lunes, 28 de diciembre de 2015

Modestia aparte

lunes, 28 de diciembre de 2015 0

Aquel día, en que todo pareció cambiar, llegué temprano a la redacción.

Sólo estaban dos computadoras prendidas y el eco de una frase lejana que repetía “¡Vamo’ que nos vamos!”.

En el fondo, en penumbras, podía adivinarse la silueta recortada del gordo Gonzo, luchando contra sí mismo y un bidón de agua.

- 16.322 seguidores en Twitter, me dijo sin levantar la mirada, mientras le pegaba con una cucharita a unos trozos indisolubles de sopa Knorr.

- Ah, dije sin mirarle la cara. Estaba feliz. Se lo sentía respirar.

- Después quiero que me des tu opinión...

Esa frase presagiaba algo que, en su construcción, debería tener como corolario un gesto de aprobación. De halago a lo que hizo, hace o hará.

- ¿Viste lo que subí en el Facebook?

- No.

- Me dieron dos diplomas; uno por participar en la fiesta del chancho con cuero y otro por llegar a la final de un concurso de poesía en Villa Mugueta.

- ...

- ¿Cuál de las dos imágenes elijo para la portada?

No fue un buen comienzo. Escuchar a Gonzo era una tarea ingrata. Encima, por esos días, los ánimos no eran los mejores. El diario estaba en un período de transición hacia algo parecido a la confusión. Algo que el nuevo CEO -que venía de manejar con éxito un lavadero industrial- definió como “redacción unificada”.

El proyecto de hacer un único periódico para el papel y la web se materializaría después de una no muy pensada reestructuración en la que, retiros voluntarios mediante, sólo quedaban 14 periodistas. Fue una decisión que tomó forma luego de que el nuevo administrador leyera un artículo de una consultora, “¿Y por qué no somos The Guardian?”.

El perfil
En una época no tan lejana, en que había mucha gente, nos divertíamos con las apreciaciones de Gonzo. No podíamos creer que alguien fuera tan pagado de sí mismo y se creyera tan superior a la media. Llegamos a imaginar que estaba actuando, que hacía un personaje.

Armando alguna vez descubrió unos apuntes del gordo que, voluntariamente o no, olvidó en la vieja sección Editoriales.

No tuve grandes profesores pero sí buenas enseñanzas. Mi gran maestro es alguien que, si bien ahora no ejerce el periodismo, lo hizo durante una década en un diario ya desaparecido. Aún hoy conserva su amor por la profesión a tal punto que tiene un negocio que bautizó “Ferretería Kapuscinski”.
Ediberto Muñoz (de él se trata) es un aficionado a las frases hechas, pero con sentido. Si un texto es muy extenso dice “Lo que redunda, abunda”. Si uno habla de más, “Callad, callad, si lo que vas a decir es menos importante que el silencio”. 
El me hizo entender, entre otras cosas, lo importante que es inspirarse en ideas ajenas y “reiventarlas”. 

La reinvención
Que haya una sola redacción parecía no significar que un mismo texto era digno de ser publicable en la versión impresa y en la web. Era, por el contrario, forzar a un periodista a desdoblarse y hacerlo asumir una personalidad que le era ajena, a veces distante. En esa lógica, cualquiera podría ser capaz de escribir cualquier cosa, y en cualquier estilo.

Hubo números ceros y versiones que nunca vieron la luz. Por suerte.

El primero en enterarse que la cosa era inminente fue Wilson, la última pluma de peso que nos quedaba. El periodista de referencia, al que citaban los otros medios. “El único que sabía escribir”, según un crítico más cínico.

Hace dos días nos juntó a algunos pocos en la puerta del archivo. Parecía llorar.

- No es joda, muchachos. Viene dura la mano.

- ¿Nos bajan el sueldo?, se preocupó la Ameba.

- Lo único que sé es que a mí me dieron dos notas para probar. Una es para el papel, “¿Es aún aplicable el concepto de justicia de Tomás de Aquino?”. Y la otra otra es para la web, “Según un estudio científico la masturbación genera apetito”.

Del editorial a las gacetillas
Gonzo también escribió, en aquella especie de lejana autobiografía:

Mis primeros días en el diario fueron como pasante en la sección Editoriales, así llamada porque nunca hubo una sola línea editorial sino varias. Todo era monótono y aburrido, en un cuarto en penumbras con viejos dinosaurios que fumaban en silencio. Mi trabajo era mirar, leer y, de vez en cuando, aportar algo. Mucho.
Logré ese puesto por una biografía que escribí. Muy comentada. Era un libro sobre un historiador local, Javier Andrada, un viejo que pasó sus últimos cincuenta años investigando la historia de una desaparecida calesita de barrio Belgrano. 

Esos comienzos coincidían, también, con la desmedida lucha por publicar notas firmadas. La ambición que lo llevó a rubricar un texto olvidable, “Té canasta a beneficio de la parroquia San Casimiro”.

El rearmado
Poco antes de que se inaugurara la redacción unificada hubo amagues por cambiar, de refrescarle la cara al diario. Fueron vanos intentos que incluyeron experimentos con finales inciertos, como los del director de Compraventas. Todos recuerdan aquella tarde en que entró a la secretaría gritando “¡Se nos van los anunciantes!” mientras alzaba con la mano derecha su nueva invención, “El billete enloquecido”. Era una forma de recompensar al fiel lector que comprara el diario durante un año con una botella de un litro de una gaseosa de segunda marca. No prosperó.

La merienda
Gonzo no participaba de ese momento de distensión y encuentro que llamábamos “la merienda”. Sin embargo aquella tarde, en la que todo parecía cambiar, fue. Pensamos que se sumaba para burlarse de sí mismo.

Preparó otra sopita instantánea y mientras se sentaba en una banqueta de dibujante sacó de entre sus apuntes un viejo texto impreso que había formado parte de algo que hoy podría definirse como una descripción de Linkedin o alguna otra red social laboral. Lo leyó con énfasis.

