nunca hubo una sola línea editorial sino varias. Todo era monótono y aburrido, en un cuarto en penumbras con viejos dinosaurios que fumaban en silencio. Mi trabajo era mirar, leer y, de vez en cuando, aportar algo. Mucho.
Logré ese puesto por una biografía que escribí. Muy comentada. Era un libro sobre un historiador local, Javier Andrada, un viejo que pasó sus últimos cincuenta años investigando la historia de una desaparecida calesita de barrio Belgrano. 

Esos comienzos coincidían, también, con la desmedida lucha por publicar notas firmadas. La ambición que lo llevó a rubricar un texto olvidable, “Té canasta a beneficio de la parroquia San Casimiro”.

El rearmado
Poco antes de que se inaugurara la redacción unificada hubo amagues por cambiar, de refrescarle la cara al diario. Fueron vanos intentos que incluyeron experimentos con finales inciertos, como los del director de Compraventas. Todos recuerdan aquella tarde en que entró a la secretaría gritando “¡Se nos van los anunciantes!” mientras alzaba con la mano derecha su nueva invención, “El billete enloquecido”. Era una forma de recompensar al fiel lector que comprara el diario durante un año con una botella de un litro de una gaseosa de segunda marca. No prosperó.

La merienda
Gonzo no participaba de ese momento de distensión y encuentro que llamábamos “la merienda”. Sin embargo aquella tarde, en la que todo parecía cambiar, fue. Pensamos que se sumaba para burlarse de sí mismo.

Preparó otra sopita instantánea y mientras se sentaba en una banqueta de dibujante sacó de entre sus apuntes un viejo texto impreso que había formado parte de algo que hoy podría definirse como una descripción de Linkedin o alguna otra red social laboral. Lo leyó con énfasis.

“Soy periodista y lo importante no es lo que digo sino cómo lo digo.
Hace poco tiempo que ejerzo. Cinco años. Doy clases en cuatro institutos privados, un taller en la facultad de comunicación social, charlas en el Círculo de la Prensa deportiva, y eventualmente visito algunas escuelas secundarias para hablar sobre mi trayectoria.
Participo en un programa televisivo y soy aspirante en un diario. Aspirante a jefe de Redacción. Firmo todas mis notas (es de aclarar que mi nombre va en negritas) y a veces, algún autógrafo. El hecho de que sea la cara visible del micro televisivo “Así las cosas” me da muchas satisfacciones. Por la calle muchas mujeres se me acercan con la excusa de que me conocen, o viceversa. La mayoría de las veces, viceversa”.

Mientras lo leía no podíamos aguantar la risa. Esperábamos un guiño para que todos estallemos en carcajada. Una especie de blanqueo para aclararnos que siempre se divirtió con ese personaje que creó. Pero no, lejos estuvo de eso. Se puso de pie y, frente a Wilson, abrió los brazos.

-A este texto le falta algo. Decir que soy el flamante jefe de la nueva redacción unificada. ¡Felicitame!

Wilson, la última pluma creíble, no sabía qué hacer. Tal vez en su nerviosismo no tuvo mejor idea que preguntarle (o preguntarse):

-Y ahora, ¿qué hago?

-En principio tenés qué hacer otro tipo de notas. Fijate acá.

Se acercó a una notebook y leyó el título de una nota que parecía estar firmada por Gonzo:
“Le regalaron un oso de peluche y mirá lo que pasó”.

Wilson lo miró y el gordo dijo, sin inmutarse:

-12 mil clics.

Fui a sentarme a una silla que no sabía si aún me pertenecía. A lo lejos, desde las escaleras parecía que alguien gritaba, nuevamente, “¡Vamo’ que nos vamos!”.


POR JUAN CARLOS ESCOBAR

lunes, 16 de febrero de 2015

Las doradas naranjas del sol

lunes, 16 de febrero de 2015 3
Mi hermano quería ir a un bodegón infecto contagioso de Once donde hacían un ossobuco a la parrilla mortal. Pasamos frente a Cromañón y me contó que nunca más había agarrado con el auto por Bartolomé Mitre porque le daba tristeza. Después de decir eso se quedó pensativo un momento y me contó algo sobre un pibe que murió ahí.

