jueves, 23 de junio de 2011

Ni Ibn Hazem, ni Ibn Jaldun

jueves, 23 de junio de 2011
"Giralda", de Marino Carlos *
Para iniciar la conversación apelé a los tópicos más obvios, redundantes y predecibles, como para asegurarme un código común, la empatía, digamos. Pindapoy, Naranjo en flor, esas cosas. Trinaranjus fue más difícil de explicar, para no hablar de la mención de Mónica y César, totalmente fuera de lugar, según me quedó claro apenas la proferí, al notar la apatía de mis interlocutores, sí, los nombré a ellos, no sé, como famosos naranjeros argentinos, me imagino, ya a esa altura habitaba yo una suerte de turbión, doctor, pero todo había empezado muchas horas antes aquel día, y yo creo que fue la rima, el nombre, algo, en ese simple cartelito, que me resultó extraño y sorprendente, y que de alguna manera disparó todo lo que vino después, de lo que me hago plenamente responsable, claro, pero intento responder a su pregunta acerca de las circunstancias y los disparadores de los lamentables sucesos que protagonicé y de los que nunca voy a terminar de disculparme. El cartelito me llamó. Y fue irresistible. Era apenas una hojita húmeda, desamparada, azotada por la lluvia. Un papelillo adherido a un muro, en una estrecha callejuela de esta maravillosa Sevilla. Pero tenía un mensaje para mí, según pensé en aquel momento mientras intentaba resguardarme del chubasco bajo angostos aleros. "Pérez Galdós, 2", decía, así, sencillito, real en su modesta existencia. Y ahora, días después, vuelvo a Sevilla para explicar lo sucedido entonces, y compruebo que ya no existe el negocio aquel, al que aquella vez llegué gracias a la indicación del letrerito. No, ahora vive allí un pintor, pero antes en ese local vendían "setas mágicas", tal como indicaba el minimalista, poético mensaje que fue el disparador, principio y causa eficiente de los sucesos que luego se desencadenaron: “Setas mágicas. Pérez Galdós, 2”, decía el cartel. Eso decía. Poesía pura, haiku perdido de Basho, treinta caracteres cargados de significación, al menos para mí doctor, que en medio de la lluvia, caminando sin rumbo fijo, me encontré con ese mensaje cifrado. Y me lancé entonces a buscar el misterioso sitio entre las laberínticas callejuelas. No fue fácil hallarlo. Sin indicación alguna más allá de un diminuto “dos” sobre la puerta de entrada, tan minimalista como el poema que lo anunciaba, el local de pronto se me apareció, en medio de la lluvia, empantanado en el silencio de aquella tarde invernal, cuando ya me daba por vencido. Era una suerte de caja azul, acerada y seca, de cemento crudo, granulado, gris intenso. “Hola, vengo por las setas”, le dije al joven que permanecía, en un estar-ahí Zen, detrás del mostrador transparente, de acrílico, que exhibía varias clases de productos que mis ojos no lograban captar: sólo percibía vacío, porciones de invisible nada. Muy pálido, pero con tonalidades azuladas que quizás, pienso ahora, provenían de las paredes del extraño local y que, de alguna manera, se le proyectaban en el rostro, el joven que atendía lucía envarado, recto, un señor Spock en viaje químico hacia la hibernación. Me advirtió que no eran setas frescas, sino “secas”. Intercambiamos algunas palabras sobre Ámsterdam, la mente y el precio. Me extendió el paquetito. Su diseño contrastaba en forma violenta con el entorno del local, que tenía algo de nave espacial. “Smell Pillow”, decía el envase, que combinaba tonos rojos, amarrillos, verdes, como para encandilar. “No es comestible”, advertía. “Coloque la almohadita debajo de su almohada antes de ir a dormir. Los mágicos efluvios lo ayudarán a conciliar un sueño profundo y reparador. No abra la almohadita. Elemento tóxico, no comestible”, decía el envase. Presa de cierta excitación, reconozco, y también con dudas por el misterioso contenido del abigarrado paquetito, me dirigí –la lluvia no me importó entonces–, hacia el diminuto cubil donde dormía, grande para calabozo o placard, pequeño para recibir el nombre de “habitación”. Allí, con mucha dificultad, hice exactamente lo contrario de lo que indicaba la advertencia del envase: deshice las duras costuras de la almohadita, extraje los secos hongos que contenía, y enseguida percibí el amargor en la boca, pensando que, de ser cierta la advertencia del envase, podía morir envenenado allí, solo, en un cubil de una pensión sevillana regenteada por un ex compañero de armas de Hugo Chávez, ahora devenido opositor a la Revolución Bolivariana. Mientras la saliva se mezclaba con las setas concebí la idea hacer la crónica aquella, señor juez, de hecho estaba aquí para trabajar, para intentar reflejar en notas periodísticas mis experiencias en esta maravillosa ciudad del Al Ándalus, Nomine Domine, ciudad con fragantes naranjos en las calles, ciudad edificada por Hércules, cercada por Julio César, ciudad