“Soy periodista y lo importante no es lo que digo sino cómo lo digo.
Hace poco tiempo que ejerzo. Cinco años. Doy clases en cuatro institutos privados, un taller en la facultad de comunicación social, charlas en el Círculo de la Prensa deportiva, y eventualmente visito algunas escuelas secundarias para hablar sobre mi trayectoria.
Participo en un programa televisivo y soy aspirante en un diario. Aspirante a jefe de Redacción. Firmo todas mis notas (es de aclarar que mi nombre va en negritas) y a veces, algún autógrafo. El hecho de que sea la cara visible del micro televisivo “Así las cosas” me da muchas satisfacciones. Por la calle muchas mujeres se me acercan con la excusa de que me conocen, o viceversa. La mayoría de las veces, viceversa”.

Mientras lo leía no podíamos aguantar la risa. Esperábamos un guiño para que todos estallemos en carcajada. Una especie de blanqueo para aclararnos que siempre se divirtió con ese personaje que creó. Pero no, lejos estuvo de eso. Se puso de pie y, frente a Wilson, abrió los brazos.

-A este texto le falta algo. Decir que soy el flamante jefe de la nueva redacción unificada. ¡Felicitame!

Wilson, la última pluma creíble, no sabía qué hacer. Tal vez en su nerviosismo no tuvo mejor idea que preguntarle (o preguntarse):

-Y ahora, ¿qué hago?

-En principio tenés qué hacer otro tipo de notas. Fijate acá.

Se acercó a una notebook y leyó el título de una nota que parecía estar firmada por Gonzo:
“Le regalaron un oso de peluche y mirá lo que pasó”.

Wilson lo miró y el gordo dijo, sin inmutarse:

-12 mil clics.

Fui a sentarme a una silla que no sabía si aún me pertenecía. A lo lejos, desde las escaleras parecía que alguien gritaba, nuevamente, “¡Vamo’ que nos vamos!”.


POR JUAN CARLOS ESCOBAR

lunes, 16 de febrero de 2015

Las doradas naranjas del sol

lunes, 16 de febrero de 2015 3
Mi hermano quería ir a un bodegón infecto contagioso de Once donde hacían un ossobuco a la parrilla mortal. Pasamos frente a Cromañón y me contó que nunca más había agarrado con el auto por Bartolomé Mitre porque le daba tristeza. Después de decir eso se quedó pensativo un momento y me contó algo sobre un pibe que murió ahí.

Pasó en el velorio del pibe. Una chica muy joven que no se hacía notar demasiado lloraba sin parar y sin despegarse del cajón. Una mujer se le arrimó y le dijo: “Se ve que lo querías mucho, ¿de dónde lo conocías?”. La chica le contestó: “Estábamos de novios hace seis meses”. La mujer le dijo: “Ah. Yo hace dos años que soy la esposa”.

Mi hermano me dice entonces que la que había escuchado esto fue Mariana, la hermana de Tato. “Te acordás de Tato, el chabón que rajaron del banco porque afanó para levantar una deuda en el casino. Bueno. Mariana estaba sentada y oyó todo de callada. Ella llevaba un año saliendo con el pibe muerto”.

García Márquez decía en algún lado que cuando un escritor profesional lee un texto acertado no piensa casi nunca en lo que el texto dice sino en el modo en que está construido, así como los relojeros de oficio raramente admiran la belleza de un reloj, sino que se interesan en el mecanismo que los hace funcionar.

Escuchando la historia del pibe de Cromañón yo pensaba en el don del relato. Mi hermano lo tiene. Muchos periodistas no. Se quedan chapoteando bajo las fórmulas usuales que permiten narrar cualquier cosa por perecedera que sea. Cuando mi hermano me contaba su historia yo sentía que iba escuchando la radio, me acordaba de Guerrero Marthineitz entrevistando a Cortázar en El show del minuto, o Pettinato veinteañero hablando de un disco de Allman Brothers en Continental en 1980, o de Bazán reseñando dos horas la historia del asesinato de Jorge Salomón Sauan en Rosario, antes de que se escribieran libros sobre ese caso. En esas situaciones bajo la voz del hablante el mundo exterior quedaba borroneado y uno empapado del aguardiente del relato, de esa mota de vida plena que brota cuando las palabras lo pasan a uno por arriba.

Qué buen periodista habría sido mi hermano. Cualquier historia que cuenta atrapa hasta el fin. Sólo le interesa el corazón del queso: va al grano, no usa transiciones, rechaza los desvíos, los adjetivos le importan un carajo. Pronuncia frases cortas y potentes como las de los cuentos primerizos de Hemingway. Estudió mecánica de autos en el colegio, hace veinte años que trabaja en un banco y no leyó un libro en su vida. Pero escribe cuando habla y si habla es porque vale la pena.

En un cuento que se llama El invicto Hemingway relata la vicisitud de un torero viejo que tiene necesidad de una corrida porque precisa el dinero. Con una economía narrativa obstinada, como si de utilizar pocas palabras dependiera su vida, Hemingway deja saber un montón sobre ese hombre al borde de la vejez que nunca ha sido vencido pero al que ya ningún empresario le da crédito porque está lento y alejado de su mejor fama. Como lectores tampoco nos fiamos de él porque cualquier texto corto precisa de novedad lo que nos hace intuir a cada instante que a Manuel, como se llama el protagonista, por primera vez no le irá bien. Con oraciones de no más de ocho vocablos, rehusando la cobardía de adornar nada, recurriendo a diálogos para dar sustancia a lo que pasa el relato se construye de una sola forma: acción pura en base a verbo, verbo, verbo. Que lo acepten a Manuel para torear depende de la decisión de un picador, que son los que le clavan la espada al toro. Y este picador es un tipo maduro que lo quiere bien al torero y no tiene ningún deseo de que salga con la muleta roja a la plaza para ponerla, con reflejos desvaídos, delante de una bestia de una tonelada.

Lo que pasa en el cuento es a cada renglón desesperante. La sangre, la muerte pero sobre todo la desdichada soledad de ese hombre son una laceración inminente línea a línea. Y si eso pasa es porque el narrador tiene una destreza endemoniada que con su parquedad nos coloca en estado de accidente. No se parece a Hemingway pero así narra mi hermano, que cada vez que capta mi interés al contar algo, justamente por descartar lo prescindible me tiene agarrado de los huevos.

Todo sugerido, nada digerido. Hemingway retiene al lector con lo ocurrido al torero hasta el remate del cuento. Mi hermano hace deducir sin decírmelo nunca que el muerto de Cromañon estaba con tres mujeres. Nunca es él quien lo dice. En su relato son ellas las que lo hacen.

