miércoles, 14 de julio de 2010

Pacino, Diego Armando

miércoles, 14 de julio de 2010
La continuidad de Maradona la debatimos todos pero sabemos que la democracia depende sólo del ferretero de la calle Viamonte. El problema con el Gordo es que el espíritu de tiempo parece poner al mundo en la abrupta elección entre defenderlo en bloque o africarlo sin compasión como los defensores de Camerún en el 90. Con tanto en el diome la opción es un tanto indigesta. Pero es irresistible quedarse un poco en ese toma y daca, en ese balanceo de todo o nada. ¿Por qué? Porque en esas opciones brutales aparece lo argento en máxima pureza. Lo que nos molesta de Diego es lo que nos molesta de nosotros mismos.

En las conferencias de prensa en Pretoria aparecía esa versión espontánea, autóctona e insuperable de la arrogancia argentina. Cuando el chabón mandaba esas de “hablaremos en la cancha”, “qué te pasa Schwainsteiger”, “tengo 23 fieras”, la idiosincrasia nacional quedaba marcada en lacre. Por lo menos aquella por la que nos reconocen y nos desprecian afuera. Se entiende la intención de preparar el alma para el combate, macerar el orgullo del atleta, pero por favor, uno suplicaba un freno de los cielos. No fue ninguna alegría la milonga con Alemania, pero chocar contra esa Luftwaffe que nos fumigó el orto en el segundo tiempo viene bien para que la bravuconada berreta no quede marcada como un camino para hacer escuela.

Sin embargo hasta en ese ámbito, en la canchereada y en la parte más gritona de Diego, no puedo dejar de reconocer lo que más me gusta de él. Que no es exactamente eso, sino lo que eso produce en los millones de tipos que sólo despreciando la parte más plebeya del Gordo pueden sentirse elevados, reconfortados, a salvo de su propia mediocridad. La clase de gente que escucha al diputado Fernando Iglesias y dice “que bien que piensa este muchacho”, los que odian todo lo que huela a gremialismo, los que esperan que la redención nos llueva de tipos como Biolcati.

Esa parte de Diego desafiante, jetona, de tipo que siempre a pesar de sí chapotea con su debilidad en la cañería en la que estuvo hundido me planta siempre en una de las tomas más impresionantes de Pacino en Scarface. Es cuando todo empieza a irse al carajo. Tony Montana cena con su mujer en un restaurante de lujo, discute con ella, arma un escándalo. Desde las mesas empiezan a darse vuelta y a mirarlo en silencio. Entonces Tony, nublado de merca y alcohol, intuyendo el fin que se le viene, tambaleando, tanteando el fondo de la ciénaga, les habla a todos.

“¿Qué miran? Ustedes no son más que una banda de cretinos. ¿Saben por qué? Porque no tienen huevos para ser lo que quisieran ser. Necesitan a tipos como yo para poder señalarlos con el dedo y decir: ése es el malo. Y eso, ¿en qué los convierte a ustedes? ¿En los buenos? No son buenos… Simplemente saben esconderse… Saben mentir. Yo no tengo ese problema. Yo siempre digo la verdad, incluso cuando miento”.

Como hacia todo, son contradictorios mis sentimientos hacia el Gordo. Pero ese me rompe el corazón. A ese lo quiero. Al malo que tantos necesitamos ver para asomar del sótano de nuestras vidas y sentirnos buenos. En esa escena de Pacino lo vi siempre a Maradona. Y a muchos de nosotros.

POR HERNAN LASCANO

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