Pasó en el velorio del pibe. Una chica muy joven que no se hacía notar demasiado lloraba sin parar y sin despegarse del cajón. Una mujer se le arrimó y le dijo: “Se ve que lo querías mucho, ¿de dónde lo conocías?”. La chica le contestó: “Estábamos de novios hace seis meses”. La mujer le dijo: “Ah. Yo hace dos años que soy la esposa”.

Mi hermano me dice entonces que la que había escuchado esto fue Mariana, la hermana de Tato. “Te acordás de Tato, el chabón que rajaron del banco porque afanó para levantar una deuda en el casino. Bueno. Mariana estaba sentada y oyó todo de callada. Ella llevaba un año saliendo con el pibe muerto”.

García Márquez decía en algún lado que cuando un escritor profesional lee un texto acertado no piensa casi nunca en lo que el texto dice sino en el modo en que está construido, así como los relojeros de oficio raramente admiran la belleza de un reloj, sino que se interesan en el mecanismo que los hace funcionar.

Escuchando la historia del pibe de Cromañón yo pensaba en el don del relato. Mi hermano lo tiene. Muchos periodistas no. Se quedan chapoteando bajo las fórmulas usuales que permiten narrar cualquier cosa por perecedera que sea. Cuando mi hermano me contaba su historia yo sentía que iba escuchando la radio, me acordaba de Guerrero Marthineitz entrevistando a Cortázar en El show del minuto, o Pettinato veinteañero hablando de un disco de Allman Brothers en Continental en 1980, o de Bazán reseñando dos horas la historia del asesinato de Jorge Salomón Sauan en Rosario, antes de que se escribieran libros sobre ese caso. En esas situaciones bajo la voz del hablante el mundo exterior quedaba borroneado y uno empapado del aguardiente del relato, de esa mota de vida plena que brota cuando las palabras lo pasan a uno por arriba.

Qué buen periodista habría sido mi hermano. Cualquier historia que cuenta atrapa hasta el fin. Sólo le interesa el corazón del queso: va al grano, no usa transiciones, rechaza los desvíos, los adjetivos le importan un carajo. Pronuncia frases cortas y potentes como las de los cuentos primerizos de Hemingway. Estudió mecánica de autos en el colegio, hace veinte años que trabaja en un banco y no leyó un libro en su vida. Pero escribe cuando habla y si habla es porque vale la pena.

En un cuento que se llama El invicto Hemingway relata la vicisitud de un torero viejo que tiene necesidad de una corrida porque precisa el dinero. Con una economía narrativa obstinada, como si de utilizar pocas palabras dependiera su vida, Hemingway deja saber un montón sobre ese hombre al borde de la vejez que nunca ha sido vencido pero al que ya ningún empresario le da crédito porque está lento y alejado de su mejor fama. Como lectores tampoco nos fiamos de él porque cualquier texto corto precisa de novedad lo que nos hace intuir a cada instante que a Manuel, como se llama el protagonista, por primera vez no le irá bien. Con oraciones de no más de ocho vocablos, rehusando la cobardía de adornar nada, recurriendo a diálogos para dar sustancia a lo que pasa el relato se construye de una sola forma: acción pura en base a verbo, verbo, verbo. Que lo acepten a Manuel para torear depende de la decisión de un picador, que son los que le clavan la espada al toro. Y este picador es un tipo maduro que lo quiere bien al torero y no tiene ningún deseo de que salga con la muleta roja a la plaza para ponerla, con reflejos desvaídos, delante de una bestia de una tonelada.

Lo que pasa en el cuento es a cada renglón desesperante. La sangre, la muerte pero sobre todo la desdichada soledad de ese hombre son una laceración inminente línea a línea. Y si eso pasa es porque el narrador tiene una destreza endemoniada que con su parquedad nos coloca en estado de accidente. No se parece a Hemingway pero así narra mi hermano, que cada vez que capta mi interés al contar algo, justamente por descartar lo prescindible me tiene agarrado de los huevos.

Todo sugerido, nada digerido. Hemingway retiene al lector con lo ocurrido al torero hasta el remate del cuento. Mi hermano hace deducir sin decírmelo nunca que el muerto de Cromañon estaba con tres mujeres. Nunca es él quien lo dice. En su relato son ellas las que lo hacen.