Cuando uno está seguro de que tiene algo que contar y desecha lo prescindible es invencible. Pero hay formas que son condición de que la historia se instale en nuestras almas que residen en el habla. Esta que quería contar empezó con una frase que leída no tiene sentido en comparación con escucharla.

Una noche de cierre llaman a la Redacción para hablar con Policiales. Alguien estaba abajo en la Recepción y decía que no tenía apuro, dormiría ahí hasta que lo atendieran. Al bajar encontré a un hombre macizo y alto, robusto como un armario, que movía la cabeza a los dos lados como el radar de un tanque de guerra.

El tipo preguntó si yo era de Policiales y contesté que sí. Me escudriñó como si fuera un renacuajo, tomándose un momento para elegir las palabras, hasta que dijo. “Tengo ganas de cagar a trompadas a un periodista”.

Nadie aprecia que le peguen, pero a veces algo antipático puede volverse simpático. A mí me gustó el “tengo ganas”.

Se llamaba Kulczak. Había sido depostador de reses en el Frigorífico Swift y después transportista. Tenía unos 60 años. Era descendiente de polacos. En los últimos quince meses había conocido todas las formas de agitación. En ese lapso mataron a su hijo de un tiro a quemarropa, vivió aturdido por la pérdida del joven con el que trabajaba todos los días y en medio de su duelo buscó al asesino en tres provincias. Hasta que lo encontró.

Debido a un cruel malentendido, a pocos días de la muerte de su hijo Mauricio, que tenía 19 años, a Kulczak lo echaron de la empresa donde trabajaba. Ocurrió que la policía, al reportar el incidente por la oficina de prensa, divulgó que su hijo era un ex convicto de Coronda. Fue un error involuntario: quien había salido de la cárcel siete meses antes era el agresor y no el agredido. Pero la confusión fue publicada en diarios locales y nacionales.

Kulczak les explicó a los dueños de la empresa que eso era un fallido y suplicó por su continuidad. “Lo sentimos, tantos medios no pueden equivocarse. Usted nos ocultó que su hijo estuvo preso”, le contestó un gerente.

“Perdí a mi hijo, ustedes dijeron que fue un delincuente y nunca más conseguí trabajo”, me dijo Kulczak.

Me hubiera gustado que blasfemara, que me encajara la piña anunciada. Pero no hizo nada. Le pedí de tomar un café. Me dijo que no podía porque su mujer estaba enferma pero me invitó a ir a la casa cuando tuviera tiempo.

Fui al día siguiente. La casa era Villa Gobernador Gálvez, en la calle Paraná. A tres cuadras de ahí un día de julio de 2004 varios jóvenes hacían las preliminares de la salida de un sábado. Una amiga de Mauricio Kulczak oyó una explosión que le hizo acordar el ruido de un aerosol arrojado al fuego. Enseguida lo vio venir tambaleándose, blanco como un plato y con la mano en la panza.

“Me disparó Macoco”, sollozó Mauricio. “No era para hacerme esto”.

Cinco minutos antes Hugo Vivas, el tal Macoco, había llegado al lugar donde cinco amigos tomaban cerveza. “Viste cómo te encuentro”, le dijo a Mauricio. Sacó una pistola oscura y desde dos brazos de distancia le disparó. Montó en el ciclomotor del herido, miró al resto del grupo y advirtió: “No se mueve nadie”. Le obedecieron. Todos lo conocían.

Mauricio se había encontrado varias veces con una chica que había sido novia de Macoco antes de que cayera preso en Coronda. Fue todo lo que asomó como móvil del homicidio.

Demasiada gente había visto esa ejecución frontal, a un metro de distancia y sin preámbulos. A los testigos eso les implicó una pesadilla. Todos terminaron esfumándose del barrio por un tiempo o mudándose.

A Kulczak ya no había nada que le infundiera miedo. Lo que escuchó del comisario y de la jueza del caso le parecieron estupideces de compromiso. Decidió averiguar él dónde había ido Macoco Vivas.
No era investigador. Pero empleó un sentido común parido en la lucidez de mil insomnios. Lo primero que quiso saber era dónde había ido a parar la Zanella 70 de su hijo. Los vecinos le dijeron que se la había llevado una pick up de una firma que rectificaba motores.

Supo que esa chata había llegado a una hormigonera de La Tablada. Preguntó si conocían a Macoco Vivas. Le dijeron que había trabajado ahí y que ahora estaba en un corralón de José C. Paz en el conurbano bonaerense.

Enlazó cada rastro previo con el próximo como buscando un tesoro. Llegó hasta San Luis. Allí se enteró que su trabajo era temporario y que en receso Macoco volvía a Rosario. Paraba en la calle San Juan a donde lo llamaban cuando se reanudaban los jornales.

Kulczak se volvió con la dirección y no más llegar se acomodó en la entrada de un garaje a esperarlo. El sereno le preguntó qué hacía. “Necesito ver a alguien. Me puede llevar varios días. No le voy a hacerle problemas”, le dijo.

Una noche advirtió a Macoco entrando a un pasillo. Controló su ansiedad. Dedujo que en algún momento tenía que salir. Kulczak llamó a sus dos hijos mayores. No tardó en surgir Macoco. Entre los tres lo siguieron y lo achicaron en un baldío.

Bajo los guiños amarillentos de las lámparas de sodio, arrinconado ahí, Macoco no era nadie. Enmudecido, sin ponerle la mano encima, Kulczak lo examinaba. Al fin habló. “Dónde dejaste el ciclomotor de mi hijo”. Macoco contestó que en una casa de Pueblo Esther. Se quedó callado un buen rato más hasta que le indicó a su hijo mayor. “Lo nuestro termina acá. Llamá al Comando”.

Volví dos veces más a lo de Kulczak. Al frente de la casa, parado hacía años, estaba el camión Fiat en el que viajaba con Mauricio. Tomábamos mate sobre el contrapiso de cemento en una mesa con mantel de hule. Después fui al juzgado de sentencia a buscar el expediente. La jueza estaba conmovida con la historia. Ordenó una copia del sumario entero y me lo dejó en la mesa de entradas.
En ese expediente, por si a alguien le interesa, hay una novela por escribirse.

“Esto fue una desgracia de gente de barrio. No quería venganza personal contra este muchacho que me quitó a mi compañero. Justicia nomás buscaba yo. Por eso se lo entregué a los policías”, dijo Kulczak.

