jueves, 9 de junio de 2011

Franco Explota

jueves, 9 de junio de 2011
Paseando bajo los árboles de la avenida Pedro Goyena, una tarde del invierno pasado mi sobrina Valentina me contó lo que le pasó a Franco Explota, inquietante drama en dos actos ocurrido en un jardín de infantes de Caballito. Se trata de un nene de cuatro años, como ella, que una mañana reciente tuvo un accidente por el que hubo que pedirle a la mamá que se arrimara lo antes posible a la escuela con un pantalón.

La nena hablaba con ademanes que la hacían soltarse de mi mano. Las palabras se abrían paso precisas entre gestos vitales acerca de cómo arrancaron al chico del salón y lo llevaron al baño, sobre cómo lo miraban los demás párvulos, de cómo pese al frío se abrieron en un santiamén todas las ventanas, del alivio general cuando la madre de la víctima acudió al rescate y todos los chicos, al verla aparecer con el pantalón de repuesto, estallaron en espontáneos aplausos de victoria. En cada frase de Valentina la vida retumbaba como los campanazos de una catedral.

El problema principal, dijo preocupada, había sido un petún. Le pregunté qué era un petún.

”Un pedo horrible”, dijo ella.

Quería que por nada del mundo se distrajera, que siguiera su relato como fuera, por lo que tuve que apretar las muelas para atajar la carcajada. Lo que me dobló fue el adjetivo horrible seleccionado por un espécimen de cuatro años, que puesto en combinación con el inaudito sustantivo tenía potencia como para tumbar un edificio. Un petún. También quedaba reverberando el nombre del protagonista de la desventura. ¿Pronunciaba mal ella? ¿Había entendido mal yo? ¿Era posible que el antihéroe de esta historia, para colmo de tragedias, se llamara Franco Explota?

Le pregunté a mi hermano cuando llegamos a su casa. Me contestó que el nombre completo del nene es Franco Alvarez Protta, pero que sus compañeros, por esas simplificaciones acústicas del lenguaje infantil, le llamaban Franco Explota. “Desde antes del pedo”, me aclaró.

Solamente a veces en las condiciones de formación de una historia los hechos suelen buscarse con los nombres para formar una asociación inseparable e inmortal. En la dictadura había un general corrupto y falsario que se llamaba Verdura. Franco Explota se hace célebre entre sus compañeros por su tribulación gástrica. Y en ese cruce milagroso ya está todo explicado. Nada con lo que se adorne la historia puede superar la alianza explosión-nombre. Y basta pronunciar petún en voz alta para advertir que la detonación no es cualquier cosa. Inténtenlo. Un petún es el cañonazo de un Panzer en Stalingrado, el avión de American chocando la segunda torre, un vapor maldito fabricado en Chernobyl. Como dijo Valentina, algo horrible.

El primero de quien oí que las historias acechan todos los días y en cualquier lado y que cualquiera que nos provoque impresión merece ser escrita fue del tipo por el que quise ser periodista. En realidad esa persona me hizo saber que el trabajo de periodista no era algo imposible pero que merecía esfuerzo, preparación y compromiso. Fue también el que me sugirió que la curiosidad y la desobediencia, como leería muchos años después en un libro de Angélica Gorodischer, no son un defecto sino una virtud y que las dos mueven al mundo.

Ese tipo se llama Horacio Del Prado. Lo conocí a los diez años, al final de los años setenta, en el edificio de Catalinas Sur, en La Boca, donde vivíamos ambos. Empecé a prestarle atención a la fuerza por su notoriedad casual e inmotivada: un individuo que de vez en cuando pasaba entre los jardines del barrio combinando trajes formales con zapatillas, no por esnobismo sino por distracción. Lo veía por las mañanas paseando a Mora, su perra, y por las tardes bajando del colectivo como un acróbata cargado de revistas y libros. Fue el primer adulto que al hablar conmigo me hizo sentir que me tomaban en serio.

Más o menos por el año 79 era secretario de Redacción de la revista Goles, un semanario que competía con El Gráfico, en condiciones desiguales pero con dignidad. Su biblioteca desordenada y enorme fue la primera que me causó el deseo de tener una. Con su mujer divina y serena me pasó lo mismo. A veces llegaba a visitarlo Alejandro, su hermano músico, que por esa época tocaba con Zitarrosa, luego famoso por “Los locos de Buenos Aires”.

En una de las pocas e inolvidables ocasiones que fui a su casa me advirtió que había que tomarse escrupulosamente en serio lo que nos llama la atención, así nos parezcan cosas insignificantes, porque lo pueril es lo más usual en la vida. Las anécdotas que cuenta tu viejo o tu abuelo, dijo, son muy importantes. Lo que se oye en la calle y en la iglesia, lo que te causa gracia, o disgusto, o incertidumbre, o miedo, todo eso sirve para escribir.

Me dijo también: “Sobre esa primera cosa que pescaste o que sentiste hay que concentrarse, pensar mucho, dar algunas vueltas, hasta que aparezca una idea propia”.