Cuando uno está seguro de que tiene algo que contar y desecha lo prescindible es invencible. Pero hay formas que son condición de que la historia se instale en nuestras almas que residen en el habla. Esta que quería contar empezó con una frase que leída no tiene sentido en comparación con escucharla.

Una noche de cierre llaman a la Redacción para hablar con Policiales. Alguien estaba abajo en la Recepción y decía que no tenía apuro, dormiría ahí hasta que lo atendieran. Al bajar encontré a un hombre macizo y alto, robusto como un armario, que movía la cabeza a los dos lados como el radar de un tanque de guerra.

El tipo preguntó si yo era de Policiales y contesté que sí. Me escudriñó como si fuera un renacuajo, tomándose un momento para elegir las palabras, hasta que dijo. “Tengo ganas de cagar a trompadas a un periodista”.

Nadie aprecia que le peguen, pero a veces algo antipático puede volverse simpático. A mí me gustó el “tengo ganas”.

Se llamaba Kulczak. Había sido depostador de reses en el Frigorífico Swift y después transportista. Tenía unos 60 años. Era descendiente de polacos. En los últimos quince meses había conocido todas las formas de agitación. En ese lapso mataron a su hijo de un tiro a quemarropa, vivió aturdido por la pérdida del joven con el que trabajaba todos los días y en medio de su duelo buscó al asesino en tres provincias. Hasta que lo encontró.

Debido a un cruel malentendido, a pocos días de la muerte de su hijo Mauricio, que tenía 19 años, a Kulczak lo echaron de la empresa donde trabajaba. Ocurrió que la policía, al reportar el incidente por la oficina de prensa, divulgó que su hijo era un ex convicto de Coronda. Fue un error involuntario: quien había salido de la cárcel siete meses antes era el agresor y no el agredido. Pero la confusión fue publicada en diarios locales y nacionales.

Kulczak les explicó a los dueños de la empresa que eso era un fallido y suplicó por su continuidad. “Lo sentimos, tantos medios no pueden equivocarse. Usted nos ocultó que su hijo estuvo preso”, le contestó un gerente.

“Perdí a mi hijo, ustedes dijeron que fue un delincuente y nunca más conseguí trabajo”, me dijo Kulczak.

Me hubiera gustado que blasfemara, que me encajara la piña anunciada. Pero no hizo nada. Le pedí de tomar un café. Me dijo que no podía porque su mujer estaba enferma pero me invitó a ir a la casa cuando tuviera tiempo.

Fui al día siguiente. La casa era Villa Gobernador Gálvez, en la calle Paraná. A tres cuadras de ahí un día de julio de 2004 varios jóvenes hacían las preliminares de la salida de un sábado. Una amiga de Mauricio Kulczak oyó una explosión que le hizo acordar el ruido de un aerosol arrojado al fuego. Enseguida lo vio venir tambaleándose, blanco como un plato y con la mano en la panza.

“Me disparó Macoco”, sollozó Mauricio. “No era para hacerme esto”.

Cinco minutos antes Hugo Vivas, el tal Macoco, había llegado al lugar donde cinco amigos tomaban cerveza. “Viste cómo te encuentro”, le dijo a Mauricio. Sacó una pistola oscura y desde dos brazos de distancia le disparó. Montó en el ciclomotor del herido, miró al resto del grupo y advirtió: “No se mueve nadie”. Le obedecieron. Todos lo conocían.

Mauricio se había encontrado varias veces con una chica que había sido novia de Macoco antes de que cayera preso en Coronda. Fue todo lo que asomó como móvil del homicidio.

Demasiada gente había visto esa ejecución frontal, a un metro de distancia y sin preámbulos. A los testigos eso les implicó una pesadilla. Todos terminaron esfumándose del barrio por un tiempo o mudándose.

A Kulczak ya no había nada que le infundiera miedo. Lo que escuchó del comisario y de la jueza del caso le parecieron estupideces de compromiso. Decidió averiguar él dónde había ido Macoco Vivas.
No era investigador. Pero empleó un sentido común parido en la lucidez de mil insomnios. Lo primero que quiso saber era dónde había ido a parar la Zanella 70 de su hijo. Los vecinos le dijeron que se la había llevado una pick up de una firma que rectificaba motores.