Borges decía no creer en ningún Dios pero sí en la existencia de un propósito moral en el universo. A las cosas de su vida agostada Kulczak, a quien no vi sonreír nunca, había necesitado asegurarles un rumbo. Por eso se fue atrás de Macoco. En su orden no cabía otra cosa más que volverlo visible por lo que había hecho mal. Nada más eso.

Algo que puede resbalar como un detalle, y ninguna moraleja, me interesa de este asunto. Eso que leído no tiene la menor potencia en contraste con ser escuchado. No dudo que a esa frase la oreja biónica de mi hermano la habría captado como lo esencial.

En cierto momento Kulczak contó que lo había sentado a Mauricio, su hijo, frente al volante del camión a los 13 años. Y que lo había hecho en un lugar de una belleza insuperable que, a menudo, suele ser un lugar transfigurado por la añoranza.

“Le enseñé a manejar a mi compañero en la ruta 95, en el norte de Corrientes, cerca de Ituzaingó. No pasaba nadie por ahí, era una recta larga llena de naranjos a los dos lados. Al atardecer el sol se pone en medio de la ruta y pega una luz hermosa que hace brillar las naranjas en las ramas. Nos gustaba ese paisaje”.

En la melancolía del cansado toro polaco llegaba un poema de Yeats que hace años me dio Chies, un jefe en La Capital. “…Y recoge hasta que el tiempo y los tiempos acaben las plateadas manzanas de la luna, las doradas manzanas del sol…”

Ni por el pibe muerto, ni por quien lo mató, ni por la investigación, ni por la condena. Es por el paraíso fugitivo de Kulczak, por sus doradas naranjas del sol, que pienso en su historia todos los días. Tengo que ir allá alguna vez. Voy a ir.

Las doradas manzanas del sol, 
libro de cuentos de Ray Bradbury

POR HERNÁN LASCANO

lunes, 11 de agosto de 2014

C.A.S.L.A.

lunes, 11 de agosto de 2014 1
Tekila. Así se llama mi perra. Porque mi hijo quiso que sea con K, sin alusiones políticas. Mi hijo ya no vive en Rosario, por supuesto que soy yo quien la saca a pasear. Una vez caminábamos por Pellegrini y Tekila decidió que era momento de hacer sus necesidades. Número 2, para más datos. Ese día jugaba Newell's en el Parque, y un hincha leproso que por allí pasaba decidió que sería una buena broma tirar un petardo al lado de Tekila mientras la pobre hacía fuerza en esa retorcida posición que adoptan los perros para hacer caca. Por supuesto, Tekila no hizo nada, se quedó con las ganas, por el cagazo, si se me permite el juego de palabras. No soy hincha de Newell's. Soy de C.A.S.L.A., Club Argentino Sin Libertadores de América. Desde que nací escucho ese chiste que sólo es divertido cuando hay un hincha de San Lorenzo para sufrirlo. Supongo que lo tengo bien merecido: me hice hincha del Ciclón para sufrir. Probablemente haya tenido cinco o quizás siete años. Mi tío me quería para hincha de Boca, creo que alguien en mi familia alguna vez dijo que el tipo incluso me regaló el conjunto completo azul y oro, a lo mejor no me acuerdo o no quiera imaginarlo siquiera. Mi viejo era del Cuervo, imposible saber por qué, pero seguramente haya sido una de las pocas cosas decentes que intentó inculcarme. Solamente sé que ese día un televisor blanco y negro mostraba una indigna derrota de San Lorenzo por paliza cuando en la pantalla apareció la vapuleada hinchada saltando, cantando, gritando desaforadamente como si fuese una goleada (a favor) en una final de la Copa Libertadores, una de esas que nunca jugamos en 106 años. Desde ese día soy hincha santo, con altibajos, por supuesto, la pasión por los colores futboleros es bastante irracional, idiota y esquizofrénica. Mi mujer jura a quien se le cruce que yo la engañé, que la hice creer que no me interesaba el fútbol, y no mucho después pasaba dos adorables horas de sufrimiento cada domingo. Supongo que me conoció en uno de mis períodos de apatía futbolística. El título del '95 con El Bambino coincidió con una época personal de euforia azulgrana, días en que me dejé vencer por las cábalas. Un tipo absolutamente racional como yo se convenció de que una pelotita rosa de gomaespuma tenía poderes sobrenaturales. O quizás tenía miedo de que fuese cierto y arruinara la carrera del Pampa Biaggio o Panchito Rivadero. Con esa pelotita rosa lo dimos vuelta en pocos minutos frente a Mandiyú, un rival a todas luces accesible que nos venía complicando el partido, y mantuvimos la racha invicta ante Deportivo Español, Platense, Huracán, Talleres y el Boca de Maradona y El Pájaro Caniggia. Es cierto que privé a mis hijos de uno de sus juguetes, pero no alcancé a arrebatársela a mi sobrina, que la mordió justo cuando empezaba Vélez-San Lorenzo, que perdimos 1-0 casi desde el arranque. Era la prueba irrefutable de los poderes de mi pelotita rosa. Lo terminaban de comprobar las lágrimas del Bambino el día que La Chancha Mazzoni, vistiendo los colores de Independiente, se convertía al mismo tiempo en ídolo de Estudiantes y San Lorenzo, campeón después de 21 años de sequía. Llegarían tiempos más holgados con los récords del Ingeniero Pellegrini y ya me sospechaba rehabilitado de la adicción a las cábalas, pero la final de la Copa Mercosur fue demasiado para soportarla como un hombre íntegro. Lloré encerrado en la oscuridad de mi habitación, con el locutor radial como única compañía y un arsenal de amuletos desperdigados sobre la cama. Era el primer campeonato internacional. Justamente frente a Flamengo, ¿quién hubiese imaginado entonces que el Mengão terminaría por ganarse mi simpatía después de tantos viajes a Rio de Janeiro? Ese 24 de enero de 2002 archivé todas las cábalas de mi vida en una caja marrón, en lo más alto de la biblioteca. Supongo que había cosas más importantes por las cuales preocuparse, veníamos de la caída de De la Rua y ya habían desfilado Puerta, la semana dorada de Rodríguez Saá y Camaño, y Duhalde prometía dólares de todos los colores. Duhalde, hincha de Banfield.