gitana, de muros y torres altas, el Rey Santo, Garci Pérez de Vargas, el Guadalquivir. Sería una nota muy interesante, recuerdo que pensé entusiasmado ese día, y no era para menos, en un sitio con tanta historia, y entonces me dirigí a la catedral, la famosa catedral de Sevilla, la catedral gótica más grande del mundo, Patrimonio de la Humanidad. Una misa en hongos en la catedral de Sevilla, no podía fallar, digo, desde un punto de vista profesional señor juez …..pero todos sabemos que falló, y cómo falló, jamás escribí la nota y bueno, además sucedió todo lo otro, claro. Llegué a la catedral cuando la misa no había comenzado. Me senté en uno de los bancos. Esperé. Nada ocurría en la catedral, ni tampoco en mi mente, y me empecé a impacientar, ansioso, con un sabor amargo en la boca que no era metáfora. Esperé. Los más leves movimientos de las personas en los bancos llamaban mi atención y comprometían mis sentidos de forma notable. Seguí esperando. Cuchicheos afilados, lacerantes. Telas de prendas que se retorcían apenas pero lo conmovían todo. Y los pasos, los pasos de los que llegaban fingiéndose sigilosos, silenciosos, produciendo un estruendo brutal. Un paso tras otro, y otro más y otro más. Y otro, y otro, era insoportable, lo recuerdo y vuelvo a experimentar la horrible desazón. Seres cínicos, malditos, disfrazados de simples feligreses, se exhibían caminando a mis espaldas, como ejércitos en marcha, como hordas invasoras que se sentaban modositas a oír misa y a burlarse del inútil amargor en mi boca. Para acentuar el sentimiento de fracaso miré la libretita de apuntes en blanco, la Bic erecta en medio del estruendo de los pasos en la nave de la catedral, cada pisada una hecatombe, el Mar de los Sargazos, la Quebrada de Humahuaca, el Mar de los Sargazos, la Quebrada de Humahuaca…..y así y así…..y Erdosain…y así, en una sucesión que nunca olvidaré, porque todavía me aturde. Era un desfile maldito señor juez, una tremebunda mojiganga escondida tras el silencio bondadoso de unas pocas personas que caminaban lentas y se sentaban como momificadas, cínicas, protervas, se sentaban una a una, conforme iban llegando, sobre esos nobles bancos de oscuras y eternas maderas….libretita y Bic cruzaban miradas de frustración, pasmo y vergüenza cuando me puse de pie produciendo un ruido ronco …..ellos, momias inmutables, secos, quietos en medio del silencio, se sacudían la encrespada fauna cadavérica que intentaba metérseles por los oídos y las narices, como quien al pasar y con desgarbo se quita pelusas traídas por la brisa. Intenté calmarme mientras me alejaba. Me tracé un plan: iría, como quien disimula su impaciencia, a observar los afiches que se exhibían en la parte trasera del templo, lejos de las momias que me gritaban. Así ganaría tiempo hasta que comenzara finalmente la misa. Pero nunca imaginé, su señoría, que al intentar alejarme de aquel horror, de aquellos cínicos muertos que me gritaban en silencio, me toparía con aquello …pero bueno, lo cierto es que me puse a observar los anuncios. Se referían a reuniones parroquiales, campañas de beneficencia, y colectas, y la mayoría de ellos ofrecían imágenes de familias sonrientes, felices, apacibles. Lo logré, recuerdo que dije en un principio. Me sentí aliviado por un momento. Pero todo fue un engaño, doctor, una cruel engañifa. Pensé que si pasaba el tiempo, si lograba no ser aturdido por la danza de la muerte y la mojiganga, si el amargor en la boca comenzaba a servir para algo, quizás, pensé, se me revelarían finalmente todas las maravillas de aquella catedral, y podría escribir sobre la mezquita Aljama, Alfonso X el Sabio, y los espectros de los vikingos gitanos que vagan por el barrio de Triana desde el año 844. Pero me equivoqué, señor juez, me equivoqué. Los viejos esplendores del Al Ándalus me fueron negados. No se abrieron ante mí las puertas de la percepción. Ni el más allá del tiempo y los sentidos. Apenas un pobre más acá. No la otredad, la mismidad, el mismo magma del que vengo y en el que todavía me crío y chapaleo. Intentaré describirlo lo mejor posible, señor juez. Yo estaba observando uno de esos carteles, haciendo tiempo, como dije antes. Sí, en uno de esos carteles ocurrió. Era un padre de familia, de una de esas familias sonrientes que ilustraban los anuncios de las campañas benéficas. No, no me encontré con aquella joven poeta de belleza exquisita, indescriptible, que endulzaba con sus versos la corte de Abd al-Rahman IV al-Murtada. Ni con los secretos habitantes que vagaban por las noches en los magníficos jardines del Reino Nazarí de Granada. Nadie recitó “El collar de la paloma”, no. Ni Ibn Hazem, ni Ibn Jaldun, y menos el gran Ibn Rusd. No, no se me manifestaron. Sólo amargor, espera y silencio. Ni rastros de los delicados versos eróticos de Al-Mu’tamid ‘Abd Allâh Mwhammad ibn ‘Abbâd:

Se quitó el manto, una rama de sauce su
cuerpo, como el capullo que estallaba en flor.
Me sirvió el vino de sus miradas, de la
copa; a veces de su boca.
El toque de su laúd me embrujo; como si
oyera el rasgueo de espadas en los cuellos
enemigos.

Nada de eso hallé en la sagrada catedral. Sólo el horror, que me esperaba agazapado en los anodinos afiches de la beneficencia. Allí perdí la razón, señor juez. Fue un padre de familia, respetable, común, calvo, feliz y gris, y con luz propia. Sí, sucedió cuando lo miré fijo. El fulgor, el fulgor. No, no hablo del modesto brillo de una calva, hablo del fulgor, de la invitación del Averno, y del repentino efecto wawa que se apoderó de la realidad toda. Sí, él me invitó, nimbado, a salir del edificio de la catedral, él me lo dijo con sus rayos de luz. Y entonces Arlt, y el señor pelado que me dice “rajá, turrito rajá”, pero no….fue el fulgor, sí, literalmente vi. la luz, como Víctor Sueiro, que es un escritor argentino que cada vez que se muere escribe un libro….. sí doctor, fue la calva luz de aquel buen padre de familia la que me empujó a ganar la salida, sí, y a bajar las nobles escalinatas de la catedral de esa manera…..y me lancé a la calle, a conversar con los naranjos, con todo respeto, y después pasó lo que pasó……

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POR PABLO BILSKY

* Imagen por Marino Carlos from Santa Cruz de Tenerife, Spain (Giralda) CC-BY-2.0, via Wikimedia Commons

1 comentarios:

Daniel dijo...

Poco de lo árabe se puede encontrar en Sevilla, tan cristianizada. Quizá la Torre de Calahorra, pero poco más, a diferencia de Córdoba o Granada. ¡y esa feria tan a La Gansada,de Fontanarrosa!! Pero está buena, sólo que no ingerí nada fuera de lo común...

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