Supo que esa chata había llegado a una hormigonera de La Tablada. Preguntó si conocían a Macoco Vivas. Le dijeron que había trabajado ahí y que ahora estaba en un corralón de José C. Paz en el conurbano bonaerense.

Enlazó cada rastro previo con el próximo como buscando un tesoro. Llegó hasta San Luis. Allí se enteró que su trabajo era temporario y que en receso Macoco volvía a Rosario. Paraba en la calle San Juan a donde lo llamaban cuando se reanudaban los jornales.

Kulczak se volvió con la dirección y no más llegar se acomodó en la entrada de un garaje a esperarlo. El sereno le preguntó qué hacía. “Necesito ver a alguien. Me puede llevar varios días. No le voy a hacerle problemas”, le dijo.

Una noche advirtió a Macoco entrando a un pasillo. Controló su ansiedad. Dedujo que en algún momento tenía que salir. Kulczak llamó a sus dos hijos mayores. No tardó en surgir Macoco. Entre los tres lo siguieron y lo achicaron en un baldío.

Bajo los guiños amarillentos de las lámparas de sodio, arrinconado ahí, Macoco no era nadie. Enmudecido, sin ponerle la mano encima, Kulczak lo examinaba. Al fin habló. “Dónde dejaste el ciclomotor de mi hijo”. Macoco contestó que en una casa de Pueblo Esther. Se quedó callado un buen rato más hasta que le indicó a su hijo mayor. “Lo nuestro termina acá. Llamá al Comando”.

Volví dos veces más a lo de Kulczak. Al frente de la casa, parado hacía años, estaba el camión Fiat en el que viajaba con Mauricio. Tomábamos mate sobre el contrapiso de cemento en una mesa con mantel de hule. Después fui al juzgado de sentencia a buscar el expediente. La jueza estaba conmovida con la historia. Ordenó una copia del sumario entero y me lo dejó en la mesa de entradas.
En ese expediente, por si a alguien le interesa, hay una novela por escribirse.

“Esto fue una desgracia de gente de barrio. No quería venganza personal contra este muchacho que me quitó a mi compañero. Justicia nomás buscaba yo. Por eso se lo entregué a los policías”, dijo Kulczak.

Borges decía no creer en ningún Dios pero sí en la existencia de un propósito moral en el universo. A las cosas de su vida agostada Kulczak, a quien no vi sonreír nunca, había necesitado asegurarles un rumbo. Por eso se fue atrás de Macoco. En su orden no cabía otra cosa más que volverlo visible por lo que había hecho mal. Nada más eso.

Algo que puede resbalar como un detalle, y ninguna moraleja, me interesa de este asunto. Eso que leído no tiene la menor potencia en contraste con ser escuchado. No dudo que a esa frase la oreja biónica de mi hermano la habría captado como lo esencial.

En cierto momento Kulczak contó que lo había sentado a Mauricio, su hijo, frente al volante del camión a los 13 años. Y que lo había hecho en un lugar de una belleza insuperable que, a menudo, suele ser un lugar transfigurado por la añoranza.

“Le enseñé a manejar a mi compañero en la ruta 95, en el norte de Corrientes, cerca de Ituzaingó. No pasaba nadie por ahí, era una recta larga llena de naranjos a los dos lados. Al atardecer el sol se pone en medio de la ruta y pega una luz hermosa que hace brillar las naranjas en las ramas. Nos gustaba ese paisaje”.

En la melancolía del cansado toro polaco llegaba un poema de Yeats que hace años me dio Chies, un jefe en La Capital. “…Y recoge hasta que el tiempo y los tiempos acaben las plateadas manzanas de la luna, las doradas manzanas del sol…”

Ni por el pibe muerto, ni por quien lo mató, ni por la investigación, ni por la condena. Es por el paraíso fugitivo de Kulczak, por sus doradas naranjas del sol, que pienso en su historia todos los días. Tengo que ir allá alguna vez. Voy a ir.

Las doradas manzanas del sol, 
libro de cuentos de Ray Bradbury

POR HERNÁN LASCANO
 
Cinco Lucas en el Cabarute. Design by Pocket