No volví a pisar una cancha. Nunca más. Es hermoso ir a la cancha, clavarse un choripán en la puerta, pisar la popular y encontrarse de repente frente a ese verde infinito-casi-fluorescente, putear a un par de jugadores propios (Ameli era el favorito en aquellos tiempos, apenas tocaba el césped le llovían los "¡fracasado!" y "¡muerto!" mientras aplaudíamos a Coloccini, Erviti y El Loco Abreu), mear a las apuradas en el entretiempo, adivinar las jugadas antes de que ocurran, captar la atención del vendedor de cocacola sólo con una mirada, cantar salvajadas contra los bosteros. Pero ya sabemos cómo son de idiotas las pasiones futboleras, sentarse en la popular se había convertido en un ejercicio de supervivencia que no me causaba gracia alguna, por lo que decidí resguardar mi integridad física y sufrir a San Lorenzo por televisión. Lo adopté como batalla ética, "la mejor forma de combatir a los violentos es no ir más a la cancha". Todavía era hincha, de los buenos, y me enojaba con los que se consolaban en las derrotas argumentando que estaba todo arreglado, "si está todo arreglado dejá de mirar fútbol y ponete a hinchar por Las Leonas". Intuyo que finalmente me convencieron de que estaba (casi) todo arreglado y mi fervor azulgrana se fue al carajo. Incluso descubrí lo divertido que era hinchar en contra de la selección argentina, para los periodistas deportivos es más indigno que recibir un dedo en el culo. Son incomparables las miradas de pulsión asesina al celebrar un gol de Perú en Eliminatorias o de Thomas Müller en cuartos de final. Llegué a contemplar con desapego crítico el reciente Mundial de Brasil. ¿Juegan España-Holanda? Hinchemos por la Madre Patria. ¿Robben la rompió? Que Holanda aplaste a los aussies. En la final me divertí filmando con una cámara estretégicamente oculta las reacciones desmedidas de mi mujer, ya sabemos cómo se ponen las mujeres en los Mundiales, me juró que si subía el video a YouTube tendría que recoger mis pertenencias de la calle.

Y resulta que después se muere Grondona. ¿A nadie se le ocurrió recordar que era un mafioso, un joputas con mayúsculas desde la H hasta la A? Más lejos quedé todavía de mi propio hincha, cuando la clasificación caminando ante Bolívar me recordó que C.A.S.L.A. seguía siendo el club sin Libertadores.

Hubo quien me señaló días atrás la inclinación natural del hincha de fútbol por hacerse de cábalas ante los momentos trascendentes de su equipo. "Las cábalas no se inventan, aparecen", le dije con altanero tono de filósofo moderno. Mi interlocutor era Hernán, no yo, claro, el otro Hernán que escribe en este mismo blog sobre temas mucho más interesantes y pertinentes. Hernán, hincha de River, no sabe que hace un par de días revolvía viejas cajas que juntan mugre en algún rincón cuando me encontré con un pequeño escudo de San Lorenzo. Quizás sea del '95, a lo mejor más viejo todavía. Tiene apenas dos centímetros de largo. C.A.S.L.A., dice, en letras ínfimas doradas sobre la chapa azulgrana. Ya sufrí el empate agónico de los paraguayos en la ida con mi nuevo-viejo escudito en el bolsillo. Voy a sufrir la final en mi nuevo televisor de 42 pulgadas, HD, donde todo se ve como en la popular. El tele está en mi habitación, mi perra Tekila eternamente a los pies de la cama, siempre rascándose las pulgas e interrumpiendo mi visual en el momento menos apropiado. A lo mejor se convierte en cábala.

Difícilmente vuelva a ser el hincha de la pelotita rosa. Pero ya es hora de que cambien ese chiste viejo, obvio, aburrido. Ya fue suficiente. Los bosteros, que se hacen pis en la cama la noche antes del clásico con C.A.S.L.A.; los gallinas, que tienen dos Libertadores en cuatro finales pero también se fueron a la B; los del Rojo, que para qué dar detalles acerca de su presente; los de Racing, que siguen celebrando un gol en blanco y negro; los canallas, que alguna vez fueron gentlemans que reprimían las burlas dirigidas a sus buenos primos; los leprosos, que se muerden los codos cuando se dan cuenta de que tranquilamente podrían estar jugando esta final e incluso salir campeones sin demasiado mérito... ¿Todavía estamos a tiempo de perderla? Claro que sí, si nacimos para sufrir. ¿Club Argentino Sin Libertadores de América? Sí, y nadie se murió por eso. Si le preguntan a Tekila, lo único que importa es que un hincha no te tire un petardo mientras hacés caca en avenida Pellegrini. ¿Ganar la Libertadores? Qué lindo sería...

POR HERNÁN MAGLIONE

miércoles, 16 de julio de 2014

Memoria, helado y gol

miércoles, 16 de julio de 2014 2
Durante el Mundial me pregunté una vez más cómo hacen los periodistas deportivos para recordar tanta estadística futbolística útil e inútil. Leo en una página web: “Resultados: 2-1, 15 veces; 1-0, 11 veces; 0-0, 6 veces....”. El conteo de presidiario sigue y aún no entiendo qué suma.

Más.

Dos de los 32 entrenadores “tienen pasado como maestros escolares: el uruguayo Oscar Washington Tabárez y el alemán Ottman Hitzfeld, muy riguroso en sus clases matemáticas”. Un dato tan interesante como ver un documental de suricatas un sábado a la noche.

Otra. Estadística cabulera; “Argentina nunca perdió una semifinal”. ¿Este dato implica que no puede haber una primera vez si los equipos cambiaron tanto como el tiempo?

La última.

“El (jugador) de más metros recorridos hasta el momento es Celso Borges, con 60 kilómetros y 421 metros”. ¿Se refieren al mediocampista de Costa Rica que juega en Suecia o a un fondista?

De todos modos, algo me llama la atención y me provoca envidia, más que este festival del recuento. Me sorprendo al escuchar cómo mis compañeros de deportes del diario o algunos hinchas recuerdan al detalle jugadas y goles. “En el 88, en la penúltima fecha, Independiente le ganó 2 a 1 a Deportivo Armenio y salió campeón”, me contó alguna vez un fanático del Rojo antes de comenzar a describirme cada gol de Bochini durante ese año. Con precisión obsesiva y lujuriosa lograba meterse, 26 años después, en esa cancha.

