Aquel día, en que todo pareció cambiar, llegué temprano a la redacción.
Sólo estaban dos computadoras prendidas y el eco de una frase lejana que repetía “¡Vamo’ que nos vamos!”.
En el fondo, en penumbras, podía adivinarse la silueta recortada del gordo Gonzo, luchando contra sí mismo y un bidón de agua.
- 16.322 seguidores en Twitter, me dijo sin levantar la mirada, mientras le pegaba con una cucharita a unos trozos indisolubles de sopa Knorr.
- Ah, dije sin mirarle la cara. Estaba feliz. Se lo sentía respirar.
- Después quiero que me des tu opinión...
Esa frase presagiaba algo que, en su construcción, debería tener como corolario un gesto de aprobación. De halago a lo que hizo, hace o hará.
- ¿Viste lo que subí en el Facebook?
- No.
- Me dieron dos diplomas; uno por participar en la fiesta del chancho con cuero y otro por llegar a la final de un concurso de poesía en Villa Mugueta.
- ...
- ¿Cuál de las dos imágenes elijo para la portada?
No fue un buen comienzo. Escuchar a Gonzo era una tarea ingrata. Encima, por esos días, los ánimos no eran los mejores. El diario estaba en un período de transición hacia algo parecido a la confusión. Algo que el nuevo CEO -que venía de manejar con éxito un lavadero industrial- definió como “redacción unificada”.
El proyecto de hacer un único periódico para el papel y la web se materializaría después de una no muy pensada reestructuración en la que, retiros voluntarios mediante, sólo quedaban 14 periodistas. Fue una decisión que tomó forma luego de que el nuevo administrador leyera un artículo de una consultora, “¿Y por qué no somos The Guardian?”.
El perfil
En una época no tan lejana, en que había mucha gente, nos divertíamos con las apreciaciones de Gonzo. No podíamos creer que alguien fuera tan pagado de sí mismo y se creyera tan superior a la media. Llegamos a imaginar que estaba actuando, que hacía un personaje.
Armando alguna vez descubrió unos apuntes del gordo que, voluntariamente o no, olvidó en la vieja sección Editoriales.
No tuve grandes profesores pero sí buenas enseñanzas. Mi gran maestro es alguien que, si bien ahora no ejerce el periodismo, lo hizo durante una década en un diario ya desaparecido. Aún hoy conserva su amor por la profesión a tal punto que tiene un negocio que bautizó “Ferretería Kapuscinski”.
Ediberto Muñoz (de él se trata) es un aficionado a las frases hechas, pero con sentido. Si un texto es muy extenso dice “Lo que redunda, abunda”. Si uno habla de más, “Callad, callad, si lo que vas a decir es menos importante que el silencio”.
El me hizo entender, entre otras cosas, lo importante que es inspirarse en ideas ajenas y “reiventarlas”.
La reinvención
Que haya una sola redacción parecía no significar que un mismo texto era digno de ser publicable en la versión impresa y en la web. Era, por el contrario, forzar a un periodista a desdoblarse y hacerlo asumir una personalidad que le era ajena, a veces distante. En esa lógica, cualquiera podría ser capaz de escribir cualquier cosa, y en cualquier estilo.
Hubo números ceros y versiones que nunca vieron la luz. Por suerte.
El primero en enterarse que la cosa era inminente fue Wilson, la última pluma de peso que nos quedaba. El periodista de referencia, al que citaban los otros medios. “El único que sabía escribir”, según un crítico más cínico.
Hace dos días nos juntó a algunos pocos en la puerta del archivo. Parecía llorar.
- No es joda, muchachos. Viene dura la mano.
- ¿Nos bajan el sueldo?, se preocupó la Ameba.
- Lo único que sé es que a mí me dieron dos notas para probar. Una es para el papel, “¿Es aún aplicable el concepto de justicia de Tomás de Aquino?”. Y la otra otra es para la web, “Según un estudio científico la masturbación genera apetito”.