Por su influencia llevo hace años libretas que relleno, no sé para qué, con lo que escucho. El me dio a leer la impresionante crónica del fusilamiento de Severino Di Giovanni que escribió Arlt. Me habló de historias de futbolistas, de Haroldo Conti, de la importancia del uso del suspenso en los textos, de Kundera. Cuando le dije que intentaría ser periodista me anunció que el peor destino es esperar los temas adentro de las Redacciones.

Cerca de los veinte años anotó el nombre de tres colegas que conocía en Rosario —muy distintos entre ellos, me advirtió— a los que sugería contactara para ver si podían tirarme algún hueso. El papelito decía: Jorge Brisaboa, Bigote Acosta, Horacio Vargas. Pasaron dos años hasta que preparé una carpeta con cinco notas y me presenté en Rosario/12. Pedí hablar con Vargas y le dije que se las dejaba para que las viera. Temblé desde tocar timbre hasta salir. Qué desamparo, qué terror, qué soledad polar produce en uno el estado de expectativa.

Transcurrió un mes y una redactora de Rosario/12 que era compañera de la Facultad me avisó que Vargas quería hablar conmigo. Subí al edificio de calle Córdoba arrastrando las patas por las escaleras. Salió él con Guillermo Lanfranco y me llevaron a tomar un café. Abajo del diario que tenía en la mano asomaba la carpeta con las notas que le había dejado.

Pensé que me la devolvía ofreciéndome alguna palabra de horrendo consuelo, pero me dijo que iban a publicarlas a todas, que querían que trabajara con ellos. Hasta ahora, pese a no tener un mal pasar en este oficio, no recuerdo una alegría mayor a esa.

Como una década después le conté al Nene Vargas que un par de años antes de llevarle las notas un periodista de Buenos Aires me había sugerido ir a verlo por trabajo. Cuando le dije que era Horacio del Prado dijo: “Si hubiera sabido te daba laburo sin importar cómo escribías”.

Durante 18 años no supe nada de él hasta que un día lo llamé súbitamente. Nos juntamos en un bar del parque Lezama. Me sentía tan feliz con algo tan simple que no pude sino darle la razón retrospectiva: la mejor materia narrativa sale de las cosas sencillas. Nos quedamos hablando cinco horas. Me hizo gracia un elogio que hizo por algunas notas mías. “Tenés birome”, dijo. Ahora trabaja en Clarín en la sección de Enciclopedias, escribe teatro con éxito, tiene un programa de radio y un blog de fútbol con fieles seguidores, que se puede encontrar en la lista de recomendados del nuestro.

Lo acompañé hasta la parada donde en otro tiempo lo veía haciendo equilibrismo con los libros y revistas. Cuando se fue pensé en lo que me había dicho él hacía treinta años. Si en un lugar respira este oficio es en el prodigio de contar historias sencillas. Cuando no escribimos por obligación, cuando el tema nos empuja a hablar de él, la indiferencia será menos probable. Abro el diario esta mañana, en la semana del día del periodista, y aparece un panadero de un pueblo que cuenta qué pasó cuando, sin decirle a nadie y sin que nadie se diera cuenta, empezó a usar un 20 por ciento menos de sal en sus productos. Franco Explota obliga a hablar a Valentina y ella, traspasándome todo su placer al contar su aventura, me obliga a mí.

¿A qué tipo de público de hombres y mujeres se dirige?, le preguntaron a Arlt en 1929. “Al que tenga mis problemas: resolver de qué modo ser feliz, dentro o fuera de la ley”. Con todo respeto, linda consigna, maestro.

POR HERNAN LASCANO

5 comentarios:

Unknown dijo...

Lo mejor no es el adjetivo, sino la combinación "pedo horrible". Buenísimo

Diego Fernetti dijo...

Excelente post! Nunca había escuchado sobre el fabuloso "¡Petún!" (perdón, pero no puedo dejar de pensarlo que es una de esas palabrejas que siempre deben estar realzadas por signos de admiración), pero teniendo una hija de 5 años me ha tocado escuchar varias historias similares. Y creo que yo también las he contado, alguna vez, aún en ese ensayo de diario que hacíamos a mano y con birome con mi primo, allá en calle Warnes, que se llamaba "El State". Muchas de esas historias tenían que ver con hechos biológicos (vómitos, eructos) pero adquirían trascendencia mítica en nuestras historias. No sé si esas preocupadciones me destinaron a mi trabajo de comunicador, pero aún hoy son el tipo de cosas que me fascina leer.

Anónimo dijo...

Muy bueno!
Feliz día del periodista para alguien que siempre le encuentra otra historia a las historias y a quien siempre es un placer escuchar o leer.

Juan dijo...

Muy bueno. Me identifico con aquello de la felicidad de la primera publicación. Recuerdo la alegría que me causó publicar en el diario Rosario, allá por el siglo pasado, la primera micro-crónica sobre el apasionante encuentro futbolístico Sparta v. Fábrica Militar. Y más cuando me dijeron que iba con firma. "Sí???", dije. "Sí -me dijeron-, J.C.E.".
Otra cosa (para hacer ficción): ¿qué hubiera ocurrido si tus notas llegaban a manos de Brisaboa o el Bigote?

alvaro dijo...

Excelente. Hablando de maestros y referentes, he aquí en el autor de este post un tipo del que se puede aprender todos los días. Agradezcámosle a Horacio del Prado y, ya que estamos, al pibe del petún

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