En otra oportunidad escuché a un hombre bastante mayor que podía relatar sin parar cada gol de Omar Sívori, como si los hubiera convertido ayer. “En el 54, Sívori tenía 17 años, y jugaba en River. Entró contra Lanús, nada menos que para reemplazar a Labruna, y anotó el quinto gol a los 41 minutos del segundo tiempo. Era un capo, lo vendieron a la Juventus de Turín y con ese dinero, los millonarios terminaron de construir el Monumental...”, me dijo.

¿Cómo pueden? ¿Los hinchas recuerdan con la cabeza o con la pasión? No podría memorizar algo así salvo espiando en el Google aunque cuando apago la computadora me olvido.

Me fascina esa capacidad del futbolero profano: almacenar y recordar datos. Creo que lo logran porque estudian. Sí, muchos de ellos no lo saben pero estudian más que un alumno de la facultad. Si el partido se juega un domingo, leen y escuchan todo lo que pueden en la previa. Si van a la cancha, se calzan los auriculares (antes se pegaban la Spica en la oreja). Escuchan lo que están mirando. Cuando salen comentan lo vivido: analizan, charlan y discuten. Después ven otra vez las jugadas por la tele. Y el lunes (por eso la sección deportiva es venerada el primer día de la semana) van a un bar, agarran el diario, sacan el suplemento deportivo y desechan el resto. Leen el partido otra vez. Los futboleros estudian porque les gusta el fútbol. Lo que gusta, lo que seduce, se aprende. Y lo que emociona también, aunque esa emoción tenga algo de bochorno.

De eso sabe bastante mi papá que hace años me cuenta el mismo gol.

Mi papá nació en Chabás. Ahí se hizo hincha rabioso de Racing (antes de vivir en Rosario y convertirse en un hincha enfermo de Central). El 4 de noviembre de 1967 Racing jugaba la final con el Celtic de Escocia por la Copa Intercontinental, en Montevideo. Mi papá tenía 30 años y mi mamá, 24.

Decidieron ir.

Mi mamá, también de Chabás, conocía su pueblo, un poco de Rosario, y algo de pasada Buenos Aires. Nada más. Por eso siempre cuenta que ese viaje en barco a Montevideo fue “lo más” para ella. Todo era una novedad. Tal es así que cuando entró al estadio Centenario y lo vio atestado de bote a bote, le preguntó a mi papá: “¿Cuántos millones de personas hay?”.

Cuando llegaron a Montevideo, cambiaron dinero en el centro y compraron dos plateas. Primer bochorno. Dicen que al llegar al estadio Centenario hicieron una larga cola. Y cuando las entregaron escuchó: “No pibe, estas son falsas”. Dieron vuelta como poseídos por toda la cancha hasta que consiguieron dos populares. Entraron.

En Uruguay las cosas no estaban bien ni en lo social ni en lo económico ni en lo político. Había cierto rencor con los argentinos que se potenciaba, como suele pasar, con el fútbol. Mi papá hace la lectura de ese momento desde lo gastronómico.

Dice que fueron a cenar y pidió un bife. “Si querés comer carne andá a tu país”, le sugirieron. Segundo bochorno.

Uruguay atravesaba un contexto generalizado de crisis: sueldos congelados, precios por las nubes y una inflación del 182 por ciento. No sólo escaseaba la carne. O sea, el horno no estaba para bollos y mucho menos para tolerar el entusiasmo futbolero extranjero, en un país que se había quedado fuera de la Copa Libertadores. En ese contexto, mi papá y mi mamá entraron a la cancha, poblada por simpatizantes de Peñarol que hinchaban para el Celtic.

“Mirá”, le dijo mi papá a mi mamá, “tenemos que llegar hasta allá arriba, si alguien te mete mano debajo de la pollera no digas ni mú o se arma”. Mi mamá que era (y es) una mujer muy linda llevaba puesta una minifalda de la época, color tostada, una camisa escocesa, mocasines y cartea al tono. Y así, asustada y advertida, enfiló sin chistar hacia lo alto de la popular.

Según mi papá, que apela como buen futbolero a su memoria, el partido no era gran cosa pero se sentía áspero.

A los 37 minutos del primer tiempo cada equipo se quedó con un jugador menos: Alfio Basile y Lennox. Y en el arranque del segundo, el árbitro paraguayo Rodolfo Pérez Osorio le sacó una polémica roja a Jimmy Johnstone, figura de el Celtic. Mi mamá miraba como si todo fuera su primera vez. Todo. Hasta que empezó a aburrirse y vio pasar a un heladero.

Minuto 52 del partido. “¿Me comprás un helado?”, dijo ella. El con cierto fastidio se dio vuelta y llamó al heladero.

Minuto 54 del partido. El tipo se acercó a ambos desde arriba, subió un pie en un escalón y sobre la pierna apoyó la heladerita de telgopor. Buscó el helado.

Minuto 55. El heladero le dio el helado a mi mamá y mi papá sacó la billetera y le dio la espalda a la cancha. Impaciente, mirando hacia atrás y hacia delante, esperaba el vuelto. De golpe, en un segundo, miró cómo todos los hinchas que entraban en su campo visual gritaban Goooooooooooooollllll. Detrás de su nuca, Gooooooooooooolllllllllllllll. Era el minuto 56 del partido. Gooooooooooooooooooooooooooooooooo!!!!!!!!!!!!!!!!!!

El Chango Cárdenas había metido un zurdazo de media distancia. Mi papá no lo vio.


“Cárdenas, abierto Maschio a la izquierda, Cárdenas, gooooooooooooool de Racing, terrible impacto de Cárdenas, la Argentina en ventajaaaaaaaa”. Así lo grito Fioravanti. Así, en blanco y negro, lo escuchó mi papá al llegar a Rosario. Así lo cuenta él, una y otra vez de memoria, hasta el día de hoy. No se olvida más de ese viaje, ni de la genialidad de Cárdenas, ni del helado.