Del editorial a las gacetillas
Gonzo también escribió, en aquella especie de lejana autobiografía:
Mis primeros días en el diario fueron como pasante en la sección Editoriales, así llamada porque nunca hubo una sola línea editorial sino varias. Todo era monótono y aburrido, en un cuarto en penumbras con viejos dinosaurios que fumaban en silencio. Mi trabajo era mirar, leer y, de vez en cuando, aportar algo. Mucho.
Logré ese puesto por una biografía que escribí. Muy comentada. Era un libro sobre un historiador local, Javier Andrada, un viejo que pasó sus últimos cincuenta años investigando la historia de una desaparecida calesita de barrio Belgrano.
Esos comienzos coincidían, también, con la desmedida lucha por publicar notas firmadas. La ambición que lo llevó a rubricar un texto olvidable, “Té canasta a beneficio de la parroquia San Casimiro”.
El rearmado
Poco antes de que se inaugurara la redacción unificada hubo amagues por cambiar, de refrescarle la cara al diario. Fueron vanos intentos que incluyeron experimentos con finales inciertos, como los del director de Compraventas. Todos recuerdan aquella tarde en que entró a la secretaría gritando “¡Se nos van los anunciantes!” mientras alzaba con la mano derecha su nueva invención, “El billete enloquecido”. Era una forma de recompensar al fiel lector que comprara el diario durante un año con una botella de un litro de una gaseosa de segunda marca. No prosperó.
La merienda
Gonzo no participaba de ese momento de distensión y encuentro que llamábamos “la merienda”. Sin embargo aquella tarde, en la que todo parecía cambiar, fue. Pensamos que se sumaba para burlarse de sí mismo.
Preparó otra sopita instantánea y mientras se sentaba en una banqueta de dibujante sacó de entre sus apuntes un viejo texto impreso que había formado parte de algo que hoy podría definirse como una descripción de Linkedin o alguna otra red social laboral. Lo leyó con énfasis.
“Soy periodista y lo importante no es lo que digo sino cómo lo digo.
Hace poco tiempo que ejerzo. Cinco años. Doy clases en cuatro institutos privados, un taller en la facultad de comunicación social, charlas en el Círculo de la Prensa deportiva, y eventualmente visito algunas escuelas secundarias para hablar sobre mi trayectoria.
Participo en un programa televisivo y soy aspirante en un diario. Aspirante a jefe de Redacción. Firmo todas mis notas (es de aclarar que mi nombre va en negritas) y a veces, algún autógrafo. El hecho de que sea la cara visible del micro televisivo “Así las cosas” me da muchas satisfacciones. Por la calle muchas mujeres se me acercan con la excusa de que me conocen, o viceversa. La mayoría de las veces, viceversa”.
Mientras lo leía no podíamos aguantar la risa. Esperábamos un guiño para que todos estallemos en carcajada. Una especie de blanqueo para aclararnos que siempre se divirtió con ese personaje que creó. Pero no, lejos estuvo de eso. Se puso de pie y, frente a Wilson, abrió los brazos.
-A este texto le falta algo. Decir que soy el flamante jefe de la nueva redacción unificada. ¡Felicitame!
Wilson, la última pluma creíble, no sabía qué hacer. Tal vez en su nerviosismo no tuvo mejor idea que preguntarle (o preguntarse):
-Y ahora, ¿qué hago?
-En principio tenés qué hacer otro tipo de notas. Fijate acá.
Se acercó a una notebook y leyó el título de una nota que parecía estar firmada por Gonzo:
“Le regalaron un oso de peluche y mirá lo que pasó”.
Wilson lo miró y el gordo dijo, sin inmutarse:
-12 mil clics.
Fui a sentarme a una silla que no sabía si aún me pertenecía. A lo lejos, desde las escaleras parecía que alguien gritaba, nuevamente, “¡Vamo’ que nos vamos!”.
POR JUAN CARLOS ESCOBAR