POR LAURA VILCHE

viernes, 11 de enero de 2013

El tocador de culos de la laguna de Melincué

viernes, 11 de enero de 2013 2
No pasaba nada, cada uno tragado en la opacidad de su pantalla, el tedio pegado a las caras como una mancha de humedad, ni siquiera voluntad de mover las patas hasta el dispenser de agua para hacer el mate. Uno arma estrategias para escaparle a la muerte pero en ese arranque de sábado lo más digno era morirse. Igual no hay que hacerse ilusiones. En la Redacción la muerte nunca llega. De llegar tendríamos la confirmación de que está pasando algo. Nada de eso. En la Redacción se vive en modo de ahorro de energía, 40 pulsaciones por minuto, una suspensión amodorrada que sólo se interrumpe para que nos cercioremos de que no estamos muertos. Apenas muriendo de a poco.

Alguien de la Secretaría dijo que parecía que le habían robado una fortuna a un ferretero en su casa en la zona sur. Es inimaginable, cuando un superior sugiere que algo pasó, el sesgo tenebroso y depravado contenido en la palabra parece. Ese odioso vocablo es como meterse en el Riachuelo: el agua está ahí pero a medio centímetro de profundidad es imposible ver o encontrar nada. “Che, parece que hay cuatro muertos por Pellegrini al fondo”. “Parece que a Luciana Aymar la violaron en un bar del Paseo del Siglo”. “Hay un asalto en una financiera y lo tendrían de rehén a Julio Orselli, parece”. El camino más corto de lo improbable al delirio es la palabra parece.

Con la agilidad de una grúa nos pusimos en marcha. Ni la comisaría de la zona, ni el comando radioeléctrico ni el tribunal de turno tenían la menor de lo que preguntábamos. Encaramos al secretario y le dijimos de dónde había sacado el asunto. Así nos enteramos que la especie se había originado en un ex mandamás de la Redacción que, parece, era vecino del ferretero saqueado. 

Allí fue nuestro man. Tras horas mendigando en las tinieblas con los datos nulos o inexactos que se ofrecen para hallar oro ubicó el domicilio de la víctima a tres cuadras del lugar indicado. La puerta de la casa se abrió y apareció una mujer que confirmó ser la esposa del comerciante. A los minutos asomó el ferretero. Era jubilado, había pasado los 70 largos pero seguía en su negocio. Comentó el redactor que se lo veía contrahecho, como extraviado adentro de su ropa, con una expresión de resignación transferida de la cara al cuerpo todo.

La mujer empezó a hablar, él parecía no tener las fuerzas para hacerlo. Ella contó que la tarde del día anterior tocaron el timbre de su casa dos hombres de buen aspecto, bien vestidos y sobrios. Estaba sola porque el ferretero a veces aprovechaba la hora de la siesta para ir un rato al casino. Con un ardid los tipos se metieron en la casa, la dieron vuelta de arriba abajo y se llevaron un cuarto de millón de pesos.

“Menos mal que él no estaba —decía, protectora y resignada, señalando a su marido— porque se habría mortificado mucho sin poder hacer nada. Ya ve, estamos indefensos, somos gente grande”.

Cuando terminó el relato el hombre, que había permanecido alicaído, casi ausente hasta allí, se levantó para acompañar a la puerta al periodista. Cuando estaban en el umbral le puso una mano en el hombro, paternal, con una bondadosa sonrisa de abuelo a prueba de cualquier tribulación.

Fue el gesto anticipatorio de unas pocas palabras. Le dijo que se sentía agradecido de que un diario importante llegara a su casa a preocuparse por lo ocurrido. Pero que eso lo obligaba, ahora que su mujer no oía, a sincerarle algo más.

“Mire muchacho, que nos robaron es cierto. Pero cuando entraron esos tipos a casa yo no estaba en el casino. Estaba enfiestado en un mueble. Me di una biaba bárbara con dos negras divinas.”
Pocas cosas tienen vitalidad más sublime que el momento en que un periodista cuenta la buena historia que trae al llegar a la Redacción. Sobre todo, como fue este caso, si el relato reproduce gestos y climas del contacto humano. La distancia entre apariencia y revelación inesperada, el salvaje contraste entre la fragilidad del viejo y su disoluta maratón sexual, el tono en que el asunto fue reportado oralmente por nuestro compañero hizo que nos mandáramos abajo de los escritorios rugiendo como indios apache. Varios querían ir ahí mismo a conocer al viejo.

Pero cuando dejamos de reírnos llegó el soplido de frustración. Saber que la parte más alucinante del suceso era la más reservada, que sólo había sido dicha bajo un compromiso tácito de privacidad y por lo tanto no estaría en el diario del día siguiente.

Qué decepción. Deshacerse justo del detalle que uno se muere por compartir es un costado ingrato del oficio. Acá no hay discusión sobre lo que debe obviarse. Pero esto nos lleva al problema siguiente. ¿Cómo abordar lo impronunciable? ¿Qué hacer con lo indecible? ¿De qué modo arreglárselas para no mandar al destierro a esos detalles poderosos cuya mención puede producir dolor o mandarte a Tribunales?

Ocurre que en este terreno baldío hay cosas por diferenciar. Por supu que hay situaciones o pormenores a no difundirse. Pero esto a veces nos hace pecar por exceso. Y en esas desmesuras rebanamos algo que es un tremendo quebranto en el periodismo actual.

Con frecuencia diaria me pregunto por qué el sentido del humor es un bien negado en los textos de un diario. En La Capital el humor no existe como pretensión o como pauta. Cuando se deja ver se infiltra involuntariamente y de la forma más ruinosa. Por ejemplo, cuando en un suplemento aparece la publicidad de un alimento para perros ilustrada con la foto de un gato. Más gracioso y más trágico cuando aparece por segunda vez en el mismo suplemento a la semana siguiente. O cuando en un epígrafe que intenta anunciar la proeza del goleador del clásico de un pueblo, el verdugo de Arequito, se produce una inversión de tipeo entre la d y la g de verdugo, concediendo al delantero un poder extrafutbolístico de horrendas resonancias.

Raro porque los efectos de comicidad producen adhesión, ya lo escribió Freud hace mil años, y el humor está en la calle todo el tiempo, impregnando cada cosa de la que los medios se ocupan. Lo pensaba el día de la tormenta pre saqueos que inundó la ciudad, arriba del 123, cuando escuché a una mujer que, celular en mano, le decía al chofer:

—Pensaba mandarle un mensaje a mi hermana pero se murió...
—¿Qué hermana?
—El teléfono, pelotudo...

¿Por qué en una nota que refleja los problemas que tuvieron los usuarios de servicios por el temporal no hacer entrar de costalete algo así? En todo caso, qué decir, podemos suavizar, cambiar pelotudo por mamerto, aunque no es lo mismo.

En Policiales, donde la materia usual que entrama los textos es la tragedia, el humor tiene una sinuosa omnipresencia. Si nos referimos centralmente al sufrimiento y a la muerte es complejo abordar este rasgo. Pero así como no hay velorio donde no se hagan chistes, en casi todo drama policial rezuman costados satíricos que pueden ser explosivos, casi siempre relacionados con la violencia, la sorpresa o el sexo. “Esa vieja costumbre inglesa de bromear en medio del dolor”, dice De Quincey en Asesinato como una de las bellas artes.

En medio de la investigación de un crimen impresionante, hará unos cinco años, voló de su puesto el jefe de Homicidios. Un farmacéutico que había sido baleado en su negocio apareció dos meses después atado con alambre de pies y manos adentro del baúl de un auto con un tiro en la cabeza y un fajo de billetes en la boca.

La pesquisa arrancó con sugerentes oscuridades. La manejaba un juez fogueado en una ida y vuelta entre la política y el mundo jurídico, con más cancha y mañas que el Coco Basile. El tipo cazó desde el arranque que el oficial que manejaba la investigación policial coincidía varias veces en el mismo lugar con la mujer de la víctima. El que terminó de pescar que la cosa era más que casualidad fue el secretario penal. Finalmente el juez llamó al cana y se encerró con él en su despacho.

“Me dicen que usted habría trabado relación con una testigo que sobrepasaría intereses estrictamente investigativos”, dijo el juez.

Viéndosela venir, el policía aceptó con la cabeza.
“Si entiendo bien –dijo el juez– usted me reconoce que se está garchando a la mujer del muerto”.

"Sí”, dijo el policía.

“Estimado, yo no soy un moralista. Cójase a quien quiera y donde quiera, pero no en un expediente mío. Despídase de su puesto de jefe de Homicidios”.

Miles de anécdotas graciosas recorren la producción de una nota. Hace un par de años recibí una lección de didáctica policial al preguntar a un comisario cómo habían dado con el ladrón de un empresario de Alberdi. El tipo engoló la voz y, menos por motivos éticos que prácticos, echó un sermón contra la tortura. “Yo estoy en contra de los apremios ilegales porque te pueden anular una investigación. Pero si uno busca un acto de sinceridad no hay nada como un golpe bien puesto. Sobre todo ruidoso. Yo lo llamo el bife pedagógico. Lo más efectivo es el ruido. Se quedan con la boca abierta, después hablan y la próxima antes de ponerse insolentes lo piensan”.

Yo pido humor en el diario. Ahora, ¿cómo cazzo reportar lo del bife pedagógico? ¿Cómo el trasfondo del relevo del jefe de Homicidios? Hay una línea de alta tensión entre derecho a la intimidad y a informar con veracidad, entre legítima pretensión satírica y necesidad de no ofender, entre lo relevante y lo irrelevante, entre lo constatable y la desmentida o la amenaza del juicio. Implicarse en la comicidad requiere además de una gran destreza narrativa: para desatar un efecto de hilaridad sin irse al alambrado hace falta una sutileza que no se aprende en ningún taller de Redacción.

Pero poniendo tanto celo en salvarnos de un reproche, aunque acaso más que nada por la escasa inclinación a experimentar, a zafar del molde, en los diarios nos tragamos el humor cotidiano. Los textos suelen ser un embole, como armados por un mismo viejo resentido que sólo quiere jubilarse y uno termina encontrando en la soltura de los blogs un refugio atómico contra los bodrios. Tom Wolfe, que generaba efectos eléctricos con un sentido humorístico exuberante, protestaba contra los escritos periodísticos diarios, que le parecían un plomo como la voz típica del locutor, algo tan horrible como descubrir que la persona que te gusta usa calzones “de tono beige pálido”.

No se reduce a eso, pero la disyuntiva a menudo pasa por resignar un elemento magnífico o que te esperen a la salida del diario para cagarte a trompadas. El año pasado fue el juicio en el que condenaron a dos hermanos que en un campo de Córdoba mataron a un productor agropecuario de San José de la Esquina y a su pareja. El tipo era popular en su zona, militante agrario, uno de los ricos del pueblo. Se llamaba Tito y tenía 71 años. El caso reunía los ingredientes para convertirse en gran historia de fin de semana y por eso mandamos a un corresponsal a armar un perfil a la zona.

En las charlas sus vecinos históricos fueron unánimes en definir a Tito como prepotente, muy fácil de engranar e irse a las manos por nada. Recordaban además que tenía una locura total por las mujeres, cualidad que no decaía con los años.

El informe que mandó el corresponsal estaba lleno de coloridas anécdotas de personas que lo conocían. Todas coincidían en lo mismo: un tipo soberbio, frontal, algo avaro y con las mujeres más caliente que una estufa. Entre todas las historias sobresalía una con el que el reportero, no mal rumbeado, cerraba el informe.

La contaba una mujer que había hecho la secundaria con el finado. Un domingo de verano de hace cincuenta años un grupo de amigos hizo una excursión a la laguna de Melincué en un camión jaula, de esos que se usan para transportar ganado. El calor en la orilla, la cantidad de gente, los cuerpos apretados y con poca ropa produjeron una peligrosa combustión en el voluptuoso y juvenil cerebro de Tito. El tipo se volvió loco, infló los pulmones para sumergirse y desplegó todo su ardor bajo la superficie.

El testimonio de la mujer me lo acuerdo de memoria. “Fue como un desesperado y les tocó el culo abajo del agua a todas las chicas que pudo. Lo tuvieron que sacar entre varios muchachos amigos porque querían lincharlo. Lo metieron en el camión y se quedó toda la tarde ahí encerrado, agarrado de las rejas como un preso, mirándonos con tristeza sin poder salir por lo que había hecho”.

Pobre Tito, convicto del delito de impudicia acuática en una olvidable playa del sur santafesino. Pobre también del pacato que privó a esa nota de un majestuoso cierre con esa cita textual. Mejor ni averiguar quién fue.
POR HERNAN LASCANO
 
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